junio 11, 2015

El anacoreta


Por Jose Torres 

Las líneas que ahora escribo son el inicio de lo que el tiempo ha de convertir en mi diario de vida. Bien ha de saber el posible lector de estas notas, que no me empuja a su redacción ningún afán exhibicionista, pues hace mucho tiempo que renuncié a atender las opiniones del mundo. Son las especiales condiciones en que transcurre mi existencia,las que me aconsejan dejar testimonio del devenir de mis días. No habrá orden. Escribo desde el caos. Estas páginas serán mi testamento,el que ha de borrar cualquier rastro de duda sobre la persona que me acompaña si la muerte me sobreviene de manera inesperada.
No es mi propósito hacer aquí un relato pormenorizado delas circunstancias vitales que me llevaron a tomar la decisión de vivir apartado de la sociedad, en el espacio que delimitan las cuatro paredes de esta habitación. No fue más que el proceso natural de los acontecimientos. Hacía mucho tiempo que me venía yendo, que todo me empujaba en esta dirección. Un día desperté y la vida me obligó a enfrentarme a la imagen que devolvía el espejo. Había demorado ese momento tanto como pude, consciente de lo que aquella visión podía depararme. Primero eché mano de las medias verdades, después de las mentiras, no importaba lo grotescas que pudieran llegar a ser, mientras me permitieran seguir eludiendo el reflejo de mi propia realidad, aferrado a la vaga esperanza de que el destino me tuviera reservado un futuro más prometedor. Jamás sucedió. Todos mis miedos, los más insignificantes y los más profundos se materializaron en aquella imagen devastada, apabullantemente mediocre, soberbiamente vacía, sólida en apariencia, pero condenada sin remedio a la ruina, como las casas viejas que apenas mantienen en pie unas vigas de madera devoradas por la podredumbre. Cuando tomé conciencia de la sordidez de mis limitaciones, simplemente, me aparté. No hubo lucha, porque no había salvación; es imposible escapar de uno mismo. Había nacido así, como mi peor enemigo, confundiendo las más de las veces el papel de víctima y el de verdugo. Vivía, pensaba, existía a contracorriente, sin tregua, sin importar qué o quién tuviera delante, tenaz y suicidamente en el lado de a los que siempre les toca perder. Quizá todo acabó de estropearse la tarde en que los cuerpos encorvados luchaban contra el viento. Buscaba una dirección, perdido en las calles de una ciudad que nunca fue mía. Entonces algo se quebró contra el desprecio en los ojos de una desconocida, haciéndose añicos bajo el peso de su brazo que alejaba mis dedos como si estuvieran consumidos por la lepra.Sucedió después de la muerte de mis padres; para entonces ya no había testigos, nadie a quien pudiera importar las consecuencias de mis actos.El mundo quedó reducido a 30 metros cuadrados; ahí debía caber todo; el bagaje del pasado, el hastío del presente y la incertidumbre del futuro que pudiera quedar por delante.

Desde que la casa quedó vacía, parecía otra. Lo era en realidad. Un silencio frío se había adherido a las paredes, tragándose las voces y las sombras. Me había convertido en un extraño que invade una intimidad ajena. Los objetos parecían obstinadamente aferrados a la tristeza, congelados en su silencio, tan huérfanos como yo mismo. Solo mi habitación la sentía como mía; aquí había sufrido la soledad antes de percibir su amenaza tras el umbral de la puerta. Éste fue el único lugar que no sucumbió a la desolación, porque ya no quedaba nada que se mantuviera en pie. Con mis propias manos eché abajo la pared que separaba el dormitorio del cuarto de baño, anexionándolo obligatoriamente para habilitar un espacio donde satisfacerlas más básicas necesidades orgánicas y de higiene. Después me aseguré de evitar cualquier influencia del exterior; tapié la única ventana que daba al patio, dejando por toda iluminación, los 100 vatios del sol artificial que pende solitario del techo. Supongo que ése es el motivo por el que mi piel tiene este aspecto amarillento, como de enfermo de hospital. También le hice un hueco al silencio, forrando todas las paredes con una gruesa capa de corcho.La habitación se había convertido en un gran tablón de anuncios, sin nada que anunciar. Ya solo quedaba una cosa más de la que prescindir, yo mismo; minimizar mi propia presencia en este nuevo mundo. Por eso no dejé en el cuarto ningún espejo, ni superficie pulida que pudiera reflejar mi imagen.Debo de tener un aspecto extraño con los mechones de pelo cercenados a tijeretazos y la barba recortada a rodales. Poco a poco voy olvidando mis facciones, distanciándome de ese rostro que se vuelve irreal a fuerza de ser recordado.

Después de todo, tengo cuanto necesito:un baño completo, con una taza, un lavabo -y el cepillo de dientes permanentemente desemparejado- y una bañera en la que paso el tiempo tumbado, contemplando el leve balanceo de mis atributos en el agua. También hay una cama modesta, una librería con una enciclopedia y los libros que releeré hasta el fin, una mesa que he de compartir con “La Gioconda”, una silla y el tocadiscos con una colección más o menos extensa de jazz; no hay armario, porque toda mi vestimenta se limita a unas cuantas prendas de ropa interior y a un par de pijamas que alternan mi cuerpo y la cuerda extendida en el baño que hace las veces de tendedero. Ese espacio lo ocupa un televisor sin antena y un reproductor de cds donde veo alguna de las películas que he traído conmigo. Las paredes están casi vacías. Sobre la mesa cuelgan con mutua indiferencia un reloj y una sola lámina, una cuadro en continuo cambio, en cuyos límites se esconden miles de historias que esperan ser descubiertas. Es una composición muy sencilla; a través del amplio cristal de una cafetería se observa a un camarero afanado en su trabajo, a una pareja sentada en aparente silencio y a otro cliente de espaldas, a la infinita distancia que media entre las vidas que jamás entrarán en contacto. Muchos días, en los momentos en que el tiempo parece detenerse, el misterioso encanto de esa escena ha venido a rescatarme del hastío, concediéndome nuevas vidas para esos personajes.
Dos calles antes de llegar, ve la rotunda luz iluminando la esquina. A través de los enormes cristales distingue al camarero que aparece como una mancha lechosa tras la barra roja. Recorre el local vacío y escoge, de entre todos los taburetes, el que le permite observar la puerta de entrada. Pide un americano. El reloj que hay colgado sobre la pared está parado; le parece un mal augurio. El tintineo de la puerta llama su atención. No es Martín, sino una mujer pelirroja, con un elegante vestido, demasiado, para un lugar tan modesto y solitario como aquél. La ve avanzar por el pasillo con paso firme, mientras el sonido de sus tacones percute cadenciosamente en el silencio. A pesar de que toda la barra está libre, se sienta a su lado. También pide un café.Es una mujer muy atractiva, a la que habría invitado a una copa de mediar otras circunstancias. Faltan cinco minutos para la hora acordada.
Yo mismo me encargo de lavar la poca ropa que uso y mantener limpia la habitación. Me gusta barrer. Es una labor que puedo realizar mientras pienso en otras cosas. Al final de la jornada guardo en una caja los pelos que he ido perdiendo, de los que llevo un exhaustivo recuento. De todo lo demás se ocupa Ingrid. Fue la primera que se presentó al anuncio del periódico. Tenía más o menos mi edad, o eso me pareció. Era tímida y poco habladora, pero su mirada irradiaba una fuerza que me hizo sentir seguro. No mostró ningún asombro por las condiciones en las que iba a desarrollar su trabajo; me aseguró que podía estar tranquilo. Traía consigo una pequeña bolsa de mano y me preguntó si podía instalarse esa misma noche. Ella también estaba rompiendo con el pasado. Eso terminó por convencerme.

