junio 11, 2015

La mirada


Por Jose Torres

Hace tres horas que Martín T. espera en la habitación de un hotel, dejando pasar la tarde hasta que la penumbra se impone lentamente sobre la claridad, diluyéndose en el aire como una bruma cenicienta. Sin embargo, son otras tinieblas las que oscurecen sus pensamientos. En todo ese tiempo, Martín T. no ha hecho otra cosa que pensar; sobre todo en su mujer y en lo que va a suceder cuando caiga la noche. Gota a gota, su cabeza destila imágenes que se extienden por su conciencia como un veneno. Ni siquiera sabe si es capaz de controlarlo. Por eso se levanta de la cama y se sitúa frente al espejo. Quiere cerciorarse de que todo el resentimiento que cree desbordarse no ha llegado a la superficie. La luz cenital de la sala proyecta bajo sus cejas dos manchas oscuras que le hacen parecer un cadáver. Tal vez está viendo el futuro. No obstante, más allá de su imagen demacrada, ningún gesto le delata; su rostro se asemeja a una máscara. En vano busca una mínima sombra de duda a la que aferrarse, un cabo que le aleje de todo esto y le permita alcanzar la salvación. Sólo un extraño brillo luce en sus ojos. Nadie puede saber que en esa mirada se concentra todo el odio que ha ido acumulando desde la tarde del “Octaedro”.

Lleva unos minutos sentado en la cama, inmóvil, con el teléfono entre las manos y la voz de su mujer repitiéndose aún como un eco. Le ha sorprendido no hallar en sus propias palabras el más leve rastro de inquietud cuando le ha mentido. Es la primera vez que lo hacía y ha resultado más fácil de lo que esperaba. Marcó el número con tranquilidad, expulsó el aire de sus pulmones y le habló con cariño, en el tono que siempre utiliza con ella. Incluso vio en el espejo cómo se dibujaba en su cara una ligera sonrisa. También puedo ser un hipócrita, ha pensado. Acabo de llegar al hotel. Esa fue la primera mentira. Luego siguió una segunda. La vista es estupenda. Incluso se distinguen las torres de la Sagrada Familia. Para la tercera tuvo que sobreponerse al dolor: Te quiero. La vista desde la habitación es bastante buena. En eso no ha faltado a la verdad. Sin embargo, el gran edificio que domina el paisaje no es una basílica modernista, sino un ojo gigantesco que parece brotar de la tierra para vigilar a los hombres. Martín T. es ajeno a su acecho callado. Lo que realmente atrae su atención es una ventana situada en un edificio cercano. Desde donde se encuentra sólo es un rectángulo iluminado. No necesita más. Sabe perfectamente que lo que se esconde tras ella es su propia habitación.

El tiempo transcurrido en el ficticio viaje, Martín T. lo ha empleado en ir a casa de su padre. Desde que murió no había vuelto. A pesar de los años, todavía huele a él, como si fuera a verlo sentado en su butaca, con la pipa en una mano y aquella mirada llena de desencanto que era mucho más elocuente que sus palabras a medio escupir. El olor penetrante le provoca un profundo malestar; algo físico, como una náusea. Se dirige directamente al despacho. No tiene la menor intención de revisar el resto de las habitaciones. Es una estancia austera. En la estantería, ninguna imagen suya acompaña a las dos fotos de su madre, aún joven. Sobre los muebles se ha acumulado una capa uniforme de polvo. Lo que busca está en el segundo cajón del escritorio, que sigue cerrado, como lo estuvo siempre. En el registro, sus dedos han dejado en el estrato blanquecino una huella acusatoria que le hace revivir la antigua aprensión de ser descubierto, la misma que experimentaba de niño al hurgar a escondidas entre las cosas de su padre. Mientras hace girar la llave en la cerradura, le irrita pensar que aún pueda ejercer esa influencia sobre él ¿Qué pensaría ahora su padre? Tal vez le diría que se marchara, que no tiene el coraje que es necesario, que fracasará. Al deslizar la gaveta, la ve aparecer tal y como la recordaba, como si fuera nueva. Una pistola automática con incrustaciones de nácar en la culata. Siempre se había negado a empuñarla cuando su padre quiso enseñarle a disparar. Fue una decepción más para él. En ese momento en que la sujeta con el cuidado con que se sostiene a un animal pequeño, se siente extraño, como si se estuviera traicionando a sí mismo. Después de meterla en una bolsa, echa un último vistazo. El estrépito de un portazo deja atrás una parte del pasado a la que jamás va a regresar.

