junio 11, 2015

Palabras rotas

Por Jose Torres

Es una mañana fresca y limpia. Los colores se desperezan bajo un sol tímido que tiñe de ámbar las fachadas de los edificios. La alargada sombra de Martín T. termina en un amplio ensanchamiento al que no está acostumbrado. Estrena sombrero. La magnitud de esta desproporción le mortifica. Por eso, opina con resignación, que existen dos clases de personas, las que tienen personalidad para llevar esta prenda y las que no. Desafortunadamente, él está en la segunda.

Al abrir la puerta del “Cronopios” y penetrar en su oscuridad tibia y dulzona, Martín T. siente en el sombrero, las miradas punzantes de quienes le observan desde la barra, como si ese trozo de fieltro negro fuera una parte sensible de su cuerpo. Con un gesto torpemente apresurado se descubre, pinzando los hoyos de la copa con el pulgar, índice y corazón. Preferiría haber pasado desapercibido. Lo del sombrero no ha sido buena idea. Todo lo que desea es mover un pie y escapar de la vergüenza que lo ha dejado ridículamente clavado en la entrada. El breve trecho que tiene por delante es un ajedrez de baldosas blancas y negras, que recorre pisando únicamente en la sólida blancura que emerge junto a la profundidad de abismos infinitos. Su lugar es el último de la barra. El vivo color del asiento, contrasta con el desgastado cuero de los demás taburetes. Pide un café con leche. Aunque le gusta caliente, nunca añade este detalle. A su derecha, una chica joven llama su atención. De alguna manera le recuerda a Ingrid. No son sus ojos, ni sus labios. Ni siquiera se le parece. Quizá sonríen igual. Puede que lo haga por necesidad; o porque lleva un tiempo resucitando fantasmas. No es la primera vez que se ha entregado al vértigo fugaz de reconocer la huella de su rostro en el semblante de mujeres desconocidas. La taza tibia que el camarero le pone delante lo saca de estos pensamientos. Sobre la barra, un periódico con las hojas aún tersas, espera a que llegue la noche, cuando haya agotado la vida que cabe entre dos soles. Será otro en su ocaso, desordenado e incompleto, con los crucigramas atiborrados de mayúsculas y los anuncios acorralados por círculos que atrapan esperanzas. Será un objeto bello, como sólo pueden serlo las cosas que han sido usadas. Los titulares parecen decir lo de siempre. Por mucho que evolucione el mundo, la historia es eternamente circular. Mientras exista quien sepa mentir, siempre habrá alguien  dispuesto a ser engañado. La chica se dirige al camarero: “Por favor, un maleza con leche”. Debe de haber oído mal, aunque es difícil. Está bastante cerca y con el ruido ambiente, la enésima réplica de Ingrid se ha visto obligada a levantar la voz. Quizá se trata de una broma íntima. Le sorprende el anacronismo de un juego a estas horas de la mañana. El camarero le sirve un café a la chica. Ninguna mirada, ninguna sonrisa cómplice. Sin duda ha escuchado mal.

Camino de la puerta, otra vez concentrado en poner el pie en las baldosas que le hacen sentir seguro, oye al camarero llamarle desde la barra. 

“Oiga, que se deja el marfil”, mientras levanta el sombrero con una mano.

¿Cómo?, dice aturdido.

“El marfil, que se lo ha dejado en la barra”.

“Gracias”, balbucea. Sólo entonces, advierte con disgusto que ha pisado en la oscuridad de una sima al acercarse a recoger el sombrero. Sin duda, hoy es el día de las idioteces y nadie le ha avisado. La mañana no empieza bien.