También aquí hay lugar para el aburrimiento y las horas que se estiran para no terminar nunca. Ese tiempo se lo dedico a “La Gioconda”; la que se desgrana en tres mil pedazosy un caos de colores y formas troqueladas. La primera vez que me enfrenté a ese rompecabezas tuve la extraña premonición de que moriría al terminarlo. Tardé un tiempo en decidir incrustar la última pieza. Aquel hueco oscuro en la frente llena de luz, me atraía como un abismo. Me suplicaba con la fealdad de los puzles incompletos. Cada día jugueteaba con el pequeño fragmento entre mis dedos, acariciando sus hendiduras y salientes hasta memorizar su contorno, resistiendo el impulso de echarlo por el retrete. Finalmente, llegó el momento en que me dieron igual las consecuencias de una acción tan modesta. Estaba preparado para asumir la muerte; no iba a encontrar un momento mejor, ahora que ésta había decidido presentarse tras el enigma de la sonrisa más bella; pero nada sucedió. Hubo un mañana, y a ése siguieron otros, tan vulgarmente parecidos a los anteriores, que nadie podría haberlos distinguido. “La Gioconda” renació decenas de veces de las brasas de aquella aprensión para ser una misma y diferente a la vez. En ocasiones, empiezo por las partes oscuras del vestido, otras, por los pliegues de las mangas. Las hay en que comienzo desde arriba, a veces desde abajo. Primero la cara, luego las manos. Es como enfrentarse a una montaña por distintas vertientes. “La Gioconda” es la excusa perfecta para poner uno de mis discos. Nunca he sido capaz de escuchar música sin tener la cabeza ocupada en alguna labor rutinaria que ayude a concentrarme. Cuando tomo asiento sin más intención que la de escuchar, las espirales de notas se difuminan como una columna de humo,huyendo para esconderse detrás de los libros, bajo la cama, perdidas para siempre en los rincones más oscuros, engullidas con sigilo por el corcho de las paredes. Con la ayuda de “La Gioconda” las siento flotar a mi alrededor, como pequeños satélites de polvo que acaban sedimentando en mi memoria. Creo que con la alegría explosiva de Dizzy Gillespie soy capaz de encajar más piezas. Con Coltrane nunca estoy seguro; con él paso de la sutileza al caos, del ruido a lo sublime en un solo compás.

Ingrid cocina para los dos. A mí nunca se me dio bien. Poner tanto esfuerzo en algo que acabará despedazado, triturado, no tiene sentido. Es bastante buena en eso, aunque no comparto su especial predilección por las zanahorias. Nunca se lo he dicho. No me gustaría ofenderla. Es el único precio que tengo que pagar por su compañía. Tres veces al día, llama puntualmente a la puerta para traerme la bandeja con la comida, y otras tres veces vuelve a llamar para llevársela. El resto de las ocasiones nos comunicamos mediante notas. También se ocupa de comprarme cuadernos y lápices, o cualquier cosa que necesite. Si tiene que ausentarse por algún motivo, desliza una pequeña cuartilla por debajo de la puerta, y si tengo que hacerle algún encargo, le dejo un trozo de papel sobre los platos sucios. Encontrar a Ingrid fue una suerte. Es discreta y silenciosa, una persona de la que me puedo fiar. Estoy completamente en sus manos. Le he dado la tarjeta de crédito para que cobre su salario y compre todo lo necesario para la casa. Vive aquí, en el cuarto que fue de mis padres.Desde el día en que se instaló no hemos vuelto a hablar, más allá de los saludos de cortesía. Con los años, ambos nos hemos acostumbrado a un silencio cómplice.Los pocos sonidos que penetran en la habitación provienen de los trabajos que ella realiza cotidianamente. Entonces la supongo inclinada sobre la ventana del patio, tendiendo la ropa con una pinza entre los labios o quedándose absorta en el reflejo de su propia imagen mientras saca brillo a los espejos. Cuando todo queda en reposo, la imagino tranquilamente sentada en el sillón de la salita, el más cómodo (renuncié a él por falta de espacio), tomando un café o leyendo uno de los libros de los que no he traído conmigo ¿Le molestará encontrar pasajes subrayados? Con el paso de los años, todo su cuerpo parece rezumar una especie de tranquila resignación. Siempre he creído que ella será mi espejo, que en el reflejo de su imagen encontraré la mía. A veces la descubro en un futuro incierto llamando a mi puerta con el vigor menguado de sus dedos huesudos. Entonces asoma por la abertura su cabellera encanecida y siento míos los surcos que el tiempo ha labrado en la comisura de sus labios. Es mi propia piel la que ha abandonado sus mejillas, la que pende temblorosa en el contorno de su cara. Son míos los ojos velados por los años que lentamente se apagan en una mirada acuosa.

