+ Relatos

Desesperación
por Jose Torres 
Pasan de las dos de la madrugada. La ciudad duerme. Casi toda. Existen distintas formas de no dormir. Hay una pragmática, la que te obliga a conducir un taxi por calles vacías o amasar el pan en la desmayada luz de un obrador. Otras son más lúdicas. En este preciso instante es muy probable que alguien estará alcanzando el culminante momento del orgasmo, acompañado o no, aunque acompañado no siempre significa compartido. También es posible que trabajo y placer crucen sus caminos, pues hay en el mundo quien se gana su sustento alcanzando o haciendo alcanzar orgasmos. Ninguno de estos casos es el mío. Mi insomnio hoy es menos lúdico y/o pragmático. Los dos imbéciles de abajo, con sus voces monocordes de disco escuchado al revés, me rompen el sueño. Allá en el nuevo continente añadirían que también les rompen las pelotas. Ni siquiera son una pareja teniendo sexo. Sería más ameno, más humano, más compensible. Al menos, podría darle uso al estetoscopio. Lo de los imbéciles entra más bien en la categoría de las invasiones bárbaras. Cuánta palabra para no decir nada. Qué manera más absurda de despilfarrar el silencio. Siento la misma desesperación de Meursault cuando le privan del tabaco en la cárcel. Yo vivo también en una prisión, sin barrotes, de paredes invisibles y metafóricas unas veces, de una fisicidad verde manzana las otras. Éstas y aquellas encierran un espacio cada vez más estrecho. Ya no cabe ni el silencio, y eso, he de asumirlo, es parte de la pena. ¿Mi crimen? Ser, existir como este ente que soy yo mismo.  
 
Bendiciones
por Jose Torres
Bendito sea el fruto de vuestro vientre. Benditas las lágrimas que inundan sus mejillas con tibios riachuelos de amargura. Bendito sea siempre el sudor salado que empapa su frente gota a gota. Bendita su sangre, derramada eternamente, como un aceite viscoso que lubrica la rueda que un día ha de aplastaros ¿Es que sólo yo escucho sus voces?

Caos (II)
por Jose Torres
La vida es como un largo etcétera. Un mañana como ayer. Silencio.  No sos vos, soy yo, aunque también un poco tú. Más silencio. Estoy solo en esta isla. Viernes resultó ser un coco y tampoco me entiende. Dormido, a veces, parezco normal. Monotonía de lluvia tras los cristales. Monotonía de vida ante los cristales. Si sólo me hubieran robado el mes de abril, al menos me quedarían once. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, lo cual habla bastante mal de mi vida. Miénteme, dime que quieres a mis padres. Murió como un héroe, practicando sexo oral con la nariz congestionada. Si tú me dices ven, es que algo quieres de mí. ¿Hablo yo o pasa un carro? Mejor que pase un carro. Tócala otra vez. Eso se paga aparte del polvo. Más silencio. Eres lo que más quiero en el mundo, dijo mirándose a un espejo. Un día me moriré, aunque sea lo último que haga en la vida. Fin.

Nighthawks
por Jose Torres
Había estado caminando toda la tarde sin rumbo, callejeando sin otro propósito que el de dejar pasar el tiempo hasta que el cansancio le hiciera regresar a casa. Las ventanas de los edificios se iluminaban como ojos que despiertan de su letargo y las calles, poco a poco, iban quedando desiertas. El bullicio de la ciudad cedía ante los murmullos de la noche. Miró el reloj. Era tarde, las diez pasadas, pero se encontraba bien en la penumbra de aquellas calles solitarias. Tan sólo estaba un poco cansado. Le apetecía descansar los pies y tomar algo. Pensó en ir a Phillies.  

- “Sí, Phillies siempre está abierto”, pensó para él.

Le gustaba especialmente aquel bar. A esas horas casi siempre estaba vacío y cerraba muy tarde. El propietario tenía problemas de insomnio y apenas daba conversación.