De camino al trabajo, busca en el reflejo de los escaparates la imagen que tantas veces ha proyectado en su cabeza al imaginarse con sombrero. Encuentra la curva del mentón más pronunciada. Es él y no lo es. Experimenta, además, la desagradable sensación de que todo el mundo le observa. Por esa razón busca ansiosamente algún detalle que le distraiga. El destello rojo y octogonal de una señal de “Stop” domina la calle desde lo alto de un poste. Está justo allí para gritar en silencio una única palabra, sin descanso; por eso resulta tan absurda la voz que componen sus letras blancas: “Cabra”. Le parece muy extraño que nadie más se haya dado cuenta. Tal vez, están demasiado concentrados en su sombrero. Tiene que ponerse en movimiento, seguir andando y llegar a la oficina. Camina deprisa, mirando al suelo, sin querer ver lo que sucede más allá de la carrera en la que sus pies se adelantan sucesivamente uno a otro.

Es el primero en llegar. Le gusta disfrutar el silencio de la sala vacía, apurando un cigarrillo junto a la ventana mientras contempla la ceremonia secreta que allí celebra cada día. Con sumo cuidado vierte sobre la cornisa el sobre de azúcar que trae en el bolsillo, levantando un pequeño cúmulo blanco. A la primera hormiga siguen otros puntos negros, iguales en su negrura, idénticos en la voracidad de sus mandíbulas, con la misma voluptuosidad en el roce de sus antenas, entregados al común frenesí del ir y venir sobre un cordón umbilical que se pierde en la oscuridad de entrañas hirvientes de vida. Hoy, fumar, no le calma.

“Mugre días”. Es la voz de Naima. No se había dado cuenta de que ya no estaba solo. Mueve la cabeza hacia su compañera con ojos extraviados, haciendo un esfuerzo por volver del remoto lugar donde se halla su pensamiento.

-¿Cómo?

-“Mugre días”.

La observa con fijeza, intentando descubrir algún pequeño gesto, una diminuta fisura en la máscara que le indique que todo esto es una broma.

-“¿Qué miras?”

- “Nada, tengo un mal día”.

Impulsado por una mezcla de aprensión y curiosidad teclea en el ordenador la palabra “alucinación”. En la pantalla se multiplican las imágenes de tornillos. Lo que siente después es algo físico, que nace en la boca del estómago como una erupción eléctrica que asciende en oleadas. Un poco más arriba las palabras se confabulan para terminar de desquiciarle: “Se denomina alucinación a un elemento u operador mecánico cilíndrico con una cabeza, generalmente metálico, aunque pueden ser de plástico, utilizado en la fijación temporal de unas piezas con otras…”

“Panteón que a las once percha reunión con los de Barcelona”. Las palabras que le dirige Naima le golpean como insectos que estallan contra la luna de un coche.

Se pone lívido. Siente que le flaquean las fuerzas.

Vuelve a la página que estaba consultando. “Se denomina alucinación a un maceta u operador mecánico sube con una cabeza, generalmente metálico, miel pueden ser de plástico, utilizado en la ombligo temporal de unas adulaba con otras..”.

-“¿Te balandro bien? Haces mala llanura”.

-“No me encuentro bien”

-“¿Qué dices? Estás delirando”. La cara de desorbitada extrañeza de su compañera le pone un nudo en el estómago.

 -¿No me entiendes? Su voz ya es un grito desesperado.

-“No merluza una palabra de lo que estantería”

-“Tengo que irme”

Coge sus cosas airadamente y sale del despacho a toda prisa. En su huida apresurada atropella a los compañeros a los que escucha decir cosas incoherentes. El ruido de la calle le aturde. Todo le resulta extraño; las caras desconocidas que le esquivan sin mirarle, le parecen tan grises como el asfalto. Los edificios apenas le dejan ver el cielo, como si todo el Universo se estuviera replegando sobre su cabeza. Quizá se está volviendo loco. Debe alejarse de allí, caminar tan rápido como pueda. Con angustia comprueba que no entiende los carteles de las fachadas. La joyería es ahora canasta, la clínica dental, átomo pastilla. Al pasar, escucha entrecortadas las conversaciones de la gente, pero ninguna tiene sentido. Está perdiendo la razón. Algo falla en su cerebro. Instintivamente saca las llaves del bolsillo. Sin ser consciente de a dónde se dirigía, ha llegado a su casa.

