septiembre 27, 2018

Breve historia de nubes y hombres

De Jose Fco. Torres Rubio

1. El bosque

He vuelto a soñar con el bosque en el que creo no haber estado nunca. Me hallo entonces en un territorio impreciso, secreta explosión de vida que crece desde los profundos abismos del sueño como un vago rumor de la conciencia. Y, sin embargo, lo siento más real, por ser mío, que las calles y los edificios, y las caras desconocidas, meros decorados en la realidad que no sé si existe fuera de mí.

En ese espacio, donde ya no soy cuerpo, siento como siente la materia que se extravía en las umbrosas hendiduras vegetales. Toco con la punta de mi esencia cuanto me rodea. Percibo en un mismo instante, blanda como una esponja, la consistencia de las hojas que cubren el suelo y la solidez rugosa del caótico esqueleto de troncos que sostiene el peso del bosque; los húmedos efluvios que emanan de la madera descompuesta asaetean el olfato de mi realidad durmiente con idéntica pujanza que la fresca fragancia de las hojas empapadas en agua. Soy parte, en tanto sueño, y testigo, en tanto observo, de la batalla silenciosa, de la pugna cruel por conquistar un diminuto resquicio de vida.

A ras de suelo todo está envuelto en un velo de penumbra mortecina. A pesar de la abundancia de plantas, el bosque no alberga más vida que la vegetal, mudo de los ecos de animales remotos y los exóticos cantos de aves ignotas. El follaje vive en un perpetuo y obstinado silencio.

Este no yo, que siente como si lo fuera, se desliza en el paisaje desordenado con la lentitud de un soplo de brisa, enroscado en los tallos tapizados de musgo, disuelto como un aliento húmedo en las oquedades abiertas por la podredumbre, parsimonioso en la blandura indolente de los helechos. Una senda que no llega a ser camino, se abre entre las paredes de plantas, a veces nítida como una cicatriz orgullosa, otras, engullida por la maleza como un secreto. A través de la espesura de mil celosías, resbala mi cuerpo sin sombra hasta el inesperado precipicio de un claro, donde la vegetación descansa en una ausencia engañosa.

En el continuo balanceo de las hojas mecidas por el viento, los rayos de sol encuentran diminutos espejos que colman las copas de los árboles con breves pestañeos de luz. El aire fúngico se vuelve más denso, casi irrespirable. La piel reluciente del bosque exhala, como un hálito, el vapor blanquecino que asciende como un humo pausado. Mansamente me diluyo, bajo la luz fantasmal, en esa neblina que remonta, a través de angostas chimeneas, la prodigiosa altura de los troncos. En el tamiz anguloso del follaje, la untuosidad lechosa de la bruma se desgarra en vagos harapos de nube. No sé en qué remotos extravíos de mi conciencia me he convertido en una de esas volutas imprecisas que se elevan más allá de la bóveda del bosque. Fuera de su protección, la nube recompuesta de retales deshilachados se desplaza como una ola perezosa que lame la suave ondulación de la montaña. Comienzo a experimentar, en los huesos que no tengo, más que el frío mismo, la sospecha de frío que crece con la altura. Mi cuerpo se encoge líquido bajo un peso que me arrastra. Siento aproximarse el precipicio cercano. Pronto descansaré en la oscuridad silenciosa del bosque. Lluevo.

La luz de la mesilla hace resplandecer en mi piel empapada en sudor la gota que apenas un momento antes he sido.

2. Martín T.

Querida Marta:

Después de cenar, la casa cae en un sopor blando. Solo a través del patio, el vivo murmullo de platos y sartenes, asciende levemente tiznado por los densos efluvios de las frituras. La calle, distante en la quietud de la noche, se recupera del desgaste de un día de voces y pasos. Bajo las luces de la avenida se concentra toda la vida de la ciudad. Qué lejos se adivinan los colores vivos de los coches rompiendo la monotonía de la nada. El silencio como un eco rebota contra las aceras. Desde esa calma mullida te escribo. Siento no haberlo hecho antes. Nunca he sabido demasiado bien cuál es la diferencia entre una razón y una excusa. En estas líneas puede que haya algo de ambas.

Las primeras semanas se han escapado entre ajetreos cotidianos, decisiones domésticas y una burocracia farragosa e inútil. Más que haber perdido el tiempo, creo haberlo echado por el sumidero. Supongo que nunca es fácil adaptarse a los cambios. Mucho más para mí, tú ya lo sabes. He tardado un poco en acostumbrarme a estas calles, que algún día recordaré como mías, a los matices de los sonidos, a las nuevas caras con las que tropiezo cada día y que componen el paisaje humano en el que lentamente me diluyo.

En el trabajo estoy bien, no me quejo. La oficina parece un inmenso panal en el que cada uno ocupa su celda y contribuye en la medida de sus posibilidades a mantener vivo un zumbido que nunca descansa. A mí también me han asignado una celdilla, en la que me dedico, laboriosamente, a producir tanta miel como me resulta posible. Apenas conozco a nadie. Aquí las presentaciones se consideran innecesarias. De ese cometido, el de recordar a los demás cuál es nuestro nombre, se encarga el pequeño rótulo metálico que preside todos los escritorios. Soy el tipo sentado junto a la fotocopiadora. El nuevo. Dos atributos sencillos. Tal vez mañana serán otros. El raro. El callado. De momento, los actuales son suficientes.

No puedo decir que me hayan acogido con entusiasmo, aunque tengo la sensación de que en este lugar las cosas son siempre así para todos. Lo único que he recibido por parte de los compañeros es una media sonrisa forzada en el incómodo lapso de tener que esperar a que la fotocopiadora termine su trabajo. A veces, me ha parecido observar en alguno de ellos el temblor de los labios que están a punto de pronunciar una palabra, de preguntar qué tal va todo, pero no ha sido más que eso, una vaga intención que desaparece cuando de ellos no queda sino una figura de espaldas que vuelve a su escritorio.

Por las tardes, el tedio cae sobre la oficina como un aire pesado y caliente, aislando a cada uno en su propio aburrimiento hasta hacerle perder la conciencia de la realidad que le rodea. En esas horas de vulnerable abandono me entretiene observarlos. Fernández, el tipo que se sienta tres mesas a mi izquierda, tiene la habilidad de hacer rotar el bolígrafo alrededor de su dedo pulgar en un perfecto giro de trescientos sesenta grados. Siempre me han fascinado ese tipo de destrezas manuales de las que carezco por completo. Torregrosa se hurga los dientes con la punta de los clips, que después recompone y utiliza. De cuatro a cuatro y media, Segura no deja de mirar por la ventana el edificio de enfrente. Me pregunto qué hipnóticas visiones podrán provocar en él tal fascinación. A través de estos detalles tan insignificantes, creo que han empezado a formar parte de mi vida.

Después del trabajo vuelvo a casa siguiendo siempre el mismo camino. Las calles ya me han confiado todos sus secretos. Día tras día, encuentro replicados los cajones de fruta en las tiendas de los paquistanís; en la terraza del bar, los mismos parroquianos parecen jugar una única e interminable partida de dominó; es idéntico el escrúpulo con el que atravieso en cada ocasión los raíles del tranvía. Todo se repite para una confortable sensación de seguridad. Sin embargo, sé cuánto hay de engaño en esta frágil impresión de persistencia. Las cajas en la puerta de la frutería, ayer repletas de ciruelas, lo estarán hoy de melocotones, mañana de uva. Llegará el día en que los rostros congestionados alrededor de las fichas, serán sustituidos por otros, que jugarán otras partidas, tal vez otros juegos. Mañana volveré a detenerme frente a las vías como ante un precipicio, pero desde los vagones, otros ojos me miraran sin verme, perdidos en el vacío de ensoñaciones distintas.

He alquilado una casa junto al trabajo. Me doy por instalado a falta de pequeños detalles; he de hacerme con una vajilla nueva (odio los vasos sin personalidad) y decidir si compro una lavadora. Hasta ahora he llevado la ropa a una lavandería cercana, de ésas que funcionan con monedas. Siempre me han producido rechazo los lugares donde la intimidad queda expuesta, y nada se me ocurre más íntimo que la suciedad propia. Sin embargo, he de reconocer que me gusta. Aprovecho las esperas para leer. Cuando me canso, paso el rato mirando la calle a través de los ventanales. La ciudad, por no saberse observada, prescinde entonces de la impostura bajo la que esconde su auténtico rostro. ¡Qué débil se torna el hombre! ¡Qué vulgar! ¡Cuánta enfermedad en su cuerpo! ¡Cuánta vejez acechada de muerte! A veces, debo volver la mirada hacia la lavandería, que es volverla hacia mí mismo, y vigilar el giro hipnótico de los tambores en los que el pensamiento se aturde hasta desvanecerse.

La casa está bien. No es muy grande, pero no necesitó más. Eso me facilita mantenerla ordenada. Desde que vivo solo me paso el día limpiando, o al menos pensando que debería hacerlo. Los platos se acumulan en la pila como ruinas abandonadas. Me parecen absurdos estos actos repetitivos.

Alquilé la vivienda completamente amueblada. Los primeros días me sentí como un extraño. Los cuadros, las sillas, el libro olvidado, el reloj de pared, me parecían símbolos de la intimidad de otras vidas que la mía estaba invadiendo. Apenas pude dormir en una cama donde otros cuerpos se habrían amado. Imaginé en mi desvelo, la casa vacía que otros insomnios llenaron de muebles supuestos –aquí pondremos la mesa-, de pasiones moderadas, de desdichas cotidianas y alegrías posibles.

Llevo una vida tranquila, rodeado de vidas que aparentemente, también lo son. Atesoro el silencio como un bien cada vez más escaso. Los primeros días vivía pendiente del más mínimo ruido, no tanto por el ruido en sí mismo, sino por la posibilidad de que se convirtiera en crónico ¿Recuerdas lo mal que lo pasamos con la tortura de aquel sintetizador? Creo que he tenido bastante suerte en ese aspecto. El vecino de enfrente sólo existe como una ausencia. Vive solo, con ese tipo de soledad que es un refugio. Se nota que es retraído, de los que se azoran en presencia de cualquier extraño. Tengo la impresión de que me caería bien. Apenas he coincidido con él un par de veces, pero sobreponiéndose a su timidez ha respondido a mis buenos días con la suficiente cordialidad como para no hacerme sentir incómodo. Eso es algo que no puedo decir de todos los vecinos. Más allá de estos encuentros esporádicos no lo he vuelto a ver nunca más. Protege con celo su intimidad. Toda su vida sucede al otro lado de las cortinas echadas, permeables únicamente a los destellos del televisor. Alguna noche en la que me he levantado a beber agua, cuando todas las luces del patio estaban apagadas, he encontrado las cortinas descorridas y sus manos apoyadas en el alfeizar de la ventana como manchas en la penumbra. El resto de su cuerpo permanecía oculto en la oscuridad, donde brillaba la brasa rojiza de un cigarrillo. En el buzón he visto que se llama Martín. Martín T.

La campana de la iglesia ha dado la una. Mañana he de levantarme pronto. Es tarde. Cuídate.

3. Origen

Miro a través de la ventana y me abruma la incoherencia del paisaje. El sol brilla en el azul del cielo con una intensidad desacostumbrada; es una luz terca, opuesta a mi vida, a la que tantas sombras oscurecen.

Aún hoy soy incapaz de encontrar una explicación racional para el suceso que todavía me deja perplejo. Sólo queda espacio para las conjeturas. Si he de entregarme a la estéril tarea de suponer, quizá mi cuerpo optó por mutar de puro aburrimiento o decidió, ya que me falta coraje para hacerlo de otra manera, romper con el mundo y las leyes que lo rigen. Ignoro de la misma manera, qué excepcionales procesos desencadenaron en mi organismo un hecho tan insólito. Me faltan conocimientos y ganas. Sin embargo, tengo la absoluta certeza de que la angustia que siento crecer silenciosamente, como una uña venenosa, es el germen de todo cuanto ha ocurrido.

Hacía un tiempo, cuyo comienzo no sabría situar en un calendario, que mi vida era sólo inercia, una sucesión de días que no dejaban a su paso ni la más leve huella en mi memoria. A fuerza de similitudes, cada jornada, idéntica hasta en los detalles más insignificantes, podría haberla situado en otra semana, en otro año, en otras vidas. Abandonaba el tedio de un trabajo monótono por el hastío de mi refugio, en el que me esperaban, sin sentido, las actividades cotidianas del existir. En ese vacío insípido me había instalado cuando esta historia absurda vino a comenzar.

En los días en los que el calor era más intenso, el patio mantenía como disuelto en el aire un ligero frescor que hacía agradable el regreso a casa, aunque sólo fuera durante los escasos segundos en que se tardaba en recorrerlo de un extremo a otro. No era infrecuente que, al abrir la puerta, la primera bocanada que recibía a los vecinos estuviera perfumada con la fragancia floral de un ambientador barato o la viscosa pesadez de un guiso. Sin embargo, en aquella ocasión, lo que flotaba en la penumbra eran los restos desvaídos de un perfume, que aventuraban estelas de una presencia reciente. Aún conservaba el vivo recuerdo de un verano cada vez más remoto, en el que la intensidad de aquella esencia se acentuó en el calor de una piel húmeda. Tuve una crisis en la misma escalera. Una náusea, física, tangible. Recordaba vagamente otras aprensiones, otras náuseas.