Hoy escribo de noche. Eso dice el reloj. El insomnio es mal enemigo. Mañana me espera un amanecer de carne derrotada y electricidad en los dientes. Mientras tanto, junto palabras. También queda el sexo, como solución desesperada, como somnífero; no es lo mismo que en los primeros días, cuando se expandía para ocupar el vacío de una vida que había quedado atrás. Era una necesidad recurrente. Un antídoto. En mi cabeza aparecían fragmentadas imágenes del pasado y otras de mi propia invención: la ansiedad en la mirada, la piel reluciente que sabe a sudor y perfume, las voces ahogadas en el placer, el calor húmedo en la yema de los dedos. Recuerdos que se desprendieron de su esencia a fuerza de ser invocados. Ahora solo queda la actividad terapéutica. Dos veces a la semana, el producto de los instintos desgastados desaparece en la sombría oscuridad del sumidero, arrastrado sin remedio por la vertiginosa espiral del efecto Coriolis.

Debemos de estar ya en diciembre. Le escribiré a Ingrid para que me traiga la manta a cuadros. Es la más cálida que he tenido nunca. La de años que debe de tener. Ya la recuerdo de cuando era niño y mi madre la extendía en el suelo para que jugara sobre ella sin enfriarme. Me encantaba el tacto de esa superficie mullida, a veces un poco inestable para algunos muñecos. Convertir  la manta en el espacio de mis juegos era todo un acontecimiento; solo sucedía en navidad; en esos días de vacaciones podía dejar montados los juguetes más aparatosos sin tener que recogerlos al terminar; el resto del año tenía que conformarme con entretenimientos más sencillos que no alteraran el orden de la casa. Luego, esas fiestas ya nunca fueron lo mismo. Incluso las hubo malas, como el año que llamaron a mi madre del colegio. Todavía no entiendo por qué tanto enfado. Supongo que  ella era así, le gustaba tener todo bajo control. Quizá me excedí llamando borregos a mis compañeros ¿De qué otra manera podría referirme a ellos? Aquel juego del amigo invisible era una perfecta estupidez. ¿Qué necesidad tenía yo de devanarme los sesos en buscar un regalo para alguien que en el mejor de los casos me resultaba indiferente? Después había que formar parte de aquella escenificación colectiva de ritos heredados, de sorpresa fingida, de falsa alegría. Qué rechazo me provocaban sus risas. Por eso me negué a participar. Elegí ser uno, estar al otro lado, frente a mis cuarenta y dos compañeros, frente al profesor que me miraba con la incredulidad de quien asiste a un fenómeno absurdo ¿Por qué no quieres jugar?Porque no soy un borrego. Aquella frase estalló contra las paredes con el mismo estrépito de un vidrio que se hace añicos, amenazando con su onda expansiva la imperturbable solidez de reglas que nunca se han escrito.Fue la primera navidad triste que recuerdo. Hace cada vez más frío.

Sé que una vez Ingrid estuvo a punto de marcharse. Aún me angustia pensarlo. Fue unos meses después de instalarse, cuando todavía era incapaz de asimilar la enorme fortuna que había tenido al dar con ella; comencé a advertir en su aspecto, en la forma que tenía de moverse y hasta en su respiración, pequeños cambios que me hicieron temer su marcha.Aquellos días, los ojos le brillaban de una manera que nunca he vuelto a ver, como si fueran espejos perfectos para cualquier punto de luz. Tenía dibujada en los labios una sonrisa que no desaparecía ni al final de la jornada, cuando llamaba a la puerta con cara de cansancio para llevarse los platos de la cena. A veces liberaba un tenue suspiro mientras esperaba a que le devolviera la bandeja, creyendo que yo no la oía. En alguna ocasión advertí que se había pintado las uñas y porlas tardes, se ausentaba de casa con más frecuencia, dejándome notas explicativas cuya caligrafía parecía mucho más alegre. Este paréntesis en su vida duró unas pocas semanas. Una noche la escuché llorar tras la puerta, y desde entonces, sus notas regresaron a su escueto pragmatismo. Los círculos que coronaban las íes volvieron a desaparecer.

Vivir es aprender a renunciar; saber que para seguir adelante algunas cosas han de quedar necesariamente atrás. Hace ocho años que no escucho la lluvia, ni el sonido de mis pasos.Aquí dentro están callados. El frío contacto de mis pies con el suelo está hecho de silencio. Apenas un siseo. Eso echo de menos, el vigor de su voz cuando recorría el camino junto al pueblo, el que no llevaba a ninguna parte; anduve muchas ocasiones aquella senda, una franja de tierra enmarcada entre dos horizontes y mi soledad en medio, en el punto equidistante entre dos infinitos. En aquella  distancia, la única certeza es que de mí no iba a quedar nada; ni los huesos, ni los ojos, ni el suave relieve de una huella en la arena. ¿Dónde habrá ido a parar el estrépito de los pasos que ya no estallan al pie de las montañas?

Las horas que señala el reloj colgado sobre la pared son lo único que todavía comparto con el exterior. Me gusta ser disciplinado con los horarios. La rutina ayuda a sobrellevar el paso del tiempo. Todas las mañanas me levanto a las 9:30. Antes lo hacía a las 8:00, pero, a veces, el día se hacía muy largo. La primera ocupación es tomar un baño con agua tibia, incluso en invierno; ayuda a estimular la circulación; me parece importante en alguien que lleva una vida tan sedentaria como yo. A las 10:30 bebo un vaso de café con leche y me pongo a escribir. Casi siempre historias que invento para los personajes del cuadro. Últimamente suelen acabar de manera trágica. Otras veces me detengo más en los detalles e intento descubrir qué es ese pequeño objeto verde, presumiblemente comestible, que la mujer sentada frente a la barra sostiene en su mano derecha.
-¿Y ahora qué?

-Todo se ha acabado.

La mujer vuelve a inclinarse sobre el bolso y extrae un pequeño sobre verde.

-Puedes obligarnos a llevarte con nosotros a la fuerza. Eso sería muy desagradable.

-¿Y cuál es la otra opción?

-La otra opción es que te tomes tranquilamente el café. Nada más. Antes le habremos echado el contenido de este sobre. En un par de minutos caerás en un sueño profundo del que no despertarás.

Da otra larga calada.

-Si tengo que morir bebiendo, prefiero que mi último trago sea un whisky.

-No hay inconveniente.

-Camarero, un Jack Daniel’s doble.