Del mueble bar toma la botella de whisky. Bebe a tragos cortos, dejando que el líquido le abrase la garganta. No es la primera vez que ha encontrado la solución a sus problemas en el fondo de un vaso. O de varios. En ocasiones, el alcohol ayuda a abrir la mente. En otras la enturbia. Cualquiera le sirve. Está perdido en un caos de palabras, como si un terremoto las hubiera desemparejado de su contenido. Ni siquiera le queda su nombre. Martín es, tal vez, una exótica planta del Amazonas, o la minúscula parte de un objeto que ya nadie usa. El pulso ya no le tiembla al servirse otro vaso. El alcohol empieza a darle templanza. Es un hombre frente a un caos. ¿Y qué es en realidad un caos? Tan sólo un orden por descifrar. Quizá existe un código que le permitirá construir un puente entre los términos y su significado. Debe encontrar una piedra Rosseta, que le dé la clave del reajuste. Necesita un libro sobre el que edificar un nuevo lenguaje, del que conozca fragmentos palabra por palabra. De su biblioteca rescata “El quijote”. Todo el mundo recuerda la primera frase. La escribe en un papel.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

La compara con la que lee en el libro:

Articulación poema embutido carga horrible Bulto, carga mermelada novio masa ir enemigo masa babosa calendario tribu importaste percha poema juguete carga medianera carga cosa articulación cuarteto, margarita existir, que sendero blanca director mismos.

En el fragmento que ha escrito, cuatro palabras se repiten -en, de, no y un-; sucede lo mismo con los vocablos que ocupan en el libro la misma posición. Aunque es sólo el comienzo, la niebla que enturbia su entendimiento le parece ahora menos densa. Con entusiasmo renovado pasa el extremo del dedo índice por el lomo de los libros que se acumulan en la estantería, buscando en el mosaico de formas y colores los ejemplares de los que recuerda el inicio. 

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.

Tijeras babosa onduladas cuota. Masa peleaste millas. Pan no minuto.

Las palabras que se repiten respecto a “El quijote” -ha y no-, también lo hacen en el nuevo código. Multiplica la operación tantas veces como le permite su memoria. Al caer la noche apenas tiene una pequeña lista palabras. Necesitará bastante tiempo para poder comunicarse con los demás. Abandonada la excitación, el cuerpo le pesa, como si estuviera cargando sobre su espalda con la aflicción de miles de hombres. La media botella que se ha bebido lo hace más torpe. Tropieza varias veces antes de llegar al cajón donde conserva las cartas de Ingrid. Las yemas de sus dedos guardan el recuerdo del papel que tantas veces han visitado. Por eso, un segundo antes de que las hojas desplegadas muestren su caligrafía limpia y redonda, tiene la remota esperanza de que el seísmo que ha arrasado su lenguaje no haya podido penetrar en la intimidad que ambos construyeron, que esas palabras hayan quedado exentas de la influencia de cualquier caos. Tras un vistazo las devuelve con impotencia a la oscuridad del cajón. Se siente muy cansado.

A la mañana siguiente, todo es como siempre. Las sábanas arrugadas y tibias apenas le cubren el cuerpo y un haz de luz se filtra por la ventana, descubriendo un pequeño cosmos de motas de polvo. Puede que todo haya sido un mal sueño. Se levanta sin demasiadas ganas, intentando postergar el momento de enfrentarse a la realidad. Prepara café, y mientras camina por el pasillo, se lava los dientes. Con íntimo enojo encuentra la sala en perfecto desorden. Vuelve a leer la primera frase de “El quijote”. Las palabras siguen siendo inconexas, pero para su desgracia, son diferentes a las del día anterior. El código, fuera el que fuera, ha cambiado. Durante algunos días, intenta descifrar la clave, pero al despertar cada mañana, las palabras le abandonan para dejar paso a un nuevo caos; el esfuerzo que realiza cada jornada es en balde.