Ya es noche cerrada. Las ventanas de su casa permanecen a oscuras. Es muy pronto para que hayan vuelto. Quizá a estas horas estén cenando. A Naima le gusta ir tarde a los sitios. Nunca tiene prisa. Cada vez que salen debe esperar paciente, mientras ella cumple con el ritual de indecisiones al que él asiste fingiendo un leve enfado. A veces, le habría gustado cogerla por la cintura y besarla, y decirle que no irán a ninguna parte, que nunca la ha deseado tanto. Pero en lugar de eso, se queda recostado en el sillón, viéndola posar frente al espejo como hipnotizado, mientras ella va descartando uno a uno los vestidos que saca del armario. La espera siempre merece la pena. Ya no importa salir tarde, ni llegar al restaurante cuando la mayor parte de la gente está terminando de cenar. Después se demoran hablando de cualquier cosa, hasta que se quedan solos, como una par de náufragos. Entonces, ella se ausenta para ir al baño, dejándole desamparado, en compañía de desconocidos, que es la peor de las soledades, rodeado por las patas de las sillas colocadas sobre la mesa, hostilmente erguidas, como un mar de amenazadoras cornamentas. Tal vez con el otro todo sea diferente. No valdría la pena repetir las mismas costumbres, los mismos errores. Quizá Naima se deja llevar, despreocupada. Quizá.

La espera en la habitación se le hace insoportable. Se mira constantemente en el espejo, el objeto que más odia, porque lo enfrenta a sí mismo, a sus limitaciones. Nunca preguntes a un espejo, había escuchado en alguna parte. El que tiene delante responde con crueldad, doblando el número de sus defectos. Su barba encanecida, las entradas cada vez peor disimuladas, le avejentan la cara aquí y en la realidad reflejada. Sin embargo, Naima sigue tan bella como hace unos años. Puede que más. Ha perdido esa ridícula expresión que dan la juventud y el vigor excesivo. Pensar ahora en ella es más de lo que puede soportar. Le gustaría poder borrar aquella mirada, pero sabe que le acompañará mientras viva. Fue la tarde frente al “Octaedro”. Había salido de hacer una visita a un cliente y se topó con sus ojos. Alguien diría que fue el destino. Estaba sentada en el café, con el mentón apoyado en la palma de la mano. Tenía un aire ausente, pero no había en ella ni rastro de la melancolía a la que parecía haberse abandonado las últimas semanas. Era ella, más ella que nunca, plena, feliz. Se quedó observándola un momento, sin atreverse a llamarla por miedo a romper el encanto de ese instante de plenitud. Entonces, unas manos se posaron sobre sus hombros, rescatándola del indefinido lugar que mediaba entre la realidad y sus ojos con un beso en el cuello. Al contacto de aquellos labios ella respondió con una franca sonrisa.. En un acto reflejo, Martín T. dio un par de pasos para esconderse. Se sentía extrañamente avergonzado, como si hubiera sido testigo de una escena a la que no había sido invitado. En el reflejo del cristal tuvo que enfrentarse al espanto de su rostro. Aquella mirada ya lo abarcaba todo. Todo menos a él. Había quedado fuera. Más allá del ventanal de la cafetería sólo existía la náusea.

Necesita salir, caminar, dejar pasar el tiempo hasta que llegue la hora. Al sacar la pistola de la bolsa se da cuenta de que no sabe dónde ponerla. En las películas, tipos más decididos que él la llevan por dentro del pantalón, en un costado o a la espalda.  Tras varias pruebas esta alternativa no le convence. Tiene la impresión de que en cualquier momento el arma se deslizará peligrosamente por la pernera. También descarta llevarla en la bolsa, que le parece demasiado grande. Sobre la mesa ve el periódico que le han ofrecido por la calle y decide envolverla en él. La sitúa en el medio de la portada, tapando la foto del enésimo caso de corrupción. Después, dobla las hojas con cuidado. Un par de pliegues. Es todo lo que necesita para dejar preparado un paquete modélicamente rectangular.

