noviembre 20, 2012

Angustia

Angustia
por Jose Torres


Nunca he sabido si la angustia llega, como llega al cuerpo un virus, o si por el contrario, siempre habita en él, agazapada, desde el primer llanto que nos trae a la vida, esperando el momento propicio para salir desde los más oscuros recovecos del alma para engullirlo todo como la niebla espesa engulle el paisaje en los valles profundos. Nada queda fuera de su alcance, todo lo ocupa, el tiempo y también el espacio. Más allá de los lindes de la propia tristeza no hay nada, el mundo eres tú y tu angustia. Te arrebata todo, lo que un día fue tuyo y aquello que pudo llegar a serlo; a cambio, es todo cuanto necesitas, tu único sustento. Con ella se desvanecen el resto de preocupaciones, porque en sus límites no existe el futuro. La vida, tu vida, se detiene. La angustia cae sobre tu cabeza como un aguacero de melancolía, te empapa y te aísla, abre a tu alrededor abismos como fauces de una bestia pavorosa con los puentes destruidos, te encierra con muros de silencio y soledad, que sólo devuelven el sonido de tu voz como un eco. Es algo mental, pero también físico. La sientes nacer en la boca del estómago, como la erupción de un volcán de electricidad que asciende en oleadas hasta la garganta, como una fuerza invisible que te arroja a una sima sin fondo, a un precipicio de miedo y dolor que oprime tu pecho hasta dejarte sin aliento. Con el paso de los días, esas oleadas se apaciguan como una tormenta que se aleja en el horizonte. El dolor es ya únicamente un vacío, una tristeza apática disimulada apenas en tus ojos sin brillo. El tiempo transcurre con matemática monotonía y un día te das cuenta de que estás distraído, pensando en cosas pequeñas, inconscientemente alejado de la angustia. Y sientes miedo. Ella lo ha sido todo, principio y fin, un refugio al fin y al cabo, y si te abandona, tendrás que enfrentarte de nuevo al futuro y sus incertidumbres, te verás obligado, otra vez, a volver a la vida.

noviembre 09, 2012

Cigarrillo



Amanecer



El Amigo Amargo



Todas las tardes a eso de las cuatro menos cuarto, si el trabajo y el tiempo y sus inclemencias lo permiten, si me siento con ánimos de verme rodeado de gente, bajo a la cafetería a tomarme un cortado.

Como casi todo en mi vida, a fuerza de observación y monotonía, ha devenido en ritual que apenas varía. La chica de la caja, a la que yo llamo la “erasmus” (alumno extranjero) por las dos simpáticas coletas rubias que luce al más puro estilo vikingo, me saluda con su cordial “Hola”. “Un cortado” le digo entregándole los 50 céntimos que rebusco en el fondo del monedero. Con una sonrisa que nunca borra de sus labios se despide dándome el ticket y las “Gracias”. Pienso entonces en cuántas veces repetirá esas dos palabras al cabo del día, en una repetición monótona y compulsiva y en cómo habrán perdido para ella todo su significado. ¿Saludará así a la gente en su vida más allá de la caja del bar?, ¿será capaz de dar las gracias con un “gracias”?.

Mientras pienso en su esclavitud a la caja y a esas dos palabras, entrego en la barra el papelito, y el camarero, ya viejo conocido, me pregunta: “¿Normal o descafeinado?”. Me lo pienso unos segundos y digo “Descafeinado”, no quiero tentar a la suerte del insomnio, en una reflexión ya sólo para mi. En un pequeño plato, pone un vasito de cristal lleno de leche caliente y encima de él, un sobre de Nescafé. Al lado, una cucharilla y el azúcar. En el sobre se lee un mensaje “Saca tiempo para hacer yoga” . No puedo sino esbozar un tímida sonrisa en mis labios. Haciendo equilibrios con el vaso, que tiembla temeroso sobre el plato, salgo fuera del pequeño local y busco entre la gente una mesa vacía. Alrededor, terminan su comida los últimos rezagados, devorando a toda prisa una pizza o un bocadillo, pensando en el poco tiempo que les queda antes de la próxima clase. En otra mesa, un grupo de chicas extranjeras se sientan de frente al sol, en un vano intento de ponerse morenas, ya que empieza a hacerse patente un color rojo intenso en sus mejillas que se irá extendiendo por toda su anatomía.

 Lentamente abro el sobrecillo de café y lo vierto con cuidado, sembrando la leche con una montaña oscura y terrosa, que se va sumergiendo poco a poco, con la misma pausada tranquilidad con la que el barco, tras la batalla, busca reposo en el fondo del mar. Así, en su lento hundirse, cada granito de café va dejando tras de si una estela de color marrón en el blanco del vaso, como si se tratase de una estrella fugaz en una clara noche de verano. En la mesa de al lado, dos tipos tienen una conversación acalorada, hablando mal de un tercero, responsable, según parece, de todos los males de la humanidad.