Busqué en la cama el precario amparo del sueño. La angustia seguía aferrada a mi estómago con la insistencia en el mordisco de un perro de presa. Me eché sobre el colchón, ovillado, como el insecto que se protege del leve roce de un dedo. Sentía en la sien el duro martilleo de cada pulsación. Pasó por mi cabeza la idea de la muerte, pero no una muerte abstracta y lejana, sino la mía, sobre estas sábanas que mi cuerpo empapaba en sudor. Cada latido era la premonición del último esfuerzo de mi corazón animal. Después vendría el espanto de la nada. La definitiva oscuridad tras los párpados apretados.

Quería moverme, pero sentí los músculos entumecidos, tal era la fuerza que hacía por mantenerme replegado sobre mí mismo. La náusea había dejado de atenazarme el vientre y ascendía como la oleada de un fluido viscoso que pugnaba por derramarse fuera de mí. Tuve la sensación de verme rodeado nuevamente de la vegetación espesa del bosque. El aire, más húmedo y denso, pesaba como un manto empapado. Respirar se había vuelto lento y dificultoso, como en la extraña torpeza de un sueño. De mi piel vi surgir finas hebras de un vapor lechoso, que se elevaban con la parsimonia de los cuerpos que se mueven en el agua. No sentí dolor, solo un vacío. Una parte de mí, pues de mí había nacido, ascendía hacia el techo en erráticas espirales que se acumulaban hasta tejer una nube del tamaño de un cojín. Parecía densa y perfectamente ovalada, como lo habría sido un pequeño zepelín de algodón. Ocupaba allí arriba el lugar de un dios primitivo, al que habría de entregar mi destino. Exhausto, dormí profundamente.

Un rumor de campanas se elevaba como una advertencia en los rescoldos de un sueño todavía humeante. Aún escuché durante un momento las voces imaginadas que se apagaban bajo la solidez metálica del sonido lejano. Ya despierto, con los párpados cerrados, vi con los oídos el campanario distante, los pasos en la calle, la ventana abierta. En la espalda traía pegado el frío de agua evaporada; en el pecho la desagradable sensación de humedad tibia. Las paredes reflejaban la claridad pujante de la tarde. El tacto viscoso del lecho líquido me devolvió el movimiento. Giré sobre mí mismo, con los ojos todavía velados por el sopor. Contra el azul de la habitación, la nube solitaria parecía atravesar un cielo despejado. Existía en la misma realidad que los muebles, que los cuadros, que la luz que me doraba el dedo gordo del pie. Resultaba fascinante y terrorífica, como todo lo incomprensible.

Advertí que la nube, justo encima de mi cabeza, me acompañaba hasta el cuarto de baño. Mis intentos por disolverla no tuvieron resultado. El movimiento de mis manos espantando una mosca imaginaria no llegó a afectarla. Tampoco abanicarla con el periódico. El chorro de aire del ventilador la atravesó sin provocar en ésta el más mínimo cambio. Seguía atada a mí por un hilo invisible, como una luna que no descansa. No insistí. Me faltaban fuerzas y constancia. Dejaría que el problema se resolviera por sí solo. La nube caería por su propio peso.

Intenté ignorarla. Preparé algo de cenar y encendí la televisión. Echaban un partido de fútbol. Jugaba el equipo que una vez fue el mío. Lo estuve viendo un rato, pero acabé por apagar. Era imposible concentrarse en otra cosa que no fuera aquella presencia vaporosa que parecía vigilarme. Dejé a oscuras el comedor y me senté a fumar un cigarrillo. El resplandor de la llama del mechero me hizo pensar que no había probado a aplicarle fuego a la nube. En ese momento me dio pereza. Mejor lo dejaría para mañana. La calle parecía dormida. Si al despertar, la nube continuaba sobre mi cabeza, debería llamar al trabajo para avisar de que no podría ir. De momento, la excusa del catarro serviría. De repente, el clamor distante de un grito en miles de gargantas creció hasta romper nítidamente en una palabra que permanecía flotando en el aire: GOOOOL. Aunque todo estaba perdido, aún podía sentir la punzada de alegría colectiva que solo el fútbol era capaz de proporcionar. En el piso de al lado alguien vociferaba. Unas pequeñas gotas comenzaron a mojar mi cabeza. Estaba lloviendo dentro de mi casa. La nube que tenía anclada sobre mí se estaba disolviendo en una ligera llovizna.

4. Falso aviso

Es una ley no escrita por los hombres, que el futuro, al convertirse en presente, rara vez adquiere la presencia que le habíamos supuesto. Así, muchas de nuestras expectativas son finalmente defraudadas, y en no pocas ocasiones, el sufrimiento de nuestros más íntimos desvelos ha acabado por revelarse completamente estéril. De esta mutación no fui consciente hasta el día que perdí la virginidad – así llamaban los bomberos al primer fuego en el que intervenía un novato-, cuando, para mi sorpresa, la realidad se empeñó en mostrarse totalmente distinta a como la había imaginado.

Aquel día, que había de ser el de mi cita con las llamas, la luz del alba adquirió, sin que yo supiera explicar en qué consistía el cambio, un matiz que la hacía distinta, por así decirlo, a la idea que nunca tuve sobre este detalle tan insignificante. Todo cuanto conformaba mi mundo cotidiano desprendía una falsa impresión de novedad. Mi encuentro iniciático con el fuego, había que asumirlo, no se asemejaría a las fantasías largamente amasadas en mis insomnios.

Tantas veces había visualizado lo que aún estaba por llegar, que alcanzó en mi conciencia la naturaleza de un recuerdo. Podía describir, como si lo hubiera visto con mis propios ojos, el viejo edificio de fachada sucia; y entre todos los balcones, uno en la segunda planta, igual en apariencia a los otros, pero más triste, con la pintura de los barrotes descascarillada por la herrumbre. Tras el balcón, la ventana abierta enmarcaba un rectángulo de oscuridad impenetrable que parecía la mueca de una boca desencajada por el espanto. De esa abertura a las entrañas de la casa asomaba furiosa una lengua de fuego que trepaba las paredes, tiznándolas con una mancha negra semejante a una sombra siniestra. Todo era frenético; las carreras de los vecinos, el crepitar de las llamas que se agitaban violentamente en el vacío, incluso la densa columna de humo que ascendía vigorosa sobre los tejados con el aspecto de una nube envenenada; todas esas imágenes se diluían en la voracidad del presente. Ahora que llegaba el momento en que debían materializarse, no alcanzaban a tener más consistencia que la vaga impresión de un sueño recién despertado.

En mi primer día de servicio la estación permanecía en una aparente tranquilidad. Los quehaceres cotidianos ocupaban el tiempo sin dejar espacio a otras preocupaciones, como si mis compañeros tuvieran la certeza de que en el minuto siguiente no iba a producirse ningún aviso. Sólo yo parecía vivir aquellas horas pendiente de la campana, desgranando los segundos como si cada uno de ellos me acercara a un precipicio. Me preguntaba si bajo esa supuesta calma se escondía la misma sombra de inquietud que los entregaría al juego de recordar el futuro.

A las 16:45 el sonido de la campana decantó hacia la agitación el equilibrio de una calma que descubrí inestable. El silencio dejó paso a un barullo de sillas y cuerpos que, empujados por un resorte, se lanzaron a una serie de carreras caóticas, cuyos destinos, sin embargo, estaban perfectamente definidos por el número de una taquilla. El mío era el 12, una cifra hueca, vacía de contenido, que no se asocia a la victoria, ni siquiera al pódium; unos dígitos que no son portadores de la suerte ni del infortunio. Un número gris, insípido; de novato.

De camino al incendio se hablaba poco. Una inquietud, diferente a la de la espera crispaba los rostros. Ahora afloraba en las miradas la inmediatez del peligro, la realidad inaplazable del fuego. Atravesamos las calles abriéndonos paso con la autoridad estridente de la sirena. La ciudad vista desde el camión se había transformado en un escenario. Las fachadas de los edificios, amarillos bajo la intensa luz de la tarde, quedaban rápidamente atrás, como pedazos de un gran decorado, en el que las figuras, transformadas en lívidos girasoles urbanos, detenían su paso para seguirnos con la mirada.

Cuando llegamos al número 7 de la calle Cubells, había pequeños grupos de curiosos diseminados alrededor del edificio. En sus ojos se apreciaban los restos de un temor todavía no digerido. El escenario no se ajustaba a lo que el manual tenía previsto para un caso de incendio; no había indicio alguno de humo o fuego. El aire tenía una densidad extraña, pero carecía por completo del característico olor a quemado. El cabo Ferrer se dirigió a un hombre de los que habían venido a contemplar la escena, quién sabe si por curiosidad o por simple aburrimiento. Lo escogió porque parecía, de entre todos los allí congregados, el más sereno. Ésta era una cualidad de suma importancia. En las personas que se dejan llevar por las emociones la percepción puede verse tan alterada que acaban por ver cosas que nunca han sucedido. Es, posiblemente, una reacción mezcla de los nervios y la autoestima. Quizá están tan cansados de su vida anónima, que cuando las circunstancias los convierten en protagonistas, no dejan que la realidad les estropee una buena historia. Elegir bien era una de las labores que debía desempeñar un cabo y que no se podían aprender en ningún manual. Las preguntas debían ser cortas y claras.

-¿Dónde es el incendio?

-En la segunda planta, donde las ventanas abiertas. Un momento antes de llegar ustedes se veía salir una columna de humo blanco muy espeso… Mire, todavía se ven restos en el cielo.

Estaba señalando a una nube que se mantenía fija sobre sus cabezas.

-¿Vive usted en el edificio?

-Sí, en la tercera planta.

-¿Sabe si queda alguien en el interior de la vivienda?

-Hemos estado llamando a la puerta, pero no ha contestado nadie.

El cabo Ferrer hizo un gesto, y Mora y yo entramos en el patio cargados con las herramientas. Nunca antes las había sentido tan ligeras. Mi cuerpo respondía pletórico a todas las órdenes. En la escalera vacía retumbaron con estruendo las carreras y los golpes. La segunda planta se hallaba completamente en calma. Podría decirse que nos recibió con la misma tranquilidad que encontraría un vendedor de seguros. La puerta de la vivienda presuntamente siniestrada estaba entreabierta. En el inesperado silencio las pulsaciones martilleaban rítmicamente en la sien. Mora fue el primero en entrar. Había que respetar las jerarquías. Empujó la hoja de la puerta con cautela. En el interior, encontramos un tipo vestido ridículamente con un albornoz. Parecía salido de la ducha. El pelo, completamente empapado, lo tenía pegado a la frente y de los mechones apelmazados por el agua, todavía se desprendían gotas que el tejido de la bata de baño embebía sin dejar rastro. En sus manos sostenía una fregona con la que intentaba recoger el charco de agua que se extendía por gran parte del salón. Nos miró avergonzado, como pidiendo disculpas por el patetismo de la escena que estábamos obligados a contemplar. Saltándome el protocolo pregunté primero.

-¿Es usted el propietario?

La pregunta era aún más ridícula que el albornoz.

-Sí, he tenido un pequeño problema con una cañería, pero ya está resuelto.

Su voz pausada intentaba transmitir una calma que sus ojos se empeñaban en desmentir. Esta vez Mora no me dejó intervenir.

-¿Y el fuego? Hemos recibido un aviso alertando de que salía mucho humo de esta vivienda y que nadie del interior respondía a las llamadas.

Lo que vino después fue una titubeante explicación sobre una ducha que se prolongó más de lo esperado, una olla con agua al fuego y vapor saliendo por la ventana como si se tratara de una locomotora. Nada de esto parecía estar relacionado con el aparatoso charco en el que tipo chapoteaba con los pies desnudos. Una gota hacía equilibrio en la punta de su nariz sin decidirse a caer. Mora insistió en preguntarle por la cañería rota, pero sólo recibió una respuesta desganada. Todo estaba solucionado ya. No tuvimos más remedio que dar por buena aquella sarta de mentiras y abandonar el lugar; después de todo nos habían llamado para apagar un incendio y fuera lo que fuera lo que allí había sucedido nada tenía que ver con el fuego.

Al salir a la calle comprobamos que la llegada del camión había convocado a más curiosos. En algunas caras aún quedaban las huellas sucias de llantos resecos. Mora se encargó de hacer un breve informe de lo ocurrido en la vivienda. El cabo Ferrer balanceó la cabeza con un gesto de desaprobación. A nadie le gusta que le tomen por imbécil. La extraña nube que habíamos visto al llegar seguía en lo alto del edificio como una fotografía.

De vuelta al parque, ya sin el peso de la incertidumbre, pensaba con cierta tristeza que sólo había perdido la virginidad a medias, que esta salida no fue sino una falsa alarma, un simulacro de incendio, y que aún debería esperar para recibir mi auténtico bautismo de fuego.

5. Una vida negada

Tras el incidente de los bomberos di el problema por resuelto; en la vivienda no quedó el menor rastro de nube. Se había esfumado por la ventana arrastrando con ella toda mi aflicción. Después de mucho tiempo me sentí liberado. Esa misma tarde llovió. Fue uno de esos chubascos en los que las gotas de lluvia reflejaban la luz del sol como diminutos espejos. Durante un tiempo, todo regresó a una cierta normalidad. Las crisis parecieron remitir. Sin embargo, sin que hubiera un motivo para ello, crecía a veces en mí una vaga inquietud, como el presentimiento de una desdicha que me obligaba a comprobar que el espacio sobre mi cabeza permanecía despejado. No eran más que aprensiones, pensé. Con el paso de los días me sentí aliviado de volver a la puntual estridencia del despertador, al primer café con leche de la mañana, a la blanda somnolencia en los trayectos de autobús, al segundo café con leche, tan insulso como el primero, a la bata de laboratorio que no me decido a lavar, a la cena ligera y película y a las campanadas de la iglesia que ya no sé si escucho despierto.