Dos calles antes de llegar a Phillies, ya vio su rotunda luz blanquecina iluminar la esquina. A través de sus enormes cristales distinguió al camarero que aparecía como una mancha lechosa tras la barra roja. Había también un hombre y una mujer, sentados casi frente a frente, en cada uno de los lados de la barra triangular, aunque separados por la distancia que existe entre dos mundos que nunca llegarán a encontrarse.

Al entrar tomó asiento al lado de la mujer. Le llamó la atención su elegancia, impropia de un local tan modesto y solitario.

- Un café. Perdone señorita, ¿tiene fuego?
- Le doy fuego si me invita a un cigarrillo

Sacó del bolsillo un paquete ya abierto, y con un sutil golpe de su índice, dos cigarrillos asomaron por la abertura. Ella acercó sus manos largas y cuidadas, y con la sutileza de sus dedos índice y pulgar apresó uno de los pitillos y se lo llevó a los labios. Eran carnosos, y estaban pintados de un color rojo pálido que sin embargo no dejó ninguna huella en la boquilla. Del taburete de la derecha rescató su bolso y lo puso sobre la barra. Tras uno segundos de búsqueda sacó de su interior un Zippo en el que podía leerse la siguiente inscripción “Good luck”. Encendió su cigarrillo y se dispuso a encender el de él, que ya colgaba de sus labios. La mujer se dio cuenta de que él miraba con atención el encendedor.

-“Fue un regalo”, dijo ella. Lo puso sobre la palma de su mano y mirándolo siguió: “Quien me lo dio, dijo que siempre que leyera la inscripción tendría buena suerte”.
-¿Y funciona?
-Unas veces sí, y otras veces no.

Él esbozó una sonrisa y tomó un sorbo de café.

- Si bebe usted café no va a poder dormir
- Hoy no tengo ganas de volver a casa
- ¿No le espera nadie?
- No. Dijo él soltando una bocanada de humo. ¿y a usted?, ¿tampoco la espera nadie?
- Quien debería esperarme está ahora a 35000 pies, en algún lugar cerca de Boston.
-¿Está usted casada con un piloto?
- Prometida.
- Bonita profesión
- Bonita y solitaria
-¿Y usted a qué se dedica?
- No me llame de usted, no me gusta.
- Bueno, pues ¿a qué te dedicas?
- Soy abogada
- Un adalid de la justicia.
- Mi trabajo no tiene nada que ver con la justicia. No creo que la justicia exista siquiera. Creo en mis clientes en todo caso, y no en todos.

Nada más terminar la frase dio una calada profunda y preguntó:

-¿Y tú?, ¿a qué le dedicas tu tiempo?
- Trabajo para el gobierno, en el ministerio de agricultura.
- Nunca lo hubiera pensado -Se quedó mirándolo un momento -. No sé, tienes aspecto de ser de los que sueñan despierto.
-¿Y qué creías que era?......¿taxidermista?

Ella rio alegremente.

-No, pero no te hacía trabajando en algo tan terrenal.
-Tienes unos ojos preciosos -dijo él de repente- . Seguro que tu piloto piensa que son más azules que el mismo cielo.
-Sí, bueno, no sé. No es muy aficionado a decirme lo que piensa sobre mis ojos. La verdad es que no es muy aficionado a decirme qué piensa sobre cualquier cosa.

Dio otra calada profunda.

-Bueno, creo que me voy a ir – dijo ella con pena -. Debe de estar a punto de llegar y quiero estar cuando llame. Gracias por el pitillo y la compañía.
-Gracias a ti por el “Good luck”.

Ya al lado de la puerta, se volvió.