Con toda delicadeza rasgo el extremo del sobre de azúcar y lo dejo caer, formando ahora una blanca nevada sobre las tierras ya oscuras del cortado y dejo que poco a poco se vaya yendo al fondo. Mientras tanto cojo el sobre de azúcar y lo enrollo con cuidado hasta formar un pequeño “cigarrillo” que llevo a mi boca, y creo por unos instantes que voy a fumar.

Con cada sorbo de café cierro los ojos y dejo que  su dulce amargura inunde mi boca y agudice, por un instante, todos mis sentidos. Las manecillas del reloj no entienden de placeres y ya me indican con su tozudo avance que es hora de volver al trabajo, a la vida más allá de la dulce compañía de mi amigo amargo. Un beso muy gran.

Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens

El Viento


Entre análisis y análisis, no puedo dejar de mirar por la ventana, y comprobar que mi cabeza está tan agitada como las copas de las jacarandas que mece el viento. Qué pocas cosas hay que me resulten tan desapacibles como el viento. Supongo que de su mano, sufro una regresión a la infancia y a los primeros miedos, cuando, en la soledad de mi habitación, escuchaba bajo las sábanas la desgarrada voz de su lamento, prolongado y agudo, como el aullido de un lobo tan cercano, que casi podía tocarse con la punta de los dedos. Y es que el viento es un ser vivo, enfadado y violento, que grita desesperado y se retuerce para escapar de su cautiverio sin muros.

Dicen que vivir bajo su influencia acaba trastornando a la gente. Quizá se lleva con él nuestro último rastro de razón, arrancado  pedazo a pedazo, con el zarpazo sonoro de sus garras invisibles, dejando tras de si la devastadora huella de la pérdida y el olvido.

Sin embargo, el viento siempre anuncia su llegada con una elegancia delicadamente bella, y tanto en los amaneceres como en el crepúsculo del día, el cielo se tiñe con un difuminado tono rojizo. Estas últimas tardes, desde la ventana del despacho, veo los afilados esqueletos de los chopos recortarse en ese cielo sonrosado, y una sensación de plácida melancolía me reconcilia temporalmente con el mundo.

 Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens

Noche



Tras las figuras irregulares y oscurecidas de los edificios, el azul pálido del cielo corona los últimos rayos de luz. Apenas unos minutos de penumbra azulada antes de que la noche caiga sobre la ciudad y un manto naranja lo envuelva todo, difuminando cualquier atisbo de color.

La vida parece tomarse un descanso, se vuelve íntima y las calles quedan casi desiertas. El ir y venir de gente cotidiana deja paso a los espectros que deambulan sin rumbo, paseando su soledad en busca de la compañía silenciosa de quienes como ellos, intentan calmar el dolor que no les deja hallar reposo.

A través de las ventanas, se escapan señales luminosas de vidas anónimas, blancas o amarillentas, lúgubres o cálidas, muchas de ellas desparramadas a la oscuridad de las paredes con el parpadeo asincrónico de los televisores, convertidos en hogueras modernas, donde los hombres sentados a su alrededor se guarecen de su atávico miedo a la soledad.

La noche tiene en la voz un murmullo, calmado y casi imperceptible, ahogado por el sopor del sueño y del que sólo despierta con el fugaz destello de la vida latente e insomne. En la calle un perro ladra tozudamente a la luna y los pasos resuenan firmes mientras se alejan con indiferencia, dejando tras de si el misterio de toda vida desconocida. Bajo la penumbra, una pareja se susurra promesas de amor eterno, entrecortadas por risas apenas contenidas y besos de calidez espontánea.

En las noches que nacen con vocación de eternas, se cuela por la ventana la luz de miles de estrellas, lejanas e imperturbables para recordarnos  hasta qué punto somos seres fortuitos y fugaces, perdidos en la inmensidad de un universo indiferente. El tiempo y el espacio se difuminan, y somos conscientes de nuestra propia existencia, cuajada de las mismas preguntas sin respuesta que ya se hicieron los hombres que nos precedieron, y que sentados en la oscuridad, contemplaron las mismas estrellas, que seguirán iluminando a los hombres que han de venir.


 Jose Torres

Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens

noviembre 08, 2012

Náufrago



Náufrago entre tus palabras
sediento de emoción.
Deseoso de pasiones
que mueren en el colchón.

Náufrago poseído
por la fiebre del hard bop,
el caos de sus notas te envuelve;
librándote de la obsesión.

Náufrago arrepentido,
sumergido en la evocación;
en los recuerdos que encogen el alma 
y te visten de luto y dolor

Mi náufrago solitario,
compañero de excursión.
Entre paisaje y paisaje,
eres ya parte de mi estación.

Autores: Ingrid Mabel y Jose Torres