El trabajo era un buen aliado para regresar a mi vida anterior. Tenía, por su naturaleza, mucho de minucioso y rutinario. Eso me permitía extraviar el pensamiento hacia la tarea mucho más estéril, pero irrenunciable, de conocerme a mí mismo; di mil vueltas a mi relación con N., a la muerte paulatina de las esperanzas, a la decadencia en un futuro cada vez más determinado. Pensar en mí mismo, en mi vida, me libraba de disolverme en un bullicio de mediocridad. Yo era lo único que me quedaba.

Una mañana me convocaron a una reunión. De aquel discurso insustancial sobre reestructuraciones, productividad y eficiencia, lo único que recuerdo fueron las palabras que disolvían para siempre la soledad en la que tan plácidamente pensaba en mí mismo: Desde mañana trabajarás con A. Me la presentaron allí mismo. Era una chica joven y, según las referencias que me dieron, muy preparada. Seguramente, más que yo. Al día siguiente comenzamos a compartir laboratorio.

No sé si por un elevado sentido de autocrítica o, simplemente, porque carezco de ellos por completo, me resulta complicado atribuirme cualquier mérito por pequeño que sea. Sin embargo, creo poseer la virtud, peligrosa, por lo que tiene de conjetura, de conocer a las personas en apenas unos minutos. En muy poco tiempo A. me ofreció los suficientes indicios como para no equivocarme. Más allá de su voluntad de hierro, esta mujer de aspecto frágil, casi aniñado, me pareció una de esas personas grises que no tiene nada que decir, al menos nada que haya procesado por su cuenta. Regurgitaba ideas y pensamientos masticados por otros, lo que le permitía mantenerse en la confortable calidez del rebaño. A pesar de que acabábamos de conocernos, hablaba sin parar. Tuve la sensación de que hacía preguntas cuya respuesta conocía, sólo por evitar un silencio que le resultaba evidentemente molesto. Con el paso de los días, su confianza se fue afianzando. Se sentía cada vez más libre de introducir entre las consultas sobre el funcionamiento del laboratorio, apuntes de su vida personal, que finalizaba con preguntas -¿No te parece?- que me obligaban a intervenir con una breve afirmación, aunque hubiera perdido el hilo de su monólogo hacía bastante tiempo. Para cuando terminó la semana, su charla insustancial lo ocupaba todo, como una avalancha que había arrastrado todos mis pensamientos. Me sentía anulado por el martilleo incesante de su voz. Opté por no contestar a sus absurdos dilemas, dejarla en la incomodidad de la pregunta sin respuesta colgando en sus labios. Para eso yo también debía condenarme al momento embarazoso del silencio hasta que su tenacidad volviera a situarme frente a otra encrucijada. El método no funcionó. Tardó poco en acostumbrarse a mi reserva y convertir nuestras exiguas conversaciones en monólogos que nada era capaz de apagar. El proceso de tortura y anulación no tenía vuelta atrás. Había dejado de existir; me había convertido en espectador de otra vida que negaba la mía. Fantaseé con la posibilidad de buscar otro trabajo, de ganar un premio en la lotería y alejarme de este aturdimiento. Sin embargo, sabía que esas no eran sino ideas descabelladas. Mañana debería volver al trabajo y sucumbir a la nada. En esa negación de cualquier esperanza, en la certeza de mi situación, volvió a gestarse la angustia. No pasaron muchos días hasta que tuve una crisis.

La frágil normalidad en la que había vivido las últimas semanas se quebró con el primer sudor incontrolado. Esta vez, no podía dejarme llevar. Tenía que mantener la calma para atenerme al plan que había trazado. El incidente con los bomberos no se podía volver a repetir. Con los primeros síntomas de la crisis debía llegar a la azotea tan rápido como fuera posible. Lo hice dando tumbos, con el vivo temor de que los golpes atrajeran la atención de algún vecino. Apenas tuve tiempo de abrir la puerta y caer derrumbado. En esta ocasión el proceso fue más intenso. Las delgadas hebras que mi piel había liberado en la primera exudación dejaron paso a una especie de aura vaporosa. La niebla espesa ascendía lentamente hacia un cielo oportunamente plomizo.

Cuando todo hubo terminado una densa nube con forma de balón de rugby y un tamaño mayor que las anteriores, ocupaba un lugar en el cielo encapotado. Pasé un buen rato recogiendo el rastro de agua que en el camino de ida y vuelta había dejado en la escalera. Por la tarde, el aire comenzó a soplar con largos gemidos que resonaban en la calle estrecha. Las ventanas del patio temblaron y alguna puerta se cerró con la violencia de un estallido. Pensé, que la naturaleza se compadecía de mi aflicción enviando aquel viento que arrastraría todas las nubes, incluyendo la mía, muy lejos, a otros lugares donde la gente la admiraría como un espectáculo de rara belleza antes de teñirse de tormenta y caer convertida en un melancólico aguacero.

El amanecer fue sereno y azul. Los tejados comenzaban a definir su color terroso, desperezándose de la penumbra sucia que los envolvía. Tomé una ducha rápida y encendí prematuramente el primer cigarrillo del día. Quizá todo habría terminado. Subí pesadamente la escalera que llevaba a la azotea. Con cada peldaño que quedaba atrás crecía la tentación de dar media vuelta y alejarme tanto como fuera posible de todo lo que pudiera estar esperándome allí arriba. El hueco de la puerta enmarcó el cielo aún blanquecino del amanecer, completamente despejado. Era una mañana fresca y limpia. Al acceder a la terraza, levanté la cabeza y la vi allí, una densa nube ovalada que seguía mis movimientos. Un aura dorada comenzaba a asomar tras la silueta irregular de los edificios.

6. La conversación

Pepe se ha detenido bajo la luz anaranjada que ilumina la esquina de la calle que da al mercado. Tan quieto está, que podría pasar por una estatua, de no ser por el leve balaceo en el que se debate su cuerpo. Le pesan los labios, los párpados, el brazo a medio levantar. Todo él es cansancio. En su rostro congestionado se hace patente la acumulación de días de hastío y alcohol.

Paco observa con el arrobo que sólo tienen los borrachos las tres sombras mellizas que le preceden, heterogéneas en su forma, de oscuridad espesa la que ocupa la posición central, de la que únicamente parecen vagos reflejos las que se hallan a un lado y al otro. Había seguido caminando sin advertir que su amigo quedaba atrapado como un gigantesco insecto bajo la luz de la farola. Solo repara en la ausencia, cuando escucha su voz, que esperaba más cercana.

-¿Sabes qué me cabrea?

-¿Qué coño haces ahí parado?

-El incivismo.

-No me jodas, Pepe, que es muy tarde.

-El puto incivismo.

-Venga, muévete.

-Cada uno hace lo que le da la gana sin pensar en los demás.

-Piensa tú un poco en mí y pásame el vino.

-Toma la mierda de vino y revienta.

El cartón se convierte inesperadamente en un arma arrojadiza, sin embargo, la descoordinación y la rigidez de los músculos no permiten que el lanzamiento tenga la fuerza y precisión necesarias. El recipiente describe en su lenta trayectoria una triste parábola que apenas consigue llegar hasta su amigo. A Paco, más que su integridad física, lo que le preocupa es la cantidad de vino que pueda derramarse. A pesar de sus movimientos inseguros, logra interceptar con bastante habilidad el cartón que estaba a punto de estrellarse contra el suelo. Las pérdidas se reducen a unos pocos círculos pardos en la acera.

-¡Qué mala hostia se te pone cuando el tinto es malo!

Con el sobresalto todavía asomando a los ojos, Paco lame cuidadosamente las gotas que le escurren por la mano, como breve anticipo del trago, ávido y amplio, que sus labios temblorosos toman directamente del cartón.

-¿Te has fijado en esta calle?

Al amigo, esta pregunta aún le encuentra con el resuello del vino recién trasegado.

-¿Qué le pasa? Es una, como cualquier otra. Más fea y estrecha, si acaso.

-Joder, lo tienes delante de las narices y no lo ves.

-¿Qué quieres que vea?

-Egoísmo… por todas partes. Hasta un borracho como yo se ha dado cuenta. ¡Sí, un borracho!

El grito lanzado contra la calle no tiene respuesta. Ninguna luz se enciende. Ningún ruido de persiana levantada.

-No grites que te van a oír.

-Digo lo que me da la gana y al que no le guste que se joda.

-¡Cállate ya, hombre! ¿A ti qué coño te pasa?

-Míralo tú mismo. Estos coches están mal aparcados.

-¿Y qué? Tú no tienes coche.

-Están muy pegados. Intenta pasar. ¡Venga, inténtalo! Sólo se puede de lado. ¡No respetan la distancia! Si alguien se pone enfermo y hay que sacar el coche, no se va poder… Se va morir en la calle.

Tambaleándose junto a los coches, Pepe los señala con un brazo vacilante.

-El amarillo mal aparcado; el rojo mal aparcado; el blanco, ¿tú has visto el blanco? Está tocando la furgoneta ¡Que no se puede aparcar así! ¡Que en las casas hay enfermos!

De pura rabia, Pepe, da una patada a la rueda de un coche.

-¿Tú estás loco? Va a venir la policía y nos van a quitar el vino.

Los balcones, las ventanas, las terrazas, todo permanece indiferente.

-¿Qué calle es ésta?.....Cubells. Que bajen a decirme algo si tienen huevos.

-Vámonos, no hagas más el imbécil.

-Que venga la policía. Si yo fuera madero, los multaba a todos.

Va y viene sobre el mismo tramo de calle. A veces, parece que desiste, que va a olvidarlo todo y seguir su camino, pero una barrera que sólo él ve, le hace dar la vuelta e insistir.

-Al amarillo, al rojo, y al blanco, a la puta furgoneta. La fila entera. Si es que toda la calle está igual ¡Yo traía la grúa y me los llevaba todos! 200 € a cada uno, para que aprendan.

-Déjalo ya, que al final nos vamos a meter en un lío.

Paco tira de su amigo, arrastrándole hacia el final de la calle.

-Paco, tú estás ciego; no ves ni a un palmo de ti, o lo que es peor, lo ves y te da igual.

-Yo lo que quiero es beber tranquilo.

-Pues bebe, hombre, bebe, pero deja un poco para mí.

Paco le ofrece alegremente el vino, que Pepe bebe con ganas.

-Así me gusta, Pepe. Bebe tranquilo que todavía nos queda un cartón.

La calle desemboca en una pequeña plaza con árboles y bancos de madera. Es un buen lugar para beber y pasar la noche.

-Aquí estaremos bien.

Pepe, completamente estirado sobre los travesaños de la cama improvisada, no le presta atención, ocupado en sus propios pensamientos.

-Mira aquella nube, Paco.

-¿Cuál?

-Aquélla, la que no se mueve.

-¡Hostia, parece un balón de rugby! ¡Qué guapa! Si tuviera una cámara le haría una foto.

-La tengo controlada, ¿sabes? Va y viene, pero siempre acaba ahí. Y la jodida está cada día más grande.

-Qué mal te está cayendo el vino.

-Te digo que por el día desaparece y por la tarde vuelve. Después se queda quieta encima de ese edificio.

-¿Y dónde va, si puede saberse?

-Un día, a eso de las ocho, la vi seguir la avenida.

-¿Hacia el centro?

-No, hacia el norte. Luego, sobre las cuatro, volvió.

-O sea, que tiene jornada de funcionario.

-Vete a cagar.

-Toma, echa un trago y cierra el pico un ratito.

7. Los Ferragut

Una masa de nubes tapiza el cielo de la ciudad con un manto de vientres superpuestos que abarca toda la gama de grises, desde la oscuridad amenazadora de las convexidades, hasta la blancura sucia donde se intuye la proximidad del azul oculto.

Se trata de una foto tomada en 1984 por Gregorio Ferragut, según consta en el pequeño rótulo de letras blancas situado en la esquina inferior derecha. Los años han atenuado la intensidad de los colores, y los márgenes, que eran originalmente blancos, han adquirido el tono amarillento de las fotografías antiguas. Lleva tantos años envejeciendo en la misma pared, que a fuerza de estar expuesta se ha vuelto invisible. Quizá ésa es la razón por la que ha conseguido escapar de un destino polvoriento en las estanterías del archivo, o de acabar sonoramente descuartizada en el fondo de un cubo de basura. Es ya únicamente una mancha en la pared. Solo su repentina desaparición provocaría, en quienes estuvieran familiarizados con el lugar, la extraña desazón de saber que alguna cosa ha cambiado sin alcanzar a descubrir qué es lo que hay de diferente.

Sin embargo, Ismael Ferragut, si se lo propusiera, podría reproducir, con los ojos cerrados, hasta el más mínimo detalle de aquella fotografía colgada ante él, tantas han sido las veces que aquel cielo amenazador le ha rescatado del vacío en el que le sumen las interminables esperas frente al despacho que fue de su padre. En esas ocasiones, siempre ocupa el enorme sillón que hay en el pasillo, única alternativa a permanecer de pie. Tan desproporcionadas son sus dimensiones, que cualquiera sentado allí parece estar siendo devorado por una boca gigantesca que lo tiene a medio engullir. A veces, ha creído, que su padre dispuso de aquella butaca como un arma psicológica, que convertía mágicamente en pigmeos a cuantos estuvieran esperando para reunirse con él.