-Por cierto, me llamo Mary.
-Joseph
-Buenas noches
-Buenas noches
Angustia
por Jose Torres
Nunca he sabido si la angustia llega, como llega al cuerpo un virus, o si por el contrario, siempre habita en él, agazapada, desde el primer llanto que nos trae a la vida, esperando el momento propicio para salir desde los más oscuros recovecos del alma para engullirlo todo como la niebla espesa engulle el paisaje en los valles profundos. Nada queda fuera de su alcance, todo lo ocupa, el tiempo y también el espacio. Más allá de los lindes de la propia tristeza no hay nada, el mundo eres tú y tu angustia. Te arrebata todo, lo que un día fue tuyo y aquello que pudo llegar a serlo; a cambio, es todo cuanto necesitas, tu único sustento. Con ella se desvanecen el resto de preocupaciones, porque en sus límites no existe el futuro. La vida, tu vida, se detiene. La angustia cae sobre tu cabeza como un aguacero de melancolía, te empapa y te aísla, abre a tu alrededor abismos como fauces de una bestia pavorosa con los puentes destruidos, te encierra con muros de silencio y soledad, que sólo devuelven el sonido de tu voz como un eco. Es algo mental, pero también físico. La sientes nacer en la boca del estómago, como la erupción de un volcán de electricidad que asciende en oleadas hasta la garganta, como una fuerza invisible que te arroja a una sima sin fondo, a un precipicio de miedo y dolor que oprime tu pecho hasta dejarte sin aliento. Con el paso de los días, esas oleadas se apaciguan como una tormenta que se aleja en el horizonte. El dolor es ya únicamente un vacío, una tristeza apática disimulada apenas en tus ojos sin brillo. El tiempo transcurre con matemática monotonía y un día te das cuenta de que estás distraído, pensando en cosas pequeñas, inconscientemente alejado de la angustia. Y sientes miedo. Ella lo ha sido todo, principio y fin, un refugio al fin y al cabo, y si te abandona, tendrás que enfrentarte de nuevo al futuro y sus incertidumbres, te verás obligado, otra vez, a volver a la vida.

Gigante (enterrando fantasmas III)
por Jose Torres
Eras tan pequeña cuando te conocí. Hasta el más tenue rayo de luz podía deslumbrarte. Te encontré hecha un ovillo, replegada sobre ti misma, como un animalillo que intenta protegerse del peligro, a la espera, buscando un momento más propicio para volver a la vida. Empezabas ahora a salir de tu escondite, mirando con precaución a un lado y a otro, enfrentándote al mundo con toda la cautela que aconsejaba la experiencia. En tu piel podía percibirse el calor de un sufrimiento cercano, pegado a la ropa, a tu mirada y hasta a tus sueños, que hasta allí quiso acompañarte. El eco de tu última batalla resonaba sobre las cenizas todavía humeantes, y por las heridas abiertas brotaba a borbotones un manantial de rabia e indignación. Toda tú cabías en la palma de mi mano, y a ella viniste, incondicionalmente, atraída por un mundo, el mío, que sin saber si era bueno o malo, por bueno lo tomaste, siendo como era tan diferente a cuanto habías conocido hasta entonces. Nuestra felicidad fue apenas un suspiro, un soplo de viento en la tempestad que mueve dos vidas. Yo me aparté donde siempre, si es que la desolación puede hallarse en unas coordenadas concretas. También pudo suceder que fuese yo el que permaneció inmóvil, y que la desolación, no encontrando mejor acomodo, acampó en mi cuerpo como el busca un cálido refugio en medio de la tormenta. Tú te quedaste desarmada, vacía después de entregarme todo cuanto podías ofrecerme, con los ojos arrasados de lágrimas y la semilla del desprecio sembrada en tu pecho, dispuesta a germinar cuando llegara el momento adecuado. Pero no fue el desprecio el que te hizo crecer, que eso vino luego, cuando la venganza, inconsciente si acaso, se sirvió como el plato más frío. Te levantaste una vez más. Habían sido muchas las ocasiones en que te enfrentaste al dolor, incluso antes de que el tiempo borrara de tus ojos cualquier rastro de inocencia, como para que esta pequeña catástrofe pudiera detenerte. De cómo te transformaste en gigante, nada cierto sé, sólo puedo hacer conjeturas. Apenas pude vislumbrar las sombras de una realidad proyectadas en la pared de mi cueva. Cuando volví a saber de ti, ya eras un gigante, de un poder tan colosal, que un simple aleteo de tus párpados podía asolar mi vida como el más devastador de los ciclones. También cabe pensar, porque en términos de apreciación nunca faltan opiniones encontradas, que el admirable crecimiento al que algunos atribuyen tu gigantesco cambio, fuera únicamente una ilusión de los sentidos, provocada por un punto de vista erróneo, y que lo desproporcionado de tus dimensiones sólo obedeciera, en realidad, a la mengua hasta lo ínfimo de mi propia persona. Sea como fuere, bien porque tu vida se ensanchó hasta los límites de mi percepción, bien porque la mía fue empequeñeciendo hasta los límites de lo perceptible, mi mundo, como un satélite suicida, volvió, una vez más, a gravitar alrededor de tu imagen, atraído hacia un abismo de angustia al que no podía renunciar, perdido en la palma de tu mano, como un día estuviste tú en la palma de la mía, minúsculo y olvidado, sin ni siquiera la esperanza de que un gesto involuntario pudiera darme el golpe de gracia.