Los polvos de aquel sobre verde no han cambiado el color ambarino del whisky, ni su característico sabor a madera. Lo bebe en dos tragos, sin darse demasiado tiempo a paladear. Poco a poco, le envuelve un sopor espeso, como una borrachera. El aire parece volverse denso y las imágenes comienzan a desenfocarse, perdiendo su contorno. El cuerpo le pesa. Apenas puede mantenerse erguido. Apoya los brazos sobre la barra, dejando caer la cabeza sobre ellos. Lentamente, los sonidos se van apagando y todo se diluye en una profunda oscuridad.
En estas ocupaciones se me va el tiempo hasta la hora de comer. Una dieta frugal, de carnes a la plancha, pescado, fruta y verduras. Mi escasa actividad física no me permite excesos alimentarios. He de cuidar la salud. Cualquier eventual enfermedad me dejaría expuesto a la visita de un médico, y quién sabe a qué peligrosas ideas sobre mi vida aquí. Después de comer, leo alguno de los libros que tengo conmigo. A veces escojo uno al azar y comienzo la lectura por la página donde queda abierto. “Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres”.Esta práctica la alterno con la entretenida lectura de la enciclopedia. “Iterbio: elemento químico, tiene símbolo Yb, número atómico 70, masa atómica 173, 04. Fue descubierto por Marignac en 1878”. Por las noches, veo una película. Si estoy bajo de humor “Cantando bajo la lluvia” o cualquier otro musical; Ozu para las noches melancólicas, Hitchcock para las calurosas y Ford…..Ford en cualquier momento.

Esta noche he sentido un ligero hormigueo en los brazos, como un prurito. Creo que debe de haber sido por el cambio de gel. Ingrid trajo una marca que nunca había usado. Puede que la falta de sol me haya sensibilizado la piel. No sería extraño que una ligera diferencia de pH me provoque esta pequeña reacción. Mañana le escribiré para que compre el de siempre.

Siempre me gustó mirar las nubes.Me estremecían los caprichosos prodigios de la luz coloreando sus vientres algodonosos, nacidos a borbotones, modelados imperceptiblemente con un soplo de brisa para descubrir nuevas formas que se asemejaban a una cara, a un animal extraño o a cualquier cosa que se pueda componer con la imaginación. En este mundo en miniatura todo sucede al revés. No hay que dirigir los ojos hacia arriba, sino hacia abajo, a las manchas de las baldosas. Si te quedas observándolas el tiempo suficiente, los fragmentos oscuros que flotan sobre la claridad del fondo,se convierten en ojos desorbitados, en bocas horriblemente abiertas, en lenguas afiladas como espadas. Después, me gusta dibujarlas y almacenarlas en una carpeta. Advierto con curiosidad que los resultados son cada vez más siniestros.

Ingrid sigue preocupándome. Lleva unas cuantas noches acostándose tarde. La escucho de arriba a abajo, andando y desandando el pasillo al otro lado de la puerta. Mi situación tampoco mejora. La comezón de los brazos no remite. Incluso va a más. Ahora han empezado a picarme también las piernas. Después de todo, la causa no era el jabón. Quizá estoy empezando a desarrollar algún tipo de alergia. La habitación está poco ventilada. Debería renovar la ropa de cama y los pijamas;  están ya muy desgastados. No debe de ser bueno utilizarlos tanto tiempo. Le escribiré a Ingrid para que compre unos nuevos.

¿Qué habrá sido de N? Supongo que llevará una vida feliz y tranquila, lo único que no podía ofrecerle. Lo último que supe de ella, es que se había casado. Cada vez me cuesta más tener una imagen nítida de aquellos días. Ya no sé qué hay de real en mis recuerdos. Empiezo a confundir las fechas y los lugares. Todo lo envuelve una niebla que se hace más y más densa. Me pregunto muchas veces cómo sería mi vida de haber seguido con ella. Quizá nada habría cambiado. ¿Acaso no aceleré un proceso que era irreversible? No importa qué camino he decidido seguir, es intrascendente que deje uno para tomar otro, siempre me acompaña la sensación de andar bordeando un precipicio, con paso inseguro, sin querer asomarme al borde, no tanto por el miedo a caer, sino por no estar seguro de poder renunciar al impulso de lanzarme al abismo. Es posible que mi destino siempre haya estado unido a las cuatro paredes de este cuarto.

Esta noche he tenido un sueño extraño. Generalmente soy incapaz de recordarlos, pero éste lo seguía sintiendo palpitar en mi cabeza al despertarme; una ensoñación pandémica podría llamarse, en la que el prurito que vengo padeciendo se extendía por todos los continentes como una mancha de aceite, saltando cordilleras y cruzando océanos hasta afectar a los lugares más remotos del planeta. Nada parecía contenerlo. El mal avanzaba como una oleada implacable.

Si un trastorno como ése se extendiera por la tierra, el ser humano volvería a demostrar su capacidad de adaptación. Lo ha hecho siempre, incluso a las situaciones más trágicas. No faltaría quien viese en él la mano de Dios, enviando sobre sus criaturas una nueva plaga. Me gustaría pensar que ni siquiera estos profetas podrían escapar a los picores. Cuando la medicina convencional se mostrara incapaz de proporcionar una solución al problema, surgirían remedios alternativos: brebajes, píldoras milagrosas, emplastos, pociones, cremas, potingues, ejercicios, acupuntura, psicoterapia, hipnotismo, sacrificio de animales, rezos, peregrinaciones e incluso una secta que ofrecería la inmolación de víctimas propiciatorias.Los años pasarían. Poco a poco, la gente se acostumbraría a la nueva situación. Ya no le extrañaría a nadie ver a los demás contorsionándose ridículamente hasta alcanzar el trozo de piel donde el prurito fuera más intenso. Todo empezaría a verse con la naturalidad de un proceso fisiológico, como quien asiste a un simple parpadeo o a un estornudo. En todas las ciudades, las calles se llenarían de postes donde poder aliviar la comezón de la espalda. Muchos aprovecharían la coyuntura para hacer negocio;  prosperarían las fábricas de palos rascadores. Los modelos se multiplicarían; existiría un rascador para cada persona. Abarcarían todo el espectro de la moda, del modesto plástico a la elegante plata, de la sofisticación del ébano, al vinilo postmoderno; los podríamos personalizar, escogiendo el tamaño y la forma, todo ello con una inmensa paleta de colores; se popularizaría llevar el nombre escrito en él. También se harían un hueco en el mercado los guantes especiales para evitar los arañazos (en todos los colores) y los avanzados rascadores automáticos –quizá llevarían el teléfono incorporado-. Algunas cosas ya nunca serían iguales. Las personas ya no se saludarían con un beso o dándose la mano, sino que lo harían rascándose mutuamente los brazos. Por lo demás, la vida seguiría su curso.Los profesores regresarían a la universidad y los sacerdotes al púlpito, los abogados defenderían sus casos en el estrado, y los actores se enfrentarían al público para volver a ser Hamlet. Nacerían nuevos individuos, que se rascarían desde el primer hálito, guiados por el instinto. Solo unos pocos hombres y mujeres, los más ancianos, recordarían que existió un mundo en que el ser humano vivía sin contorsionarse por el picor. Cada vez les resultaría más difícil encontrar a alguien que escuchase sus historias, que como su memoria, irían diluyéndose lentamente en la bruma del tiempo.