Hoy, es él el que ha llegado anticipadamente a su reunión con el doctor Molina, por eso no deja de consultar con impaciencia las manecillas del reloj que aún no señalan la hora exacta de la cita. Lo único que calma la ansiedad de la espera, aunque sea levemente, es frotar entre sí dos pequeñas esferas de acero que sostiene en la mano derecha. Quizá debería haberme puesto corbata.

En realidad, Ismael Ferragut, hace mucho más tiempo que espera. Más de tres años. Tres años de obediencia y silencio. Tres años aguardando pacientemente una oportunidad que le permita dejar atrás el tedio de un trabajo rutinario al que parece estar condenado.

-¿Puedo pasar Dr. Molina?

-Adelante Ferragut, siéntate ¿Cómo está tu padre?

-Bien, intentando mantenerse ocupado. Es demasiado inquieto para quedarse en casa sin hacer nada.

-Siempre activo. El día que deje de hacer cosas es cuando habrá que empezar a preocuparse… Salúdale de mi parte.

-Lo haré.

-Bueno Ferragut, te he hecho llamar por otro asunto.

-El informe Cubells.

-Sí, el informe Cubells ¿Qué tienes que contarme?

-En el dosier están todos los detalles.

-Quiero que me lo expliques tú mismo.

-En realidad no hay mucho que añadir. Las fotografías que he adjuntado al informe son bastante explicativas.

-¿De dónde han salido?

-Nos las han hecho llegar a la dirección electrónica del centro.

-¿Quienes?

-Gente anónima, aficionados a la meteorología.

Ferragut hace una breve pausa para que el doctor Molina revise las imágenes de un informe que a todas luces no se había tomado la molestia de estudiar.

-Se trata de una nube ovalada. A mi modo de ver, demasiado perfecta para que sea natural. La primera fotografía es ésa, con el cielo completamente azul. Después fueron llegando las siguientes, todas tomadas en el mismo lugar. En la serie se aprecian dos cambios; el primero, el cielo, que unas veces está despejado, y en otras ocasiones, totalmente cubierto. Esto sugiere que sin duda se tomaron en días diferentes. La segunda variación indica que, aunque la nube mantiene su forma, el tamaño aumenta. Resumiendo, puede decirse que hay una nube extraña anclada a la altura del número siete de la calle Cubells, en Valencia capital.

-¿Y no podrían estar trucadas esas fotos?

-También yo lo pensé, por esa razón, algunas de las fotografías del informe las he tomado yo.

Molina apartó los ojos del dossier y miró fijamente a Ferragut, sorprendido por una capacidad de iniciativa que no le suponía.

-¿Has estado allí?

-Lo he visto con mis propios ojos tal como ahora le veo a usted.

-Y bien, ¿cuál es tu conclusión?

-Desde luego es un caso insólito. Me recordó a una central nuclear.

El doctor Molina arqueó las cejas desconcertado por la extraña asociación de ideas que acababa de hacer Ferragut.

-Hace años visité con mi padre la central de Cofrentes. Las instalaciones estaban en el fondo de un valle. Cuando se tomaba la carretera que conducía hasta la parte baja, llamaba la atención la pareja de nubes de vapor que alimentaban continuamente las dos chimeneas. Siempre estaban allí, vigilando desde el cielo.

-¿Te parece que pueda ser éste un caso parecido?

-No lo creo. Ni en la calle Cubells, ni en los aledaños hay una industria o chimenea que sea capaz de producir una nube como la de las fotografías.

-Y aunque la hubiera, su forma es demasiado perfecta.

-También pude comprobar que el viento no la afecta; vi cómo arrastraba el resto de nubes mientras ésta permanecía inmóvil en el mismo punto.

-Éste es un tema muy serio, Ferragut. Tu apellido todavía pesa mucho en estos círculos y no me gustaría verte dar un mal paso ¿Le has comentado el caso a tu padre?

-Usted sabe mejor que yo cuál es mi situación aquí, los rumores corren como la pólvora. Creo que nadie me ha perdonado que le quitara el puesto a Ricardo. Él llevaba más años aquí, estaba integrado. No lo dirán abiertamente, pero para la maledicencia popular fue mi padre quien influyó en usted para que yo consiguiera la plaza.

-Tú no tienes nada que reprocharte y yo tampoco. El resto es problema de ellos.

-Lo sé. Sin embargo, sería muy importante para mí resolver este asunto sin la ayuda del apellido Ferragut.

-Está bien, de momento te vas a encargar del caso. Los informes me los harás llegar personalmente, sin consultar a nadie más. Te voy a ayudar.

-Muchas gracias.

-Ahí fuera yo también tengo mis enemigos, esperando a que me equivoque para no desperdiciar la ocasión… Si no nos andamos con pies de plomo, puede que ese momento llegue pronto. Mañana prepárate para salir de viaje. Vamos juntos a Valencia.

-Está bien.

-Una cosa más Ferragut; mucha discreción.

8. Obsesión

Desde hace unos días he dejado el trabajo. No sé cuánto tardaré en regresar, ni siquiera sé si podré hacerlo. Las últimas semanas la situación en el laboratorio se había vuelto insostenible. La mayor parte del día lo pasaba mirando por la ventana, mientras las tareas se acumulaban sin que pudiera dedicarles la más mínima atención. Aunque la nube quedaba fuera de mi vista, podía seguir vigilando su sombra densa y oscura, proyectada como un fantasma ovalado sobre la pared del edificio contiguo. Estaba obsesionado con la idea de ese maldito engendro persiguiéndome por la calle, posado sobre mis hombros como un peso invisible.

Es un hecho comprobado, que cuando una enfermedad o una preocupación se dilatan en el tiempo, pueden llegar a infiltrarse tanto en la médula de nuestra existencia que todo lo acontecido anteriormente resulta tan lejano como el relato de otra vida. El pasado sólo es un doloroso recuerdo de todo lo que hemos perdido por el camino. De la plenitud de los días azules queda únicamente la nostalgia. Un terror íntimo y cotidiano como una fiebre ha envenenado la placidez de las tardes sin crisis. Todo, hasta el más ínfimo detalle, queda ensombrecido por la nube. Creo que pienso en ella constantemente. Sé que está ahí, aunque la ignore, esperándome con una lealtad lacerante. ¿Cuál será el fin de esta historia? A veces, sueño en una última crisis, la más intensa de cuantas he padecido. Vuelvo a contemplar las espesas hebras blanquecinas retorciéndose en el aire, pero en esta ocasión, es mi propio cuerpo el que se desvanece, son mis propias células disgregadas en forma de miles de átomos de vapor las que ascienden lentamente para incorporarse a la nube en un postrero tributo.

9. La carta de Fulgencio G.

A la atención del señor Manuel Sánchez Quesada, administrador:

Muchas han sido las cavilaciones, muchos han sido los pensamientos a los que he dado mil vueltas antes de decidirme a dar este paso. Si finalmente he tomado la decisión de escribirle es porque es usted mi única opción. No me fío de nadie más. El resto de vecinos no me inspiran la menor confianza. Ni siquiera puedo contar con la policía. Lo único que les preocupa es poner multas y mantenerse alejados de los conflictos de los que no puedan sacar ningún provecho. Recuerde lo que sucedió con el vecino que escupía a la calle desde su balcón. No sólo no me hicieron el menor caso, sino que, incluso, llegaron a insinuar que su trabajo no consistía en dirimir disputas vecinales, como si el hecho en sí no fuera un atentado contra la higiene y las buenas costumbres. El resto de la comunidad no quiso apoyarme, aunque supongo que aquella desagradable costumbre les repugnaba tanto como a mí. Si no se quisieron enfrentar al problema es porque todos tenían hábitos igualmente reprobables que también querían ocultar. En ese aspecto la lista era bastante extensa. El vecino del primero, aprovechando la impunidad de la noche, echaba a la calle el agua de la garrafa que durante el día acumulaba su aire acondicionado. A veces, dudaba de si no nos encontraríamos en plena Edad media, cuando se baldeaban las aguas a la vía pública ¿Se acuerda usted del inquilino que hacía gimnasia a las doce de la noche? Todos los días al acostarme escuchaba unos ruidos sordos que no lograba reconocer. Lo más extraño del asunto es que había en ellos una cierta cadencia. Tuve que emplear un estetoscopio (comprar este aparato ha sido el dinero mejor invertido de mi vida) para descubrir que se trataba de los crujidos de una máquina de ejercicios. Usted sabe que intenté ser dialogante. Para no crear tensiones innecesarias, colgué en el patio una nota donde se advertía a la comunidad que se abstuviera de realizar cualquier ejercicio pasada la medianoche, exceptuando, claro está, los de índole sexual, el volumen de los cuales también debería mantenerse dentro de los límites que aseguraran una convivencia pacífica. Fue en vano. Si el causante de las molestias dejó de lado sus ejercicios, lo hizo porque después de unas cuantas semanas, se cansó, no porque le influyera en modo alguno mi petición. Incluso, con el claro ánimo de molestar -esto he de reconocer que es una apreciación subjetiva- las prácticas sexuales en el edificio se volvieron más bulliciosas (aquí volvió a ser útil el estetoscopio). Tampoco he podido olvidar la continua tortura a la que nos sometió aquel chico de los pelos alborotados con sus clases de viola, que más parecía dedicarse a destripar gatos que a hacer música, o a la vecina, que en plena gripe aviar, se paseaba por la escalera con un loro posado en el hombro. No contenta con esto, para más escarnio, enseñó a decir al animal palabras obscenas que reproducía cada vez que se cruzaban conmigo. Sólo yo me atreví a denunciarles en las juntas, lo que me granjeó un buen puñado de enemistades. El resto de vecinos callaban por comodidad, o por cobardía, que viene a ser lo mismo. Únicamente en usted hallé el apoyo necesario, aunque nos encontramos con una oposición tan frontal, que los problemas sólo se resolvieron parcialmente.

La mayor gravedad de los acontecimientos que le refiero seguidamente en estas líneas me obliga a pedirle su total discreción. El hecho en sí sucedió hace un par de días, cuando estaba en la azotea revisando las aberturas de los desagües, ahora que se va acercando la época de lluvias. Ésta es una tarea de la que debería encargarse el presidente, pero de la misma manera que sucedió con los que le precedieron en el cargo, ha hecho una clara dejación de sus funciones. Si yo me he decidido a realizarla es porque forma parte de mis deberes como buen vecino, aunque nadie valore el interés que me tomo en el adecuado funcionamiento de la comunidad. La ingratitud es un vicio muy extendido. Siguiendo con el relato, me hallaba junto al único desagüe que no puede verse desde la entrada. Me pareció escuchar un fuerte ruido en la escalera, como si alguien golpease las paredes. Esto me alarmó, porque en la caja de la comunidad no hay dinero para repintar la escalera. Casi de inmediato escuché abrirse la puerta de la terraza. Supuse que se trataría de algún vecino que vendría a tender la ropa. Resultó ser Martín, el vecino del segundo. Uno nunca se puede fiar de las apariencias. Este chico, que siempre había sido un ejemplo de discreción, desde hacía unas semanas, salía de un escándalo para meterse en otro. Todavía estaba reciente el asunto del incendio y ahora subía las escaleras dando trompazos como un vándalo. Supuse que estaba bebido. En aquellas circunstancias lo más conveniente era permanecer oculto en mi rincón. Quizá alguien le habría informado de que fui yo quien llamó a los bomberos y en el estado en que se hallaba no sabía cómo podía reaccionar. Venía muy alterado, con la cara desencajada. Llegó a darme miedo su expresión. Apenas puso los pies en la terraza se desplomó en el suelo. No lo escuché vomitar. Eso me tranquilizó. El servicio de limpieza no cubre la azotea. Entonces sucedió algo que aún hoy me cuesta comprender; de su cuerpo comenzó a emanar una especie humo denso; por un momento creí que estaba ardiendo, como en los casos de combustión espontánea. Sin embargo, me percaté rápidamente de que aquella sustancia tenía más bien la consistencia de un vapor que lo iba empapando. Las espirales de aquella materia blanquecina ascendían con una lentitud y un orden que resultaban extraños. A pesar de que soplaba una ligera brisa, no parecían disolverse en el aire. Siguieron con su pausado ascenso hasta que llegado un punto se acumularon tejiendo una especie de nube con forma de melón que aumentaba paulatinamente su tamaño. No me atreví a intervenir. En ese momento, no tenía claro si generar una nube infringía alguno de los artículos de la ley de propiedad horizontal. Martín estaba completamente mojado. Miró un instante la extraña formación y tan pronto se hubo levantado, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Por toda la escalera dejó un rastro de agua que -en eso he de decir que se comportó como un buen vecino- después se preocupó en recoger. Desde entonces intento mantenerlo vigilado, pero creo que el suceso se ha vuelto a producir. Quizá sabe que le estoy observando y ha tomado precauciones. La nube, aunque de mayor tamaño, sigue en el mismo lugar. Pongo en su conocimiento estos hechos, porque sólo en usted puedo confiar. Dejo a su criterio tomar las acciones pertinentes para encontrar una rápida solución a este caso. Tengo la certeza de que los vecinos de esta comunidad corremos un grave peligro. Quedando en espera de su pronta respuesta se despide atentamente, Fulgencio García, vecino del tercero, puerta doce.