La importancia de llevar brújula
por Jose Torres

Érase una vez, en un testículo muy muy lejano, donde vivía un espermatozoide junto a millones y millones de hermanos. Estaba ya mayor. Le había crecido mucho la cabeza de tanto pensar y su cola no se agitaba ya con la alegría de otros tiempos. Bien fuera por un desmesurado miedo a lo desconocido, bien fuera porque se le habían agotado las esperanzas, se aferró a todos los pretextos que pudo inventar su imaginación para eludir el momento del “despegue” tanto como fue posible, encadenando un aplazamiento tras otro hasta que creyó que todos se habían olvidado de él. La mayor parte del tiempo lo pasaba moviéndose en círculos, meditando, obsesionado con las causas que llevaron al colapso a la antigua USSR (Union of Soviet Spermatic Republics). Era así, atípico. Al contrario que sus congéneres, no experimentaba la imperiosa necesidad de hacer planes para un futuro en el que no creía. “El futuro no existe. La vida es una sucesión de presentes efímeros”, solía decirse en sus interminables monólogos. Nadie escuchaba sus historias; desde hacía tiempo apenas frecuentaba a otros gametos; sus pocos amigos habían despegado ya o habitaban lejos, en la otra gónada, por lo que apenas sabía de ellos. Vivía tranquilo, absorto en una monotonía grisácea, alejado del frenesí de carreras caóticas que atrapaba a sus hermanos en espera del momento supremo de la existencia. La vida apacible de su retiro le había terminado por convencer de que su vida ya no interesaba a nadie, y que el órgano superior, bien por haberlo olvidado, bien por considerarlo inútil para la causa, le permitiría agotar sus días en aquel confinamiento plácido, sin más aliciente que la curiosidad por conocer qué le depararía cada nuevo día. Nada pues, hacía presagiar el abismo a que se iba enfrentar su vida, la mañana en que el órgano superior, con un escueto mensaje, le comunicó que tenía asignado un puesto en el próximo despegue. No había vuelta atrás. En pocas horas, el canal de lanzamiento estaba atestado de hermanos, que bullían de emoción. Los había hasta donde alcanzaba la vista. Sintió entonces, en lo más profundo de su minúsculo cuerpo, la violenta insignificancia de su existencia. Creyó desvanecerse en la bruma de sus pensamientos más sombríos, pero los golpes de aquel mar embravecido por el éxtasis, le devolvieron abruptamente a la realidad. El vaivén rítmico que precedía al despegue no era nada nuevo para él, lo había vivido muchas veces, pero siempre a distancia, como espectador. Ahora, apenas se podía mover en medio de aquel tumulto de cabezas y flagelos en que pensó que iba a morir.
“Alegra esa cara, que ahora viene lo bueno”, le dijo un hermano excitado por la emoción.
“Yo no debería estar aquí. He dejado un puzzle de la Gioconda a medio terminar, y me quedan un montón de preguntas por contestar: ¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Adónde voy?”
“Eso último te lo aclaro yo. Me lo he apuntado esta mañana para que no se me olvide”, y le enseñó un pedazo de papel. “Hobulo”.