Esta extraña comezón va en aumento. Ahora ya afecta a todo el cuerpo. En las noches se hace especialmente intenso, cuando no hay nada más en que pensar; la oscuridad, el tic-tac del reloj y este desagradable prurito. Anoche apenas pude dormir. Ingrid también estuvo levantada. Durante un buen rato vi luz por debajo de la puerta y la sombra de sus pies pasando por delante una y otra vez, como un animal enjaulado.

Quizá esta incertidumbre sobre lo que le sucede a Ingrid es lo que me provoca esta reacción en la piel. Reconozco que su marcha me pondría en una situación difícil. No digo que fuera fácil encontrar a otra persona que se hiciera cargo de los trabajos de la casa, pero es casi imposible dar con alguien como ella, con unas cualidades tan necesarias para mí, tan apropiadas para conseguir el grado de complicidad del que ahora disfrutamos.

Esta mañana Ingrid no ha traído el desayuno. Tampoco la comida. La casa está en completo silencio. Nunca había ocurrido algo así. Tiene que haberle sucedido algo.Puede que esté inconsciente. En estos años nunca se me había pasado por la cabeza que pudiera suceder una cosa como ésta. Nadie está a salvo de un accidente, de un mal paso, de un tropiezo. En todas partes, la gente enferma, sufre ataques, se desmaya.

Es la hora de cenar e Ingrid tampoco ha dado señales de vida. Quizá se ha marchado. Sin avisar ¿Por qué haría una cosa así? Es cierto que tiene la tarjeta, que podría llevárselo todo y desaparecer. No, imposible, ella nunca haría algo así¿Y si la están obligando? Puede que alguien la haya forzado a actuar contra su voluntad. Eso es una idea disparatada¿Cómo iba ella a verse envuelta en un asunto tan turbio, si apenas sale de casa? Empiezo a tener mucha hambre.

Ingrid se marchó hace dos noches. Por debajo de la puerta había deslizado una nota que quedó oculta bajo la mesa. Hasta esta mañana no la he descubierto. El mensaje es escueto, escrito con una caligrafía nerviosa: “Lo siento, tengo que marcharme”. No hay más explicaciones. Ni siquiera sé si esta situación es definitiva. Puede que vuelva. Quizá no. He de reconocer que todo esto me angustia. Cuando su comportamiento empezó a cambiar, debí haberle preguntado. Además este picor ya es insoportable. Debe de estar sucediéndome algo.Solo encuentro un poco de alivio quitándome la ropa de encima, pero lo primero es poner remedio a la marcha de Ingrid.

Después de ocho años he salido de la habitación. Lo más urgente era la comida. La nevera está llena; eso me da unos días de margen. Confío en que la marcha de Ingrid no sea definitiva. Agotaré los recursos antes de buscar otras alternativas. Tampoco tengo muchas más opciones, ya que estoy incomunicado; desde que entré en la habitación renuncié a todo contacto con el exterior. Ella sí tenía teléfono. Alguna vez la escuché hablar. Para pedir ayuda debería salir fuera de casa. Espero que antes de que suceda eso Ingrid esté de vuelta. No es posible que me haya dejado solo sin más explicaciones. Tiene que haber ocurrido algo muy grave. En cuanto lo solucione, volverá.

Voy a darme un baño de agua tibia. Todo esto me tiene desquiciado y el prurito es cada vez peor. Me pasó el tiempo desnudo, con la piel enrojecida de rascarme tanto. Solo los baños me calman, aunque sea momentáneamente. Ya no puedo leer, ni escribir, ni ver películas. Todo lo ocupa este condenado picor.

Salvo mi incursión en la cocina, todavía no he registrado el resto de la casa. Estar fuera de la habitación me pone nervioso; debo decidirme a echar un vistazo. Quizá encuentre alguna pista de lo que le sucedió a Ingrid.

He descubierto que su habitación huele de una manera especial, una fragancia que nunca percibí en ella. No sabría determinar con exactitud a qué flor o fruto pertenece esta esencia. Es fresca y agradable, discreta, pero persistente. Creo que define muy bien a Ingrid. Más allá del aroma todo parecía en orden. La cama estaba hecha y cada cosa ocupaba su sitio, excepto un vestido arrugado en el suelo, y junto a él, la ropa interior. Sin duda salió con prisas. Ni siquiera le dio tiempo a recoger las prendas que se había cambiado. Al abrir el armario lo he encontrado lleno de ropa. Ya no sé qué pensar. Desde luego se fue apresuradamente; quizá no tuvo ocasión de llevarse sus vestidos. Puede, también, que los haya dejado a propósito; que tenga pensado volver.

En el baño había bastante desorden. Sobre el lavabo he encontrado varios frascos y botellas de lo más variopinto: polvos de talco, manzanilla, avena, crema de aloe vera, aceite de oliva, bicarbonato y arcilla verde. En la bañera flotaba sobre el agua una pasta que parecía avena. Me pregunto si este desorden es fruto de las circunstancias que le llevaron a marcharse, o si siempre ha sido así. Desde luego, no encaja con la imagen que a lo largo de estos años me he hecho de ella. Imaginaba una casa en perfecto orden, en el que cada objeto relucía inmaculado en su lugar, el suyo propio, el único posible. Esa idea me hacía sentir tranquilo.