10. Los hombres del traje oscuro

Las últimas semanas las crisis se agudizaron. Lo que inicialmente habían sido fenómenos esporádicos se fueron haciendo cada vez más frecuentes, hasta que ya no hubo días que escaparan a sus efectos. Llegaron, incluso, jornadas aciagas, en las que el proceso se reproducía en más de una ocasión. Tomé, pese al desaliento, tantas precauciones como me fue posible, sin embargo, tengo la sospecha, casi certeza, de que, a pesar de estas cautelas, algún vecino fue testigo de lo que sucedía en la azotea.

Toda esta hiperactividad alimentaba la nube, que crecía sin control hasta convertirse en un gigantesco zepelín cuya longitud abarcaba toda la calle. Había alcanzado tales dimensiones que, por las tardes, a la hora en que la gente sale de trabajar, la calle, de normal muy tranquila, se animaba con los curiosos que venían a contemplar el fenómeno. Al caer la noche, los extraños, saciada su hambre de novedades, volvían a sus casas, quien sabe si a ocupar con el relato de lo que habían visto, el incómodo instante que precede al silencio. Solo me quedaba esperar a que una de esas historias, caída en los oídos adecuados, acabara desencadenando mi detención. Tal era mi convencimiento, que inicié una serie de preparativos para que el instante no me hallara desprevenido. En caso de ser encerrado, todo contacto con el exterior se limitaría a un mensaje a Ingrid para que supiera que no había muerto. Ése era el trato al que había llegado con ella. Por lo demás, nadie vendría a decirme que aguantara, que debía ser fuerte; tampoco recibiría paquetes con ropa o tabaco. Consciente de que habría de valerme por mí mismo, preparé una pequeña maleta con lo más básico. Me instalé junto a la ventana, dejando pasar los minutos, las horas, los días. Toda mi atención se redujo al espacio que se hallaba entre la nube y el asfalto. Poco a poco, la ansiedad fue cediendo a la resignación. Me entretenía observando el ir y venir de la gente, arriba y abajo, sin descanso, como miembros inconscientes de un hormiguero urbano. Sus rostros, hasta ayer desconocidos, comenzaban a serme familiares. Alguna vez, estos cuerpos entregados a la rutina abandonaban el aturdimiento de sus ocupaciones y se atrevían a tomar un descanso y contemplar el cielo incrédulos, mientras discutían y gesticulaban, defendiendo cada cual su propia teoría sobre el extraño fenómeno que se cernía sobre sus cabezas. Después de debates obstinados y disputas más o menos amistosas, volvían a sus vidas, dejando para más altas instancias, políticas o divinas, la resolución de aquel misterio.

Sólo encontré en Fulgencio, el vecino del tercero, una actitud que no advertí en el resto de curiosos que se detenían frente al edificio. Miraba como los demás hacia arriba, pero no a la nube hipertrofiada, sino a mi propia ventana. Cuando descubría, con ojos espantados, que yo también le estaba observando, bajaba bruscamente la cabeza y seguía su camino. No tengo la menor duda de que él había conseguido resolver el enigma.

Durante varios días estuve esperando mi detención. Casi puedo decir que la necesitaba. Quería terminar con la incertidumbre sobre mi futuro, con el pánico a ser descubierto. Me entregaba entonces a absurdas ensoñaciones en las que recreaba el momento en que se produciría mi arresto. Imaginé una escena más bien convencional. Un par de coches de policía estacionarían aparatosamente frente al portal, previniendo cualquier posibilidad de fuga. De los vehículos descenderían agentes pulcramente uniformados, con la desgana que les es crónica y el gesto contrariado de quien preferiría encontrarse en otra parte. Lo primero sería contener a los vecinos, rara especie de insectos que da por revolotear alrededor de ciertas luces, especialmente si son giratorias y azules. Se habrían congregado en la acera en grupos crecientes y desordenados, entre los que circularían las primeras hipótesis sobre la horrible naturaleza del delito que conducía a mi arresto. La imaginación humana es, cuando se trata de endosar culpas, de una fertilidad inagotable. Ésta sería la pieza que muchos necesitaban para completar el puzle; la vida solitaria, sin familia ni amigos conocidos, la obstinada ausencia en las juntas de vecinos, la intimidad oculta tras las cortinas siempre echadas. Con esos ingredientes no se podía estar cociendo nada bueno. No obstante, de entre los individuos de aquel grupo alborotado, uno se mantendría al margen, sin participar en el caos de voces que hablaban al mismo tiempo. Ni siquiera la tensión del momento lograría borrarle el esbozo de sonrisa asomando en sus labios. Sólo Fulgencio conocería la verdadera causa de la detención. Él mismo es el que habría puesto sobre aviso a la policía. Mientras tanto, esperaría con aire de suficiencia, convencido de su propia superioridad. Cuando todo hubiese terminado se encargaría de informar al resto de vecinos, como es su obligación. Por una vez, la vida le habría otorgado el papel de héroe.

Sin embargo, todo ha sucedido de una forma mucho más discreta. Casi decepcionantemente tranquila. A eso de media mañana, cuando la ciudad conserva las fuerzas todavía intactas y los vagos restos del frescor del amanecer aún resisten como pequeños oasis en las sombras que proyectan los edificios, un automóvil de gama media, sin ningún distintivo ni rasgo que lo hiciera diferente de los miles que recorren la ciudad, tomó la calle después de vacilar brevemente en la esquina que da al mercado. Aparcó frente al portal. Pasaron varios minutos en los que no se produjo ningún movimiento. En el interior del vehículo, la silueta medio oculta de sus ocupantes, también parecía inmóvil. Aquella espera, dilatada sin razón aparente, revelaba que aquellos hombres, de los que aún desconocía su aspecto, venían sin duda a por mí. Del vehículo bajaron dos individuos con gafas de sol. Era una pareja perfectamente conjuntada. Costaba encontrar en ellos alguna característica que sirviera para diferenciarlos. Vestían un elegante traje de tono oscuro. Ése me pareció su único error. Puestos a ser discretos, debieron advertir que, en un barrio como éste, esa indumentaria no era la más adecuada para pasar desapercibidos. Echaron un rápido vistazo a la nube, miraron a su alrededor en busca de incómodos testigos, y con aire decidido se dirigieron hacia el portal. El interfono, sin embargo, permaneció mudo.

El timbre sonó dos veces. Esta vez se habían tomado la molestia de anunciar su llegada. Desde que entraron en el edificio había ido a esperarles al recibidor, aguardando a que sus cuerpos interrumpieran la lámina de luz que se filtraba por debajo de la puerta. Los dos hombres mostraron sus credenciales. Dijeron algo sobre una brigada especial. Eran la autoridad. Con eso bastaba. Se habían quitado las gafas de sol. Su aspecto era grave, pero no amenazador. Les estaba esperando. Esta respuesta no pareció causar en ellos ninguna impresión. Me comunicaron que debía acompañarles para declarar sobre un asunto, cuya naturaleza, no estaban autorizados a comunicarme. No hubo más explicaciones. Tampoco yo las necesitaba. Debía tomar lo necesario para el aseo y unas cuantas mudas. Cuando les enseñé la pequeña maleta, comprendieron que ya había previsto esa contingencia. Como no había nada más que añadir nos pusimos en marcha. Eché la llave y la guardé en el bolsillo sin saber cuánto tiempo tardaría en volver a utilizarla. Desconozco si es el procedimiento habitual, pero no me esposaron. Quizá no estaba detenido. No quise preguntarlo. No es algo que me preocupara. Bajé escoltado por los agentes. En un instante había dejado de ser un hombre para convertirme en una expresión entre paréntesis. Una vez en la calle miré a la nube. Vista en el hueco entre las dos filas de edificios tenía un aspecto más amenazador.

11. La ciencia de las nubes

El caso de Martín T. es sin duda el más extraño al que me he enfrentado en todos mis años de carrera. Extraño, por lo insólito, por lo inusual, por lo que de infructuosa ha tenido la búsqueda de información o antecedentes que arrojaran un poco de luz sobre las causas del fenómeno o sobre su posible remedio. Yo mismo habría negado rotundamente su existencia de no haberlo observado con mis propios ojos. El caso es también extraño por su excepcional naturaleza, casi irracional y aparentemente ajena a las leyes formuladas por la ciencia. Quizá habrán de pasar años, tal vez décadas, antes de que podamos dar una explicación lógica a todo lo que en estos días ha acontecido.

La mañana en que lo trajeron al centro, Martín T. me pareció un individuo normal; en su aspecto de hombre corriente no hallé rasgo o peculiaridad alguna –más allá del hecho que nos ocupa- que lo hiciera diferente de cualquier otro. Se mostraba tranquilo, demasiado quizá, habida cuenta del vuelco que acababa de experimentar su vida. A veces tenía una mirada ausente, lo que daba a su rostro una expresión serena. Más que intrigado por su situación, parecía resignado a su suerte. Vino, según nos comunicaron, sin prestar la menor resistencia. En el cielo, una gran nube de aspecto ovalado seguía sus movimientos.

Los primeros días de Martín T. en el centro fueron de aclimatación. Mantuvimos con él una serie de charlas en las que se le explicaron cuáles eran las circunstancias de su nueva realidad y lo que esperábamos de su presencia allí. Aunque miraba fijamente, la mitad de las veces ni siquiera estoy seguro de que atendiera a mis palabras. Lo daba todo por sentado, como si lo que acontecía a su alrededor no le incumbiera. Las palabras parecían estar de más. En sus movimientos dentro del recinto gozaba de cierta libertad, lo que le permitía ir y venir sin ser molestado. Solo cuando salía al exterior para dar sus paseos por el bosque cercano iba acompañado por un miembro de seguridad que le seguía a cierta distancia. A pesar de estas restricciones jamás efectuó queja alguna, ni hubo indicios de que preparara un intento de fuga. Para que su estancia fuera lo más grata posible, le conseguimos algunos de los libros y películas que tenía en su casa. Si no contento, al menos parecía adaptado a su nueva situación.

Una tarde, después de su paseo, le comuniqué que era el momento de empezar con las pruebas. Lo primero que había que averiguar era si en su organismo existía alguna peculiaridad que fuera causante del extraño proceso. Para ello se sometió a Martín T. a un exhaustivo examen médico. Tomamos muestras de todos sus fluidos corporales, incluyendo el semen, lo que fue motivo de bromas por su parte: ¿Quieren crear una raza de superhombres? Para eso no hace falta mi esperma, les aseguro que soy capaz de reproducirme en cautividad. Aunque visiblemente molesto, tampoco se quejó de las punciones que se le practicaron para extraer pequeños trozos de diferentes tejidos. Todos los resultados fueron normales. Nada que no pudiésemos encontrar en un adulto sano de su edad. A continuación, le sometimos a distintas pruebas físicas de resistencia y esfuerzo. Le hicimos correr, nadar, saltar, levantar peso. Si me van a presentar a las olimpiadas deberíamos estar hablando de qué me van a inyectar, en lugar de tanto entrenamiento. A pesar de su expresión seria, demostraba no estar exento de un punzante sentido del humor. Tampoco estos exámenes aportaron ningún dato significativo. Físicamente, no había en él nada fuera de lo común.

Una noche, sin que hubiera sucedido nada fuera de lo común, el paciente (aunque no podemos asegurar que padezca ninguna enfermedad) tuvo una crisis. Estaba completamente empapado, y por la expresión desencajada de su rostro, parecía enfrentarse a un esfuerzo sobrehumano. Tal y como habíamos acordado con él, se dirigió a una habitación especialmente habilitada para cuando llegara el momento. Desde una estancia contigua, comunicada con la anterior por un gran ventanal, pudimos observar el fenómeno y grabarlo.

El proceso, como él mismo lo llama, presenta una base física que no dista en gran medida de la transpiración. Todo comienza así, con un sudor intenso que se extiende por todo el cuerpo. Una vez la piel se ha humedecido, es cuando se produce la emanación del vapor, ya que los análisis realizados han demostrado que, el extraño fluido, es exactamente eso, agua en estado gaseoso que se encuentra a temperatura ambiente. Una vez superada la crisis repetimos las pruebas médicas que arrojaron los mismos resultados. Era frustrante no hallar ni el más mínimo indicio de anormalidad. El propio Martín debió de darse cuenta de mi gesto contrariado ¿Qué pasa doctor, he suspendido los exámenes?

La nube permaneció recluida en la habitación, bajo vigilancia permanente de las cámaras. Aquella sustancia densa que no modificaban ni el tiempo, ni los cambios de humedad o temperatura no era otra cosa que agua. Pura y simple H2O. Así lo evidenciaban los análisis. Presentaba la misma composición, pH y conductividad que podríamos encontrar en una nube.

Ya solo quedaba estudiar la oscura relación que unía a la nube con el propio Martín T. Los distintos ensayos realizados en la niebla no detectaron entre ambos ninguna fuerza anómala, fuera de carácter magnético o de otra naturaleza. El siguiente paso fue liberar la nube. Martín la esperó frente a la habitación donde permanecía aislada. Al abrir la puerta, las primeras hebras de niebla avanzaron lentamente por la parte superior, difundiéndose por todo el pasillo. En un instante, el techo quedó tapizado por una espesa capa de bruma que casi le llegaba a la cabeza. Al acceder a la parte exterior del recinto la sustancia comenzó a ascender hasta que ocupó un nítido espacio en el cielo.