Camina sin una idea preconcebida de a dónde va. Le gustaría perderse, que esta ciudad no fuera la suya, no entender los carteles de las fachadas. Estaría bien encontrar un lugar donde el tiempo se detuviera. Quizá en una lavandería 24 horas podría adormecerse con el zumbido de las máquinas mientras ve girar las entrañas vacías de una lavadora. El sueño eterno a cambio de unas monedas. Sin embargo, sus zapatos siguen adelantándose en una carrera absurda. Camina y bracea. Con el movimiento repara en el paquete y se siente ridículo. Llevar por la noche un periódico en la mano es una excentricidad, casi como si hubiera salido a pasear con un loro posado en el hombro. Un diario es un objeto de la mañana. Ése es su tiempo. Ahí tiene sentido. Más tarde es un papel agotado que apenas sirve para envolver alimentos. Martín T. lleva envuelta la muerte.

Al pasar junto a un parque se siente atraído por su silencio. Qué diferente le parece a esta hora, alejado de las voces estridentes y la pegajosa compañía de los desconocidos. La brisa cálida le acerca el rumor de la ciudad. La noche le está concediendo una tregua. Elige de entre todos los bancos el más apartado de la acera, lejos de las miradas de los pocos extraños que aún andan por la calle. Preferiría dejar el paquete a un lado, pero una extraña aprensión le hace sostenerlo con desgana, como quien sujeta un sombrero al que no se encuentra lugar. El busto dedicado a algún personaje preeminente toma forma en la oscuridad cuando la luz de las farolas se filtra a través de las ramas. Desde donde está no puede leer la inscripción. Bien podría ser él mismo aquella cabeza sin vida. Al menos comparte con ella su soledad de estatua. Casi se puede decir que la envidia. Desearía ser de piedra, imperturbable, rodeado de árboles, sin que la vida le toque. Elige entre los chopos que habrían de ser sus centinelas uno cercano, con un gran corazón tallado en la corteza que encierra dos iniciales. Su vista no le permite distinguirlas, aunque un temor inconsciente dibuja en su rostro una sombra de horror. Se acerca a él, con el brazo extendido, como si toda su visión se hubiera concentrado en las yemas de sus dedos. Apenas entra en contacto con la cicatriz, su mano cae lentamente. M y N. El sólido cuerpo del arma le hace darse cuenta de que está retorciendo el periódico. La tregua ha terminado.

De camino a la playa recorre la estrecha acera que rodea la valla del puerto. No había vuelto a pasar por allí desde el día que conoció a Naima. Fue una noche de San Juan. Ella insistió en ver el mar. Todavía la recuerda caminando delante de él por aquel estrecho camino, con sus caderas rotundas balanceándose con el suave vaivén de un péndulo, en cuyo hechizo se sentía atrapado. Ahora la playa está desierta. Con pasos titubeantes se acerca a la orilla, dejando atrás las luces del paseo. Es una noche sin luna. Del mar apenas puede ver la espuma de las olas que lamen la arena. No necesita verlo. Está allí, profundo, inmenso, sabio, agazapado en la oscuridad. Lo oye hablar como en una plegaria, susurrándole al oído un nombre que mecen las olas, una, diez, cien veces, hasta quedar exhausto. La brisa trae un suave perfume salado y el lejano resplandor de las hogueras. Ya no queda tiempo. Debe dar la vuelta, alejarse de allí, impedir que un impulso le obligue a tirar el paquete a la negra garganta del mar.