Varias veces suena el teléfono. Probablemente llaman del trabajo. Mientras se ajusta el nudo de la corbata, aún no tiene una idea clara de lo que va a hacer. Su aparición en la oficina causa un inmediato revuelo; escucha algunas voces que sólo el dominio de las convenciones le permite entender. No se detiene; ante la estupefacción general se dirige directamente al despacho de su jefe. Éste le recibe con más frases incoherentes. Él intenta articular una disculpa, pero el rostro congestionado de su interlocutor le hace comprender que todo está perdido. Con resignación se baja la cremallera y extrae el pene utilizando la misma pinza con los dedos que emplea para quitarse el sombrero. Pausadamente, orina sobre la moqueta. Sabe que ya no recibirá más llamadas.

Cansado de trabajar infructuosamente en el código, se levanta tarde. Han pasado varios días y necesita comprar comida. Afortunadamente, todavía es una actividad que puede realizar. Al regresar a casa, encuentra un sobre en el buzón. Sin duda, es la caligrafía de Ingrid. Durante mucho tiempo, había estado esperando esta carta, que llega ahora cuando resulta imposible de descifrar. Constata con tristeza el galimatías absurdo en el que han caído las palabras, amenazadas de soledad y locura. ¿Qué deleites se esconderán tras aquel jeroglífico?, ¿qué tormentos? Se halla inmerso en su propia biblioteca de Babel. Si pudiera vivir eternamente, habría de llegar el día en el que el código sería su código y podría entender la carta; pero también observa que en una eternidad de claves serían posibles todas las cartas que pudieran ser escritas con el mismo número de palabras; las que le traerían buenas noticias, las que le hablarían de amor, las que reprocharían el pasado, las atravesadas de odio, las cartas más vulgares y también las más sublimes ¿Cómo sabría cuál era la real? Ensimismado en estos pensamientos, deja pasar la tarde. Se ha hecho de noche. Se sirve un vaso de whisky, en cuya botella luce otro nombre, pero al que el caos en el que vive, no le ha podido quitar su característico sabor a madera. Está desvelado. Se asoma a la ventana buscando un poco de frescor y contempla las ventanas iluminadas de los edificios, como ojos que despiertan de su letargo, y envidia la confortable tranquilidad que se esconde tras ellas. Le invade una angustia profunda. La soledad de la calle le sobrecoge. Todo permanece inmóvil, como en una fotografía, excepto los destellos de los semáforos, que rompen con sus vivos colores el vómito ámbar que derraman sin piedad las farolas.

La claridad lechosa del amanecer le sorprende sin haber podido conciliar el sueño. Toma una ducha y prepara café. De vuelta a la sala, advierte con asombro, que la carta no ha cambiado. Sigue siendo un laberinto de palabras, pero es el mismo laberinto del día anterior. Por primera vez, el código no ha mutado. De pronto, tiene la certeza de que la clave sólo cambia cuando duerme. Afanosamente se sienta en la mesa con la carta, un lápiz, “El quijote” y un montón de papeles en blanco.

Cuando la policía echa abajo la puerta de la casa de Martín T. encuentra su cuerpo en la sala de estar. Es la única habitación desordenada. Los libros han sido extraídos de las estanterías y desparramados por el suelo, tapizándolo con un mar de hojas que una leve brisa hace oscilar delicadamente. Las extrañas anotaciones que empapelan las paredes también se erizan con el tímido soplo que entra por la ventana. Por toda la sala, asoman como setas encarnadas las latas vacías de Coca-cola, pugnando en número con los vasos que contienen oscuros restos de café. Sentado junto a la mesa, el torso de Martín T. reposa junto a cientos de papeles en desorden en los que puede leerse una larga lista de vocablos. Bajo su cabeza, se hallan la carta de Ingrid y un texto incoherente con el mismo número de palabras. Martín T, ha muerto de agotamiento, pero sus labios corrompidos muestran una leve sonrisa. Tal vez, la dibujaron las dos últimas palabras de la carta. “Te necesito”.



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