Todos los productos que he encontrado en el baño parecen remedios para aliviar el picor de la piel. Sin que yo lo supiera, Ingrid sufría mis mismos síntomas. En silencio, se había convertido en un alma en pena. Las largas noches andando y desandando el pasillo, las debía de pasar rascándose sin descanso al otro lado de la puerta, atormentada por unas molestias tan extendidas que no habría manos, dedos, ni uñas para calmar tanta desazón. Ahora se me hace difícil imaginar cómo pudo cumplir con sus obligaciones hasta el último día. Ni una vez se retrasó al traerme la comida, ni siquiera dejó entrever el más mínimo temblor al entregarme de sus manos la bandeja. Ni una queja, ni un gesto, cuando a mí me resultaba imposible concentrarme en nada que no fuera esta maldita irritación.¿Por qué no me dijo nada? Bueno, yo tampoco lo hice ¿Habrá sido ese el motivo de su marcha?

Algo nos estaba sentando mal. Puede que un alimento, aunque no sé si comía lo mismo que yo. Ni siquiera sé eso de ella. Puede que fuera una alergia que hemos desarrollado a la vez. Los dos estábamos expuestos a las mismas condiciones ¿Sería tan grande nuestra compenetración?

La comida está empezando a agotarse. Ingrid no ha vuelto. La comezón es insoportable. Ando desnudo por la casa. Ya no soporto ni la ropa interior. Los arañazos con la uñas me han provocado heridas enrojecidas en todas las partes del cuerpo donde llegan las manos. Ni siquiera puedo sentarme. Vago por la casa como un fantasma, buscando cualquier saliente con el que calmar el picor de la espalda. Los remedios que encontré en el cuarto de baño apenas me alivian unos instantes, pero el prurito vuelve después con más violencia.

Si Ingrid se fue por este problema en la piel y no ha vuelto, es que la cosa es grave. Puede que se trate de una enfermedad, posiblemente contagiosa, que la retiene en el hospital. Pero entonces, habría hablado de mí a los médicos para que vinieran a ayudarme ¿Y si la enfermedad degenera en algo más grave? Tal vez está inconsciente. O muerta. No, eso no, a mí no me ha sucedido nada de eso. Quizá me ha abandonado voluntariamente. Quizá me odiaba en silencio, acumulando rencor contra mí, por mi reserva, por mi desinterés, por no preocuparme por ella, por no preguntarle nunca cómo le iban las cosas, por no prestarle apoyo cuando era evidente que lo necesitaba. Tal vez lo tengo merecido.

Hace tres días que la comida se ha terminado. Ya no tengo esperanza en que Ingrid vaya a volver. Mi piel es una llaga enrojecida. Estas son mis últimas palabras antes de abrir una puerta que lleva cerrada ocho años, la última frontera antes de salir a un mundo al que había renunciado. Lo hago desnudo y sin fuerzas, completamente expuesto. Tengo miedo.

La mirada


Por Jose Torres

Hace tres horas que Martín T. espera en la habitación de un hotel, dejando pasar la tarde hasta que la penumbra se impone lentamente sobre la claridad, diluyéndose en el aire como una bruma cenicienta. Sin embargo, son otras tinieblas las que oscurecen sus pensamientos. En todo ese tiempo, Martín T. no ha hecho otra cosa que pensar; sobre todo en su mujer y en lo que va a suceder cuando caiga la noche. Gota a gota, su cabeza destila imágenes que se extienden por su conciencia como un veneno. Ni siquiera sabe si es capaz de controlarlo. Por eso se levanta de la cama y se sitúa frente al espejo. Quiere cerciorarse de que todo el resentimiento que cree desbordarse no ha llegado a la superficie. La luz cenital de la sala proyecta bajo sus cejas dos manchas oscuras que le hacen parecer un cadáver. Tal vez está viendo el futuro. No obstante, más allá de su imagen demacrada, ningún gesto le delata; su rostro se asemeja a una máscara. En vano busca una mínima sombra de duda a la que aferrarse, un cabo que le aleje de todo esto y le permita alcanzar la salvación. Sólo un extraño brillo luce en sus ojos. Nadie puede saber que en esa mirada se concentra todo el odio que ha ido acumulando desde la tarde del “Octaedro”.

Lleva unos minutos sentado en la cama, inmóvil, con el teléfono entre las manos y la voz de su mujer repitiéndose aún como un eco. Le ha sorprendido no hallar en sus propias palabras el más leve rastro de inquietud cuando le ha mentido. Es la primera vez que lo hacía y ha resultado más fácil de lo que esperaba. Marcó el número con tranquilidad, expulsó el aire de sus pulmones y le habló con cariño, en el tono que siempre utiliza con ella. Incluso vio en el espejo cómo se dibujaba en su cara una ligera sonrisa. También puedo ser un hipócrita, ha pensado. Acabo de llegar al hotel. Esa fue la primera mentira. Luego siguió una segunda. La vista es estupenda. Incluso se distinguen las torres de la Sagrada Familia. Para la tercera tuvo que sobreponerse al dolor: Te quiero. La vista desde la habitación es bastante buena. En eso no ha faltado a la verdad. Sin embargo, el gran edificio que domina el paisaje no es una basílica modernista, sino un ojo gigantesco que parece brotar de la tierra para vigilar a los hombres. Martín T. es ajeno a su acecho callado. Lo que realmente atrae su atención es una ventana situada en un edificio cercano. Desde donde se encuentra sólo es un rectángulo iluminado. No necesita más. Sabe perfectamente que lo que se esconde tras ella es su propia habitación.

El tiempo transcurrido en el ficticio viaje, Martín T. lo ha empleado en ir a casa de su padre. Desde que murió no había vuelto. A pesar de los años, todavía huele a él, como si fuera a verlo sentado en su butaca, con la pipa en una mano y aquella mirada llena de desencanto que era mucho más elocuente que sus palabras a medio escupir. El olor penetrante le provoca un profundo malestar; algo físico, como una náusea. Se dirige directamente al despacho. No tiene la menor intención de revisar el resto de las habitaciones. Es una estancia austera. En la estantería, ninguna imagen suya acompaña a las dos fotos de su madre, aún joven. Sobre los muebles se ha acumulado una capa uniforme de polvo. Lo que busca está en el segundo cajón del escritorio, que sigue cerrado, como lo estuvo siempre. En el registro, sus dedos han dejado en el estrato blanquecino una huella acusatoria que le hace revivir la antigua aprensión de ser descubierto, la misma que experimentaba de niño al hurgar a escondidas entre las cosas de su padre. Mientras hace girar la llave en la cerradura, le irrita pensar que aún pueda ejercer esa influencia sobre él ¿Qué pensaría ahora su padre? Tal vez le diría que se marchara, que no tiene el coraje que es necesario, que fracasará. Al deslizar la gaveta, la ve aparecer tal y como la recordaba, como si fuera nueva. Una pistola automática con incrustaciones de nácar en la culata. Siempre se había negado a empuñarla cuando su padre quiso enseñarle a disparar. Fue una decepción más para él. En ese momento en que la sujeta con el cuidado con que se sostiene a un animal pequeño, se siente extraño, como si se estuviera traicionando a sí mismo. Después de meterla en una bolsa, echa un último vistazo. El estrépito de un portazo deja atrás una parte del pasado a la que jamás va a regresar.