Durante la siguiente semana se llevó a cabo un experimento en el que Martín, provisto de una bombona de oxígeno, era encerrado en una caja hermética que se iba desplazando con la ayuda de un camión. La nube siguió al vehículo sobrevolándolo. En días sucesivos, cambiaron los materiales con que estaban fabricadas las cajas, pero el resultado fue el mismo. Nada pareció interferir el lazo que hay entre ambos. De estériles se pueden calificar también los intentos por disolver la nube. Ni los potentes ventiladores, ni las aspas de un helicóptero se mostraron efectivos. El aire desplazado atravesó su espesor sin provocar ninguna alteración en su forma o consistencia. El gran zepelín es indestructible.

En las entrevistas mantenidas con Martín T., éste aseguró que el origen de las crisis era emocional. El vapor no era sino la prolongación de sus estados de angustia, que de alguna manera se materializaban. Los psicólogos y psiquiatras que le atendieron, diagnosticaron una personalidad propensa a la tristeza y el pesimismo, pero en ningún caso se trataba de un depresivo. La psiquiatría se había enfrentado anteriormente a casos en el que los pacientes somatizaban en su cuerpo trastornos de tipo mental, como los individuos que perdían el pelo por el estrés, o la aparición de llagas y erupciones en sucesos de exaltado fervor religioso. Puede que éste se tratara de un fenómeno de exudación psicosomática, aunque nadie se atrevía a asegurarlo.

Durante su declaración, nos relató los detalles del incidente que habían llevado a la disolución espontánea de la nube. Éste dato, de suma importancia, implicaba la reversibilidad del proceso. Tras su primera crisis, la formación se había situado sobre su cabeza, pasando algunas horas sin más novedades, hasta que un momento de alegría inesperada –por lo visto, la celebración de un gol de su equipo de fútbol- deshizo la nube en una llovizna. Desde aquel momento, este fenómeno de licuefacción no había vuelto a producirse, por la falta de circunstancias que le movieran a la alegría. En este tiempo hemos fracasado en el intento de reproducir este proceso. Es muy difícil saber qué puede alegrar a una persona hasta el punto de hacer que su angustia llueva.

12. Una nueva vida

A veces creo que me he entregado a este juego con demasiada docilidad, sin un pero, sin prestar resistencia. No estoy detenido; para eso deberían haberme imputado un delito. Este internamiento –así lo llaman ellos- solo tiene por objeto hacerme unas cuantas pruebas. Cuando terminen podré seguir con mi vida. Eso dicen. Sin embargo, no me han dejado hacer ninguna llamada. Por cuestiones de seguridad. Preguntar por el teléfono fue una forma de ponerles a prueba, ya que en realidad no tengo urgencia de comunicarme con nadie. Pensé por un momento en Ingrid, pero sería preocuparla innecesariamente. No sé con exactitud dónde me encuentro. Se trata de un edificio bastante nuevo, con un bosque alrededor. Las vistas son muy buenas, aunque bajo este cielo gris, todo resulta triste, como una fotografía desgastada. Dentro de las instalaciones gozo de cierta libertad, lo que me permite ir y venir sin que me molesten. En los paseos por el bosque, un tipo vestido de negro me vigila a distancia ¿Dispararía si un día echo a correr? No me han impuesto horarios para levantarme, ni para acostarme. Dispongo de suficientes libros y películas para llenar los vacíos de un tiempo que parece congelado. En ese sentido, mi vida se parece bastante a la anterior.

Anoche llovió. Parte de la nube que se había ido acumulando a lo largo de estas semanas, cayó en forma de un extraordinario aguacero.

Después de cenar volví a mi habitación, con la certeza, ya acostumbrada, de que la noche no había hecho más que comenzar. Regresaba a la uniformidad imperturbable de la pintura de las paredes, a la compañía indiferente de los objetos, a la insistencia tenaz de unas manecillas. Intenté escapar de aquella quietud lánguida con una película. Dispongo de una lista muy grande, así que las escojo al azar. Ayer tocó Casablanca; había pasado mucho tiempo desde que la vi por última vez. Esta película es uno de esos extraños casos en que todo parece confabularse para producir una obra maestra. Rick, Ilsa, Laszlo, Sam, el prefecto Renault, el mayor Strasser. Todos disparan sus diálogos como puñales afilados, que yo aguardo con la secreta satisfacción de quien espera un placer conocido. Todo el mundo se divierte en Rick’s. Cada uno a su manera. Los nazis cantan un himno alemán, porque esa es su diversión, imponerse a los demás. Víctor Laszlo, héroe vocacional, se pone al frente de la orquesta y exige que interpreten La marsellesa. Los músicos dudan, se están jugando la cabeza. Uno de ellos mira a Rick quien le da permiso con un gesto disimulado. Laszlo canta las primeras estrofas y poco a poco, el Cafe americaine en pleno se le une. A pesar de los esfuerzos de Strasser por levantar la voz de sus soldados, el himno alemán ya es sólo un ruido de fondo. Canta Laszlo, canta la chica que se acuesta con alemanes, lo hace la cantante que trabaja todas las noches en el café. El local entero, salvo la isla humillada de los nazis, es una sola voz. Ilsa no canta, sólo mira con ojos de admiración la valentía de su marido. Rick tampoco. Está jugando con ellos. Les pone a prueba. Planos cortos. Primerísimos planos. Ojos al borde del llanto ¡Vive la France! Y la emoción se desborda fuera de sus cuerpos, fuera del plano, más allá de la pantalla. Y yo también me emociono. Mis ojos también se han humedecido porque esta vez han ganado los buenos. A través de la ventana, veo caer las primeras gotas, que en apenas unos segundos se convierten en una cortina de agua que perfuma el aire con el olor a tierra mojada.

Fue un descubrimiento importante. No sólo la alegría condensa las nubes. También las emociones intensas. Había dado con la llave que permitía licuarlas, aunque fuera con una ayuda externa. A eso me ayudarán los libros y películas que llenan mis estanterías.

Después del inesperado hallazgo mi destino cambió para siempre. Supongo que mi futuro se decidió en una reunión de extraños a los que nunca llegaré a conocer. Un grupo de individuos con grandes responsabilidades aplicaron toda su inteligencia y conocimiento a elegir lo que más me convenía. Sopesados los pros y los contras y debatidas todas las posibles alternativas, votaron según les dictó su conciencia. Mi opinión, sin embargo, no les debió de parecer importante. Nadie creyó necesario consultarme. Sólo he sido un mero espectador de este juego sin sentido. No me quejo. Cualquier criterio puede ser bueno. Yo, por mi parte, confieso mi absoluta incapacidad para tomar decisiones acertadas. De eso se encargarán otros.

Desde ahora trabajaré para el gobierno como funcionario. Antes también lo era. En eso mi vida experimentará pocos cambios. Seré, eso sí, uno de clase especial. Todavía no tengo una información clara de cuáles van a ser mis funciones. Eso lo iré viendo sobre el terreno. No me queda más remedio que aceptar todo este hermetismo. Voy a viajar bastante. Es lo único que han considerado oportuno comunicarme. La idea no me seduce, aunque no hay ocupación que no tenga sus inconvenientes. Gozaré de una libertad restringida, debido a las extraordinarias circunstancias que concurren en mi caso. Me asignarán un acompañante, una especie de supervisor. Para mí esto no supone ningún inconveniente; la libertad no existe, ni siquiera en los límites del propio pensamiento. Seguiré siendo igual de libre si he de compartir mi labor con un agente. La única condición que he exigido es que sea silencioso. La semana que viene saldremos a nuestro primer caso. El futuro es una nube que se deshace entre las manos.

13. En un lugar de la mancha

En Molina de la Cañada hacía más de cinco años que no llovía. Los cuatro chubascos dispersos que la tierra sedienta había embebido antes de llegar a mojarla, no merecían el nombre de lluvia. Las cosechas, faltándoles el agua, se malograban una tras otra y los campos sucumbían al asedio de la naturaleza. Campaña tras campaña, sobre la faz reseca y cuarteada de la tierra, los cereales no eran sino rastrojos mal germinados y las ramas famélicas de olivos y almendros asfixiadas por la sed, ni siquiera llegaban a florecer. En las grandes extensiones de vid, los troncos retorcidos de las cepas semejaban dedos descarnados que rompían la tierra implorando la lluvia. La rambla de Artaj, por la que siempre corría un pequeño caudal en el que proliferaban ranas y libélulas, era a estas alturas un barranco desértico. Los dos manantiales, incluyendo el de Raimundo, orgullo de la comarca por sus propiedades medicinales y del que había brotado el agua incluso en las peores sequías, también se habían secado. El pueblo era una gran garganta anhelante.

La situación se tornó tan grave que, hasta el mismo Cosme Lezcano, párroco del pueblo, se pasaba las horas en lo alto del campanario de la iglesia escrutando el cielo en busca de cirros y cúmulos, como lo hubiera hecho en lo más alto del palo mayor, el vigía ansioso por encontrar indicios de tierra firme en la inmensidad apabullante del mar. Cuando Don Cosme atisbaba una masa algodonosa en el horizonte, hacía repicar las campanas y sacaba al santo en procesión. Algunas veces los nubarrones cambiaban súbitamente de dirección, perdiéndose detrás del cerro Gordo. Otras, sobrevolaban el pueblo cubriéndolo con un velo de penumbra, pero sin dejar a su paso ni una sola gota de agua. No faltaban voces que, acusando directamente al cura, achacaban a las beaterías la falta de precipitación. El ruido de las campanas asusta a las nubes y la monserga de los rezos las aburre ¿Cómo queréis que se queden? El sacerdote, sin embargo, atribuía lo infructuoso de las plegarias a la notoria ausencia de fe mostrada por los escépticos.

El alcalde, Sebastián Molinero, hijo y nieto de alcaldes, era un hombre de talante moderado que mediaba entre los dos bandos. Como la fe ni el escepticismo habían resuelto el problema hizo venir de la ciudad a un científico, en la creencia de que sus conocimientos técnicos servirían para resolver el problema. Ismael Ferragut, era hijo de un reputado meteorólogo, recientemente fallecido. Su llegada a Molina de la Cañada levantó una creciente expectación. Llevaba consigo un gran baúl antiguo en el que traía guardados, con gran misterio, sus enseres de trabajo. Pasó varias semanas en el pueblo, conociendo el término y sus gentes, antes de que sonara el toque a nubes de Don Cosme. El pueblo fue reclamado en la plaza para una plegaria, pero hartos de los fracasos del cura, hicieron caso omiso de la convocatoria y se arremolinaron alrededor de Ferragut, que finalmente abrió el misterioso arcón que había custodiado con tanto celo; estaba repleto de cohetes. Algo más grandes de los que se utilizaban en las fiestas, pero cohetes, al fin y al cabo. Algún vecino contrariado por el descubrimiento, increpó al técnico, señalándole que no era momento para festejos, ni había nada que celebrar. El cura, herido en su orgullo de pastor de almas, arremetió iracundo contra Ferragut: si Dios no había atendido a las oraciones, poco podrían solucionar los artificios de la ciencia. El alcalde medió para calmar los ánimos. Los cohetes no estaban allí para festejar nada. Los iban a disparar contra las nubes donde liberarían una sustancia que convertiría el vapor en agua. Una gran masa de vientres oscuros sobrevoló el pueblo con la solemnidad de una procesión. A la señal de Ferragut, los proyectiles fueron descargados contra las nubes; en su ascenso dibujaban una tenue estela blanquecina que iba a perderse en la espesura plomiza. Tras unos segundos que parecieron eternos, múltiples detonaciones iluminaron con lívidos resplandores las densas entrañas de los nubarrones. Nada sucedió. Las nubes siguieron su camino dejando tras de sí los últimos jirones desgarrados a través de los que penetraban tímidos rayos de luz, aún sucios de penumbra. Nadie culpó al alcalde ni a Ferragut. Simplemente, el cielo se había olvidado de llover.

Pasaron algunas semanas antes de que el ayuntamiento recibiera una llamada del ministerio. El mismo secretario de estado les comunicaba que en breve serían enviados al pueblo dos técnicos que pondrían fin a la sequía que les venía ahogando desde hacía tanto tiempo. Sebastián Molinero, en contra de lo que era habitual en él, se mostró escéptico al ofrecimiento tras el episodio de los cohetes, lo que puso en conocimiento de su interlocutor. Esta técnica, le dijeron, era novedosa. Nada tenía que ver con los proyectiles. El éxito estaba garantizado. Palabrería, pensó el alcalde, pero en todo caso, nada tenían que perder.

El jueves, día previsto para la llegada de los técnicos, las campanas de la iglesia repicaron con alegría. Una enorme nube de forma ovalada se encaminaba hacia el pueblo. Pocos minutos después, llegó una furgoneta con dos pasajeros. Sin duda eran los hombres del ministerio. Esta coincidencia se consideró una señal de buen augurio. El más alto parecía el jefe. Llevaba gafas de sol y tomó la iniciativa en las presentaciones. Se llamaba Roberto González. El otro, Martín T., permaneció en segundo plano, visiblemente incómodo en aquella plaza colmada de gente que les observaba. Es una pena que no vinieran ayer, podrían haberlo intentado con ésta, apuntó el alcalde señalando al cielo. Tranquilo, tenemos tiempo, contestó Roberto. Alguna voz discordante, levantándose anónimamente sobre las cabezas, increpó con una velada amenaza a los recién llegados: Queremos soluciones. Sebastián Molinero pidió calma, y la situación, algo desagradable, no pasó de ahí.