En su vuelta a la ciudad, se siente atraído por las luces que rompen la noche. Se cree desquiciado. La brisa le habla de ella. Todo lo ocupa su nombre, las avenidas sin gente, el estadio en silencio y la plaza desierta. La busca en las calles vacías donde la ve caminar abrazada a fantasmas que no tienen rostro. Es la noche más larga. Se siente agotado. Sin fuerzas. Tiene que apoyarse en la pared para no desplomarse. Ni si quiera es consciente de la mirada llena de desprecio que una pareja le dedica al pasar a su lado. Necesita un lugar para reponerse. En una calle estrecha y maloliente, le llama la atención el destello azulado de un neón. El encuentro. Es un local pequeño bañado por una luz roja. Sólo hay dos tipos. Uno es el camarero que limpia vasos detrás del mostrador. El otro es un cliente, sentado en un taburete con los brazos apoyados en la barra sobre los que descansa el mentón. Parecen estar escuchando la música. Si no recuerda mal es Miles Davis.

-Un Jack Daniel’s. Y deje la botella.

Se había prometido no beber. No quería que le temblara el pulso al empuñar la pistola. Debía mantenerse sereno, sin que nada pudiera alterar su conciencia cuando apretara el gatillo y las detonaciones de los disparos silenciaran para siempre las súplicas. No ignoraba que se estaba engañando a sí mismo. Las mentiras que uno se cuenta suelen ser las peores. Era consciente que le faltaría determinación para seguir adelante sin la ayuda del alcohol. Sabía que era un cobarde. Debía beber hasta aturdirse. Dejar de ser él. Sólo así podría sujetar la pistola, introducirla en su boca y descerrajarse la última bala.

Toma la copa de un trago, sin paladear. El bourbon le quema la garganta. En pocos minutos repite la operación varias veces. Sus movimientos son cada vez más torpes. A su alrededor todo parece suceder a cámara lenta. El alcohol comienza a hacerle efecto. Experimenta la extraña sensación de que el cerebro flota en su cabeza. Su compañero de barra no se ha movido. Un trazo rojo dibuja su silueta encorvada. Ahora se siente con más valor. Ya nada le impide dejar su taburete y dirigirse al de su vecino.

-¿Puedo invitarte a una copa?

El tipo encorvado no se inmuta.

-Sirve otra copa de lo mismo –dice señalando el vaso vacío del tipo inmóvil-.

-Es buena esta música. Ya no hay sitios como éste, donde te dejen escuchar.

El espejo tras las botellas le devuelve una imagen deformada.

-Mi mujer se llama Naima, como la canción de Coltrane. Eso es lo primero que me gustó de ella. Y ahora …..

Las manos han empezado a sudarle. El tacto del periódico húmedo le asquea. El vaso de bourbon vuelve a quedarse vacío. Se ha quedado colgando en un pensamiento incómodo. El silencio le abrasa.

-¿Crees en el destino? Yo sí. El tipo encorvado levanta el vaso para beber un trago y vuelve a su posición. Tú crees que he elegido estar aquí sentado, bebiendo, pero no. Yo sé que todo en mi vida me ha llevado a este vaso de bourbon y a este paquete.

Con torpeza pone el periódico sobre la barra y lo despliega hasta descubrir la pistola. La luz del local tiñe premonitoriamente el cañón de rojo. Solo quiero acabar con esta náusea. Con la última palabra le sobreviene una profunda arcada. Tambaleándose se dirige hacia el baño, tirando en su carrera un par de taburetes. Su compañero de barra permanece imperturbable.

En la pila vomita todo el alcohol que no ha podido digerir, dejándole un sabor amargo en la boca y la garganta irritada. Tras un par de escupitajos, intenta levantar la cabeza que le pesa como si fuera de plomo. A medio camino se topa con el pequeño espejo colgado sobre el lavabo. El maldito objeto sigue haciendo su trabajo. El tipo de la realidad reflejada está tan borracho y derrotado como él. Su aspecto es igual de repugnante. En su imagen advierte el mismo espanto que deformó su rostro frente a la ventana del “Octaedro”.

Con movimiento perezoso, recoge los dos taburetes que había hecho caer y deja sobre la barra un par de billetes arrugados. Cuando ya está en la puerta escucha por primera vez la voz del tipo encorvado.

-Entonces, todo está escrito, ¿no?

Con un torpe gesto de borracho asiente con la cabeza.

-En ese caso, es mejor que no te olvides la pistola.

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