Ya es noche cerrada. Las ventanas de su casa permanecen a oscuras. Es muy pronto para que hayan vuelto. Quizá a estas horas estén cenando. A Naima le gusta ir tarde a los sitios. Nunca tiene prisa. Cada vez que salen debe esperar paciente, mientras ella cumple con el ritual de indecisiones al que él asiste fingiendo un leve enfado. A veces, le habría gustado cogerla por la cintura y besarla, y decirle que no irán a ninguna parte, que nunca la ha deseado tanto. Pero en lugar de eso, se queda recostado en el sillón, viéndola posar frente al espejo como hipnotizado, mientras ella va descartando uno a uno los vestidos que saca del armario. La espera siempre merece la pena. Ya no importa salir tarde, ni llegar al restaurante cuando la mayor parte de la gente está terminando de cenar. Después se demoran hablando de cualquier cosa, hasta que se quedan solos, como una par de náufragos. Entonces, ella se ausenta para ir al baño, dejándole desamparado, en compañía de desconocidos, que es la peor de las soledades, rodeado por las patas de las sillas colocadas sobre la mesa, hostilmente erguidas, como un mar de amenazadoras cornamentas. Tal vez con el otro todo sea diferente. No valdría la pena repetir las mismas costumbres, los mismos errores. Quizá Naima se deja llevar, despreocupada. Quizá.

La espera en la habitación se le hace insoportable. Se mira constantemente en el espejo, el objeto que más odia, porque lo enfrenta a sí mismo, a sus limitaciones. Nunca preguntes a un espejo, había escuchado en alguna parte. El que tiene delante responde con crueldad, doblando el número de sus defectos. Su barba encanecida, las entradas cada vez peor disimuladas, le avejentan la cara aquí y en la realidad reflejada. Sin embargo, Naima sigue tan bella como hace unos años. Puede que más. Ha perdido esa ridícula expresión que dan la juventud y el vigor excesivo. Pensar ahora en ella es más de lo que puede soportar. Le gustaría poder borrar aquella mirada, pero sabe que le acompañará mientras viva. Fue la tarde frente al “Octaedro”. Había salido de hacer una visita a un cliente y se topó con sus ojos. Alguien diría que fue el destino. Estaba sentada en el café, con el mentón apoyado en la palma de la mano. Tenía un aire ausente, pero no había en ella ni rastro de la melancolía a la que parecía haberse abandonado las últimas semanas. Era ella, más ella que nunca, plena, feliz. Se quedó observándola un momento, sin atreverse a llamarla por miedo a romper el encanto de ese instante de plenitud. Entonces, unas manos se posaron sobre sus hombros, rescatándola del indefinido lugar que mediaba entre la realidad y sus ojos con un beso en el cuello. Al contacto de aquellos labios ella respondió con una franca sonrisa.. En un acto reflejo, Martín T. dio un par de pasos para esconderse. Se sentía extrañamente avergonzado, como si hubiera sido testigo de una escena a la que no había sido invitado. En el reflejo del cristal tuvo que enfrentarse al espanto de su rostro. Aquella mirada ya lo abarcaba todo. Todo menos a él. Había quedado fuera. Más allá del ventanal de la cafetería sólo existía la náusea.

Necesita salir, caminar, dejar pasar el tiempo hasta que llegue la hora. Al sacar la pistola de la bolsa se da cuenta de que no sabe dónde ponerla. En las películas, tipos más decididos que él la llevan por dentro del pantalón, en un costado o a la espalda.  Tras varias pruebas esta alternativa no le convence. Tiene la impresión de que en cualquier momento el arma se deslizará peligrosamente por la pernera. También descarta llevarla en la bolsa, que le parece demasiado grande. Sobre la mesa ve el periódico que le han ofrecido por la calle y decide envolverla en él. La sitúa en el medio de la portada, tapando la foto del enésimo caso de corrupción. Después, dobla las hojas con cuidado. Un par de pliegues. Es todo lo que necesita para dejar preparado un paquete modélicamente rectangular.

Camina sin una idea preconcebida de a dónde va. Le gustaría perderse, que esta ciudad no fuera la suya, no entender los carteles de las fachadas. Estaría bien encontrar un lugar donde el tiempo se detuviera. Quizá en una lavandería 24 horas podría adormecerse con el zumbido de las máquinas mientras ve girar las entrañas vacías de una lavadora. El sueño eterno a cambio de unas monedas. Sin embargo, sus zapatos siguen adelantándose en una carrera absurda. Camina y bracea. Con el movimiento repara en el paquete y se siente ridículo. Llevar por la noche un periódico en la mano es una excentricidad, casi como si hubiera salido a pasear con un loro posado en el hombro. Un diario es un objeto de la mañana. Ése es su tiempo. Ahí tiene sentido. Más tarde es un papel agotado que apenas sirve para envolver alimentos. Martín T. lleva envuelta la muerte.