En esta ocasión los expertos no trajeron ningún baúl misterioso. Al menos, no sacaron ningún bártulo del automóvil. Sea cual fuera su método resultaría menos aparatoso que el de Ferragut. Ya en el ayuntamiento pidieron el plano del término municipal. El tipo con gafas se dedicó a estudiarlo con atención. Su compañero, sin embargo, miraba por la ventana con aire ausente, absorto como estaba en la extraña nube que había quedado misteriosamente anclada al pueblo. Después de unos minutos, Roberto sacó un rotulador rojo de la chaqueta e hizo una cruz sobre el papel ¿Dónde queda esta zona?, preguntó. Cae cerca del molino del tío Facundo. El propio alcalde los acompañó al lugar indicado. Después, con amabilidad le pidieron que les dejaran solos para trabajar. Sebastián Molinero, intrigado por el procedimiento que emplearían los técnicos de la capital, condujo hasta una loma cercana desde la que los observó sin ser visto. El tipo de las gafas bajó del coche. Caminaba alrededor o se sentaba en el capó fumando un cigarrillo tras otro. Su compañero había dejado la parte delantera del coche para ocupar la parte de atrás. Así pasó largo tiempo. Más de una hora llevaba esperando el alcalde a que sucediera algo, pero en el coche y en el cielo todo seguía igual. En cuanto llegara al ayuntamiento llamaría al ministerio para presentar una queja formal y denunciar la actitud de estos dos individuos. Entonces sucedió que el tipo de las gafas extendió el brazo con la palma desplegada mientras levantaba la mirada. Sí, él también estaba recibiendo los impactos frescos de las gotas sobre la cabeza. Llovía.

14. Camanchaca

Una claridad sucia, como un color no resuelto, asoma tímida tras el perfil afilado de la cordillera, diluyendo en una bruma turbia la penumbra que oculta el mar. A través de la ventana, la primera luz del amanecer avanza silenciosa, arrebatando a una oscuridad que se bate en retirada el espacio y los objetos que había conquistado en el crepúsculo. Desde una distancia indeterminada se escucha el solitario ladrido de un perro.

A esa hora, Ezequiel Bravo está a punto de despertarse con el canto de Augusto, su gallo, que siempre recibe al día con un cacareo que vibra sonoramente en el aire hasta en tres ocasiones. La noche en la cabaña ha sido gélida como lo son todas bajo el cielo del desierto. La confortable sensación de su cuerpo cubierto por las mantas, contrasta con el intenso frío que le adormece el rostro, helado por las bajas temperaturas que el fuego de la chimenea no consigue templar. Con sumo cuidado, procurando que sus movimientos no dejen al descubierto ninguna parte de su anatomía, desliza una de las manos fuera de la cálida protección de su cobijo y se cubre la nariz, insuflándole calor, casi vida, con su respiración caliente y húmeda.

No pudiendo posponer más el momento de levantarse, se incorpora pesadamente con la ayuda de los codos hasta quedar sentado en el borde de la cama. Los gruesos calcetines no evitan que la planta de los pies reciba el impacto crudo e irregular del cemento que cubre el suelo. En un segundo esfuerzo, que aún posterga unos minutos, se pone de pie, esta vez concentrando todas sus fuerzas en las palmas de las manos apoyadas sobre las rodillas. Sus pasos inseguros tropiezan con dos botellines que ruedan estrepitosamente hasta detenerse junto a la mesa con un golpe seco. Con más disgusto que fatiga por el inesperado esfuerzo se agacha a recogerlos y los deposita en una de las muchas cajas de cerveza La niebla que llenan casi toda la estancia. Del pequeño tronco de chañar que dejó consumiéndose en la chimenea sólo queda un montón de cenizas que retira de la plancha de hierro con un cepillo tan sucio como los pedazos de carbón que arrastra consigo. En pocos minutos, un nuevo fuego prende avivado por unas matas secas de yareta que crepitan en la mañana silenciosa. Mientras corta unas rebanadas de pan duro la leche va calentándose en un pequeño puchero colocado junto a las llamas.

La pequeña porción de cielo a la que tiene acceso a través del ventanal exhibe un azul inmaculado. El viento que arreció durante la noche se ha llevado consigo las nubes, por eso, el frío es tan intenso que parece nacerle en el propio tuétano de los huesos. Uno a uno echa los pedazos de pan en el tazón sumergiéndolos hábilmente con la ayuda de la cuchara. Al tiempo que contempla ensimismado cómo se empapan de leche, piensa en el día que tiene por delante. Aunque hace días que le duele la rodilla, le espera una larga caminata hasta el cerro más alto, donde el viento es probable que haya dañado las redes.

Como buen chañaralino, lo primero que hace al salir de la choza es mirar el mar. Hoy el Pacífico es un vasto espejo verdeazulado. Su presencia, siempre apabullante, les ha moldeado como individuos y como pueblo; es fuente de vida y de muerte; de él proceden la felicidad y la tragedia, unidas por un lazo indisoluble. Los habitantes de Chañaral todavía recuerdan con desolación la última vez que tembló la tierra. El mar se salió; decían para referirse a la gran ola que arrasó la costa llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso. Pero el océano también es la base de su sustento. El pueblo, rodeado por el desierto, encontró en sus aguas el alimento que le negaba la tierra. Por esa razón, aunque la vida les lleve por otros caminos, detrás de cada chañaralino habrá siempre un hombre de mar. El propio padre de Ezequiel, Isaías Bravo, de joven, había salido a faenar cada mañana en la pequeña barca con la que la familia se ganaba la vida. Sin embargo, Isaías, para el que su padre quería una vida más llevadera, pudo ir al colegio con cierta regularidad y aprender las letras y los números, hacia los que demostró una gran facilidad. Esta destreza, algo exótica en el mundo en que le había tocado vivir, le consiguió con el tiempo un puesto de administrativo en una conservera, en el que se mantuvo durante muchos años sin grandes sobresaltos; no fue hasta pasados los cuarenta que recibió la llamada de la fe: abandonó una vida cómoda, sin penurias económicas, para lanzarse junto a su familia a la ardua labor de fundar la primera iglesia metodista de la región de Atacama. En gran medida, el insondable camino que el Señor había reservado para Isaías –así contestaba a todos los que le preguntaban por su determinación- resultó decisivo para que su hijo acabará convirtiéndose en el primer atrapanieblas de Chile.

A mediados de los años setenta, en el período más duro del régimen militar, llegaron a Chañaral cuatro hombres que nadie conocía. Buscaban una casa cerca de la playa. Cuando encontraron una que les satisfizo, pagaron por adelantado, sin apenas regatear, y se instalaron allí. Todas las mañanas, al despuntar el sol, salían hacia la cordillera cargados de fardos y paquetes. La mayor parte del día lo pasaban en los cerros donde, a veces, se les distinguía como pequeños puntos en movimiento. Al atardecer regresaban al pueblo en silencio, con los zapatos llenos de polvo y el andar desmadejado de quien ha llegado al límite de sus fuerzas. No recobraban el ánimo hasta después de la primera cerveza que tomaban siempre en el bar de la plaza. Lo único que se sabía de los extraños es que venían de Santiago. Todo lo demás era una incógnita. Los tiempos aconsejaban prudencia y nadie se había atrevido a entablar con ellos una conversación confiada. La cordialidad de las gentes palidecía bajo la sombra de la incertidumbre, de la intuición más que por certeza, del miedo probable y cercano, del terror verosímil al que les abocaban las oscuras historias de desapariciones que las voces, apenas audibles, relataban en la intimidad de la noche. Cualquier forastero, incluso el de aspecto más afable, era tratado con recelo.

Isaías Bravo había partido en viaje pastoral antes de la llegada de los desconocidos. A su regreso preguntó por los visitantes, pero no obtuvo más que respuestas confusas y desganadas. En el bar, los forasteros se sentaban junto a la ventana, siempre en la misma mesa, que el resto de los clientes consideró reservada desde el primer día en que se acomodaron allí. Nadie se atrevió a ocuparla, ni siquiera por las mañanas, cuando el bar estaba lleno y se sabía que los santiaguinos andaban en los cerros. Por las tardes, las mesas contiguas también quedaban vacías y las voces, de natural animadas por el alcohol, más que de taberna, parecían de velatorio. Ningún vecino se dirigía a ellos más allá de los saludos de cortesía o con contestaciones lacónicas si se encontraban en el trance de responder a alguna de sus preguntas. Sin embargo, el carácter confiado y la propia predisposición a que obligaban sus votos llevó a Isaías Bravo a conversar con los visitantes. En aquel grupo solo halló personas instruidas que, lejos de maquinaciones e intrigas, hablaban confiadamente, sin impostura ni cordialidad fingida. Su trabajo como investigadores de la Universidad Católica de Chile les había llevado a Chañaral buscando un lugar propicio para sus experimentos, con el que intentaban mejorar el suministro de agua en las regiones desérticas. Después de varios años estudiando el clima de la región de Atacama habían observado un curioso fenómeno atmosférico que afectaba a sus costas. Consistía en una niebla copiosa que crece sobre el mar y el viento empuja hacia la cordillera. Los atacameños la llaman Camanchaca, una voz aimara que significa oscuridad.

Sus investigaciones se remontaban algunos años atrás, cuando el grupo de científicos instaló en Chungungo, un pueblo de la región de Coquimbo, un dispositivo de su invención que condensaba el vapor de la niebla procedente del mar. Los resultados habían sido muy esperanzadores. Ahora, con las mejoras introducidas, se disponían a probarlo en Chañaral, donde la niebla era más intensa. Durante semanas habían recorrido sin éxito los montes que rodeaban el pueblo en busca de la mejor ubicación del artefacto. A pesar de su empeño, topaban a cada paso con caminos empinados y resbaladizos que dificultaban su trabajo.

El día en que Isaías conoció los planes de los científicos durmió mal. En su cabeza no paraba de darle vueltas a lo que aquello podría suponer para los habitantes de Chañaral. La llegada del agua cambiaría la vida del pueblo. Quizá alguna conservera levantaría una fábrica en los alrededores. La industria atraería a gente de otros lugares, se abrirían nuevos comercios y el gobierno ya no podría negarse a mejorar las comunicaciones. Si conseguía participar en el proyecto, el desarrollo y la prosperidad vendrían de la mano de la iglesia metodista. Si querían encontrar el lugar apropiado para instalar su dispositivo, nadie mejor que su hijo para ayudarles. Desde pequeño gustaba de caminar por la montaña y conocía mejor que nadie los caminos y las sendas, el nombre de los cerros y los peligros que éstos escondían. A la mañana siguiente, fue a visitar a los forasteros acompañado de Ezequiel. Fue así, con la íntima ayuda de los Bravo, como en pocos meses, las laderas que rodeaban a Chañaral se llenaron de redes que atrapaban la camanchaca.

A pesar del interés con que todos desempeñaron su labor, la realidad se fue imponiendo con su contundencia de cifras y litros. Los sueños de prosperidad de Isaías se diluyeron en el líquido que llenaba a medias los depósitos instalados en los cerros. El agua que con tanto esfuerzo habían arrancado al desierto, en lugar de atraer gente y riquezas, se aprovecharía para el fin más modesto de cultivar experimentalmente plantas de aloe. Esto permitió a Ezequiel seguir vinculado a la universidad, que lo contrató para cuidar de las plantas del ensayo y llevar el mantenimiento de las redes, de los tanques. Para los habitantes de Chañaral, Ezequiel Bravo pasó a ser el atrapanieblas.

Hoy, Ezequiel Bravo ya no trabaja para la universidad. El proyecto que había ido languideciendo con cada año de expectativas frustradas se dio por concluido. Surgió entonces la oferta de un empresario de Copiapó que quería emplear el agua pura que recogían las redes para fabricar cerveza. La única condición que se exigió para la venta fue que Ezequiel conservara su puesto. Desde entonces, el atrapanieblas es un empleado más de la cervecera La niebla.

El trayecto hasta la cima de los cerros es empinado y pedregoso. A lo largo de las últimas cuatro décadas, las laderas descarnadas han soportado los pasos de Ezequiel, cada vez más pesados. Ahora el cansancio ha vuelto más lentas sus caminatas, y en más de una ocasión, se ve obligado a detener la marcha para recuperar el resuello. Las redes han aguantado bien el viento de la noche. En toda la superficie no se ve más que algún pequeño jirón que consigue arreglar con un poco de hilo. Desde la cumbre del monte donde se encuentra, observa la inmensidad del mar en calma. No hay el menor rastro de niebla. Hoy la camanchaca se ha tomado un descanso. Al otro lado de la cordillera, sin embargo, ve una gran nube que va acercándose. En pocos minutos, la espesa formación dorada por el sol se ha situado sobre la playa. Dos puntos oscuros, pequeños como hormigas, deambulan por la orilla.

Cuando baja de la montaña, los dos tipos vestidos de negro siguen allí.

-Buenos días.

-Buenos días.

Esas dos palabras son suficientes para delatar que no son chilenos; probablemente vienen de España. Uno de los tipos se mantiene a cierta distancia, incómodo por la presencia de un extraño. El otro, sin embargo, parece más sociable.

-¿Vienen buscando la fábrica?

-¿Qué fábrica?, contesta mirando hacia el mar.

-Perdonen. Creía que buscaban la fábrica de cerveza. Está al otro lado del pueblo. Harta gente se pierde y termina acá.

-Nosotros, estamos de paso. Nos han hablado de la camanchaca y tenemos curiosidad por verla.