Al pasar junto a un parque se siente atraído por su silencio. Qué diferente le parece a esta hora, alejado de las voces estridentes y la pegajosa compañía de los desconocidos. La brisa cálida le acerca el rumor de la ciudad. La noche le está concediendo una tregua. Elige de entre todos los bancos el más apartado de la acera, lejos de las miradas de los pocos extraños que aún andan por la calle. Preferiría dejar el paquete a un lado, pero una extraña aprensión le hace sostenerlo con desgana, como quien sujeta un sombrero al que no se encuentra lugar. El busto dedicado a algún personaje preeminente toma forma en la oscuridad cuando la luz de las farolas se filtra a través de las ramas. Desde donde está no puede leer la inscripción. Bien podría ser él mismo aquella cabeza sin vida. Al menos comparte con ella su soledad de estatua. Casi se puede decir que la envidia. Desearía ser de piedra, imperturbable, rodeado de árboles, sin que la vida le toque. Elige entre los chopos que habrían de ser sus centinelas uno cercano, con un gran corazón tallado en la corteza que encierra dos iniciales. Su vista no le permite distinguirlas, aunque un temor inconsciente dibuja en su rostro una sombra de horror. Se acerca a él, con el brazo extendido, como si toda su visión se hubiera concentrado en las yemas de sus dedos. Apenas entra en contacto con la cicatriz, su mano cae lentamente. M y N. El sólido cuerpo del arma le hace darse cuenta de que está retorciendo el periódico. La tregua ha terminado.

De camino a la playa recorre la estrecha acera que rodea la valla del puerto. No había vuelto a pasar por allí desde el día que conoció a Naima. Fue una noche de San Juan. Ella insistió en ver el mar. Todavía la recuerda caminando delante de él por aquel estrecho camino, con sus caderas rotundas balanceándose con el suave vaivén de un péndulo, en cuyo hechizo se sentía atrapado. Ahora la playa está desierta. Con pasos titubeantes se acerca a la orilla, dejando atrás las luces del paseo. Es una noche sin luna. Del mar apenas puede ver la espuma de las olas que lamen la arena. No necesita verlo. Está allí, profundo, inmenso, sabio, agazapado en la oscuridad. Lo oye hablar como en una plegaria, susurrándole al oído un nombre que mecen las olas, una, diez, cien veces, hasta quedar exhausto. La brisa trae un suave perfume salado y el lejano resplandor de las hogueras. Ya no queda tiempo. Debe dar la vuelta, alejarse de allí, impedir que un impulso le obligue a tirar el paquete a la negra garganta del mar.

En su vuelta a la ciudad, se siente atraído por las luces que rompen la noche. Se cree desquiciado. La brisa le habla de ella. Todo lo ocupa su nombre, las avenidas sin gente, el estadio en silencio y la plaza desierta. La busca en las calles vacías donde la ve caminar abrazada a fantasmas que no tienen rostro. Es la noche más larga. Se siente agotado. Sin fuerzas. Tiene que apoyarse en la pared para no desplomarse. Ni si quiera es consciente de la mirada llena de desprecio que una pareja le dedica al pasar a su lado. Necesita un lugar para reponerse. En una calle estrecha y maloliente, le llama la atención el destello azulado de un neón. El encuentro. Es un local pequeño bañado por una luz roja. Sólo hay dos tipos. Uno es el camarero que limpia vasos detrás del mostrador. El otro es un cliente, sentado en un taburete con los brazos apoyados en la barra sobre los que descansa el mentón. Parecen estar escuchando la música. Si no recuerda mal es Miles Davis.

-Un Jack Daniel’s. Y deje la botella.

Se había prometido no beber. No quería que le temblara el pulso al empuñar la pistola. Debía mantenerse sereno, sin que nada pudiera alterar su conciencia cuando apretara el gatillo y las detonaciones de los disparos silenciaran para siempre las súplicas. No ignoraba que se estaba engañando a sí mismo. Las mentiras que uno se cuenta suelen ser las peores. Era consciente que le faltaría determinación para seguir adelante sin la ayuda del alcohol. Sabía que era un cobarde. Debía beber hasta aturdirse. Dejar de ser él. Sólo así podría sujetar la pistola, introducirla en su boca y descerrajarse la última bala.

Toma la copa de un trago, sin paladear. El bourbon le quema la garganta. En pocos minutos repite la operación varias veces. Sus movimientos son cada vez más torpes. A su alrededor todo parece suceder a cámara lenta. El alcohol comienza a hacerle efecto. Experimenta la extraña sensación de que el cerebro flota en su cabeza. Su compañero de barra no se ha movido. Un trazo rojo dibuja su silueta encorvada. Ahora se siente con más valor. Ya nada le impide dejar su taburete y dirigirse al de su vecino.

-¿Puedo invitarte a una copa?

El tipo encorvado no se inmuta.

-Sirve otra copa de lo mismo –dice señalando el vaso vacío del tipo inmóvil-.

-Es buena esta música. Ya no hay sitios como éste, donde te dejen escuchar.

El espejo tras las botellas le devuelve una imagen deformada.

-Mi mujer se llama Naima, como la canción de Coltrane. Eso es lo primero que me gustó de ella. Y ahora …..

Las manos han empezado a sudarle. El tacto del periódico húmedo le asquea. El vaso de bourbon vuelve a quedarse vacío. Se ha quedado colgando en un pensamiento incómodo. El silencio le abrasa.

-¿Crees en el destino? Yo sí. El tipo encorvado levanta el vaso para beber un trago y vuelve a su posición. Tú crees que he elegido estar aquí sentado, bebiendo, pero no. Yo sé que todo en mi vida me ha llevado a este vaso de bourbon y a este paquete.

Con torpeza pone el periódico sobre la barra y lo despliega hasta descubrir la pistola. La luz del local tiñe premonitoriamente el cañón de rojo. Solo quiero acabar con esta náusea. Con la última palabra le sobreviene una profunda arcada. Tambaleándose se dirige hacia el baño, tirando en su carrera un par de taburetes. Su compañero de barra permanece imperturbable.

En la pila vomita todo el alcohol que no ha podido digerir, dejándole un sabor amargo en la boca y la garganta irritada. Tras un par de escupitajos, intenta levantar la cabeza que le pesa como si fuera de plomo. A medio camino se topa con el pequeño espejo colgado sobre el lavabo. El maldito objeto sigue haciendo su trabajo. El tipo de la realidad reflejada está tan borracho y derrotado como él. Su aspecto es igual de repugnante. En su imagen advierte el mismo espanto que deformó su rostro frente a la ventana del “Octaedro”.

Con movimiento perezoso, recoge los dos taburetes que había hecho caer y deja sobre la barra un par de billetes arrugados. Cuando ya está en la puerta escucha por primera vez la voz del tipo encorvado.

-Entonces, todo está escrito, ¿no?

Con un torpe gesto de borracho asiente con la cabeza.

-En ese caso, es mejor que no te olvides la pistola.