Éste detalle llama la atención de Ezequiel, al que sorprende que un extranjero conozca un término tan local.

-Han elegido mal día. El clima no acompaña: está soplando el terral desde la cordillera. Es el que ha traído esta nube que tenemos encima.

-Sabe usted bastante de vientos y nubes.

-No se extrañe, es mi pega. Mi trabajo que dirían ustedes. No he hecho otra cosa en mi vida que mirar las nubes.

-¿Qué profesión es ésa?

-Atrapo las nieblas que vienen del mar.

-Eso me gustaría verlo.

-No es magia. Lo hago con unas mallas que hay en los cerros.

-¿Se pueden visitar?

El tipo más silencioso habla por fin.

-Venga, vámonos, tenemos trabajo.

-¿Qué prisa tienes? Echémosle un vistazo.

-Hoy ya he hecho el recorrido, pero los puedo llevar a la que queda más cerca.

-Se lo agradeceríamos.

-¿Se tomarían una cervecita para el camino? La hacemos con el agua de la camanchaca. Les apuesto que no han probado nada igual.

-Muchas gracias. En otra ocasión.

De camino a la cima se da cuenta de que andan bajo la sombra. Tienen la nube encima.

-Parece que ahora el viento viene del mar. El tiempo hoy está loco, capaz que tiemble. Por lo menos tendremos sombra hasta lo alto.

Cuando llegan a la cima del cerro, las primeras hebras de la nube atraviesan unas grandes mallas rectangulares soportadas en sus extremos por dos largos tubos metálicos.

-Han tenido suerte. Van a ver condensarse la nube en las redes. Vengan toquen la malla. Van a sentir como está húmeda.

El propio Ezequiel toca con la palma de su mano las fibras de plástico, pero las encuentra completamente secas. No se ha condensado ni una sola gota de agua.

-No es posible.

-¿Dónde vas Martín? ¡Espera!

El tipo silencioso ha comenzado a descender la ladera.

-Lo siento, tenemos que irnos.

Ezequiel los ve alejarse camino de la playa llevándose consigo la nube. El viento parece que ha vuelto a cambiar.

15. Noche polar

Querida Ingrid:

Ésta es la última vez que te escribo. Estoy harto de estas cartas clandestinas que después me veo obligado a abandonar en los cajones anónimos de una habitación de hotel. Me pregunto qué pensarán de mí las personas que las encuentren. La que pone punto y final a la lista la redacto desde un rincón perdido de Finlandia, que en lo que a mí respecta, es un lugar tan bueno –por absurdo- como cualquier otro para tomar una decisión tan drástica. Tengo la esperanza de que ésta llegue por fin a su destino.

Desde hace un par de días hemos entrado en el periodo de noches polares. No se trata, como creía, de una oscuridad total. Durante algunas horas, el tímido resplandor del crepúsculo parece encallado tras la silueta del paisaje. Apenas asoma, sin atreverse a dar un paso más. Sólo un fulgor rojizo, como un delgado filo de sangre, secciona en dos pedazos simétricos la espesa tranquilidad del horizonte. A veces, tengo la sensación de que nada de lo que me rodea existe. No sé si estoy despierto o si sigo soñando. Miro por la ventana y todo parece una larga noche de insomnio.

Hace tiempo que todo ha dejado de tener sentido. Las últimas misiones fueron un completo fracaso. Todavía no saben o no quieren admitir que ya no les soy útil. Ignoro qué tendrán pensado para mí cuando lo descubran. La desilusión ensombrece sus gestos.

Mi recuerdo de los primeros años es sobre todo el del Opel Corsa gris que olía a ambientador de pino. Nos pasábamos el día en aquel coche, engullendo paisajes que ni siquiera podíamos olvidar porque nunca tuvimos conciencia de que fueran nuestros, yendo de pueblo en pueblo, con el espíritu de un circo ambulante. Cierto es que lo era en una modalidad bastante triste. No había trapecistas, hombres forzudos, magos, amazonas o cualquier otra cosa que cupiera esperar de un circo, salvo un payaso sin gracia ni más repertorio, que obligado por las circunstancias repetía la misma función año tras año.

En ninguna de aquellas poblaciones nos deteníamos más de lo estrictamente necesario. Comíamos la especialidad de la casa en restaurantes de carretera o parábamos en cualquier bar a satisfacer las más inexcusables necesidades fisiológicas. A veces, para esto último, nos bastaba la naturaleza. Todas estas precauciones nos permitían pasar desapercibidos. No era, desde luego, ni un capricho ni una paranoia. Allí dónde nos encontráramos estaría la nube, expectante desde su posición privilegiada, atrayendo con su forma de elipsoide perfecto la atención de cualquier curioso. Esa era la razón que nos obligaba a vivir siempre pendientes del tiempo, en busca de cielos encapotados donde la nube habría de pasar más fácilmente inadvertida. Por ello, la primera ocupación del día para el agente que me acompañaba era telefonear a la agencia de meteorología e informarse de la situación de las borrascas, a las que perseguíamos sin descanso.

La segunda razón de esta búsqueda obsesiva de las nubes no era menos pragmática. Desde el momento en que fui reclutado por la organización –sea la que sea-, estuve sometido a una vigilancia continua, aunque discreta. En más de una ocasión sorprendí al agente que venía conmigo escribiendo notas en una libreta que escondía rápidamente cuando era consciente de mi presencia. Ignoro qué grandes hallazgos sobre mi persona figurarán en esas líneas secretas, pero de lo que no me cabe duda, es que tardaron muy poco en descubrir las consecuencias que el mal tiempo tenía en mi estado de ánimo, lo que resultaba muy oportuno para alimentar mi angustia. Así, la persecución continua de las borrascas, cumplía dos objetivos: cebar la nube artificial -si puede llamarse de esa manera- y mantenerla oculta entre las nubes naturales.

Durante estos viajes seguíamos un guion, que, salvo circunstancias de fuerza mayor, nunca se alteraba. Dormíamos, siempre en hoteles, en el lugar más cercano a donde nos sorprendiera la noche. Nunca repetíamos en el mismo lugar más de un día, para que la nube no levantara excesivas sospechas. Tenía prohibido cualquier contacto con el exterior. Quizá, sin que yo lo supiera, se pudo leer en las páginas de un periódico local, una breve esquela donde los amigos que no tuve, lamentaban amargamente mi pérdida. También me restringieron las películas y los libros, que habían de limitarse a los menos emotivos. Los otros, los que me arrancaban las lágrimas de tristeza o alegría de donde no parecía haber más que un vacío, quedaban para el desenlace final de las operaciones. Nada debía poner en peligro el crecimiento de la nube que se estaba gestando. Había comprobado cómo, paulatinamente, el régimen de vida que ellos escogieron para mí estaba dirigido a mantenerme en un estado de tristeza permanente. La comida era insulsa y las habitaciones feas y mal equipadas. Apenas hablaba con mi compañero, al que cambiaban con frecuencia. En general, sólo se dirigían a mí para comentar algún aspecto de las misiones. El resto del día lo pasábamos en silencio. El aislamiento también formaba parte de su estrategia.

Desde el comienzo, la operación “X” fue un éxito. La llamo “X” porque ignoro si tenemos asignado un nombre en clave. Inicialmente nos encomendaron misiones sencillas que poco a poco fueron adquiriendo más complejidad. Gracias a nuestra intervención pudimos aliviar la sequía que había llevado a muchas poblaciones a una situación crítica. Imagino que, en los informativos, también se debió de recoger con frecuencia la noticia de la inesperada lluvia que había extinguido milagrosamente un fuego que ardía descontrolado, amenazando con dejar reducida a cenizas una amplia zona boscosa de gran valor natural.

Sólo después de cada actuación recibía mi recompensa. Durante una semana, si no se presentaba un caso de mucha urgencia, podía disfrutar de todo cuanto me era negado el resto del tiempo. Comía bien y en abundancia. En aquellos periodos de celebración tuve la oportunidad de conocer los mejores restaurantes del país, en los que nunca teníamos problemas para encontrar mesa. Los hoteles más lujosos nos abrían sus puertas, y no había servicio que estos ofrecieran del que no pudiera disfrutar. Tampoco faltaban las mujeres. Ese detalle también estaba previsto ¿No comenzó así la relación entre Espartaco y Varinia? Algunas costumbres, ni siquiera los siglos las habían conseguido cambiar. Cuando nos hacía falta compañía, bastaba una llamada y esa misma noche teníamos una cita. Después de tomar algo en el bar del hotel, salíamos los cuatro a cenar. Por la mañana, la cama siempre estaba vacía. Las chicas parecían haberse desvanecido.

Pasados estos paréntesis de hedonismo, todo volvía a la rutina. La efervescencia de estos periodos suponía un premio a mi servicio obediente, cuyo propósito, imagino, era calmar el descontento que, aunque no expresado, presumían que yo debería de acumular. Había, además, otra razón para aquellas atenciones, quizá aún más poderosa que la primera. El contraste de aquellos días de placer y comodidad con la vida anodina que me reservaban para el resto del tiempo, creaba las condiciones propicias para que la angustia creciera con facilidad.

Desde el primer momento quedé al margen de la toma de decisiones. Nunca asistí a reunión alguna, y las explicaciones que me daban eran vagas y confusas. No necesitaba más. Sin embargo, no es difícil imaginar a un hombre, cuya identidad jamás conocí, sentarse frente al escritorio de su superior, vestido con más elegancia de la que en él es habitual. En la mano sostiene un dosier donde, a modo de tesoro, recoge el fruto de todos sus años de esfuerzo y dedicación. Su rostro esboza una sonrisa apenas disimulada, la primera que se permite en una reunión con un jefe. Es consciente de que cuando abandone la sala, su ambición, tantas veces defraudada, será finalmente satisfecha. Esta escena, que se repetirá en distintos lugares y con distintos actores, con sonrisas y ambiciones cada vez más amplias, vivirá su última representación en el despacho del ministro. Así es como creo yo que el éxito de nuestras acciones llegó a oídos del gobierno, y cómo éste, advirtiendo las múltiples posibilidades que aquéllas les ofrecían, tomó la decisión de ceder nuestros servicios a otros países, supongo que, a cambio de compensaciones económicas, o como contrapartida en cualquier negociación. Desde ese momento, nuestras actividades pasaron a ser internacionales. Apagamos incendios en California, Chile y Australia, salvamos cosechas en Marruecos y Ucrania y devolvimos la fertilidad a algunos campos de Etiopía. Allí donde había urgencia de agua, interveníamos nosotros.

Las cosas funcionaron bien durante una larga temporada, aunque después de cada operación, el tiempo que necesitaba para recomponer la nube se iba dilatando. Las crisis eran menos frecuentes y su intensidad también disminuía. La angustia había comenzado a ceder a una tristeza blanda e insípida. Me estaba resignando. Admitía que mi vida se había convertido en esto, y que resultaba tan absurda como lo podría haber sido cualquier otra. Mi cuerpo dejaba de luchar. Aceptaba la tristeza de los hoteles como cárceles de un día, la comida que sólo servía para mantener vivo mi organismo y el silencio que me abocaba a monólogos cada vez más infrecuentes. Incluso en los periodos de diversión los placeres se habían transformado en procesos mecánicos. No había ya diferencia entre el plato más sofisticado y las judías hervidas que cenaba cada noche; mi sueño y mis insomnios eran idénticos en la desolación de los hoteles de carretera y en la confortabilidad de las habitaciones más lujosas. Reduje a un acto gimnástico el sexo con aquellas mujeres de las que mi memoria no ha guardado ningún recuerdo. La angustia se consumía como un fuego abandonado a la noche.

Llegó el momento en que sobre mi cabeza no quedó el menor rastro de nube. Las misiones en los Emiratos Árabes y en el desierto de Tanami tuvieron que cancelarse. Sin embargo, los que decidían mi destino estaban bastante lejos de darse por vencidos. Optaron entonces aumentar la severidad de mi reclusión. Los hoteles de carretera dejaron paso a una habitación sin ventanas, en la que sólo había un camastro. Ya no veía a nadie, salvo la persona que me traía la comida dos veces al día. No me estaban permitidos los libros ni las películas. Nada de eso funcionó. La angustia es el producto de un proceso de descubrimiento, quizá el más doloroso, el que deja al descubierto que ya no queda esperanza. Una vez en ese camino, sólo hay dos opciones: morir o aceptarlo, que no deja de ser otra forma de muerte. Yo estaba en el segundo caso, no sé si por iniciativa propia o porque las cosas simplemente debían ser así. Ya no había vuelta atrás. No intenté convencer a nadie porque nadie me había preguntado. Alguien sugirió que un cambio de aires, a un país más apagado podría ser útil. Así es como terminamos en este recóndito lugar de Finlandia.

Nunca he intentado fugarme. Tampoco tenía motivos. No había donde volver. He ido y venido mansamente, sin prestar resistencia. He hecho cuanto me pedían. Me he comportado como el perfecto animal domesticado. Poco a poco su atención sobre mí ha ido decayendo. A nadie se le ha pasado por la cabeza que pudiera escapar. Supongo que para ellos no soy más que un pusilánime sin iniciativa, ni siquiera para la fuga. En eso no se equivocan.

Sigue siendo de noche. Mi compañero duerme profundamente. La ciudad también. Todo está en silencio. La sensación metálica de la pistola en la sien me produce un escalofrío de espanto. Ya no me quedan palabras. Cuídate flaca.