“Madre mía, óvulo con h y con b, apañada esta la especie humana como gane éste”. “¿Y si se trata del gran salto?, ya sabes…”, añadió.
“Tú piensa siempre en positivo, como nos enseñaron en la academia”.
De repente un potente temblor sacudió el canal de lanzamiento y todos echaron a correr. No había alternativa, era eso o morir aplastado. Apenas un instante y se encontró flotando en una oscuridad cálida, antes de aterrizar en la humedad viscosa de un cuerpo extraño. Fue un golpe fuerte. Dio varias vueltas de campana sobre su cabeza desproporcionada y quedó inconsciente. Al recuperar el sentido estaba desorientado. A su alrededor yacían sin vida miles de hermanos, como en un campo de batalla. “¿Y ahora qué? Aquí no tengo nada que hacer”. Había sobrevivido al primer impacto, pero sin un objetivo que le rescatara de la apatía, permaneció inmóvil esperando el final. La fría tranquilidad con la que asumió su destino le permitió pensar con cierta lucidez. Sólo había un camino posible, pero se trataba de una idea alocada y extravagante, casi suicida, que no sólo nadie había puesto en práctica, sino que jamás gameto alguno se había imaginado plantear: Volver por donde había venido de regreso a casa. “En todo caso, para eso será necesario que haya un bis. Debe haberlo. Si lo hay, no será inmediato, eso me da margen”. Ahora se planteaba un problema, ¿qué dirección tomar? Carecía por completo del sentido de la orientación. Un día al intentar ir del epidídimo a los conductos deferentes, acabó en la vejiga, a punto de ser arrastrado por un torrente dorado del que había escuchado las historias más espeluznantes. “¿Derecha o izquierda? Si al menos llevara conmigo la brújula. Ante la duda, siempre izquierda, aunque no esté de moda.”. Vagó por aquella caverna húmeda, pensando en lo que haría al llegar a la salida. “No resultará fácil. Será como subirse a un tren en marcha. Pero no pienses. Piensas demasiado. Así te va. Ya tendrás tiempo cuando llegue el momento. Nunca es tarde para deprimirse”. Siguió encontrando en su camino, desparramados por el suelo, los cuerpos agonizantes de sus hermanos. Intentó socorrerlos, pero de ellos, sólo recibió una respuesta sin fisuras contra la que se estrellaban sus palabras: “Sigue tú, no pares”. El aire, a cada paso, parecía cada vez más cálido, más denso, perfumado sutilmente con una fragancia dulzona que se iba haciendo más y más intensa, más penetrante, hasta aturdir sus sentidos. Se sentía mareado. Creía flotar, como si se hubiera desprendido del cuerpo, avanzando finalmente con la voluntad rendida, arrastrado por aquella tibia esencia de vida. Al final del camino, la caverna dio paso a una gran cavidad, donde reposaba majestuosa una gran esfera, imponente y esplendorosa, palpitante de vida propia. Se sintió atraído irresistiblemente hacía ella, hechizado. Comenzó entonces a gravitar a su alrededor, como un satélite ínfimo, en una órbita cada vez más cercana, fascinado por su propia imagen reflejada en la superficie que resplandecía. Un último empujón le lanzó contra aquel mar lechoso, y por un instante, sintió un profundo horror.

Testamento
por Jose Torres

Un día despertó y la vida le obligó a enfrentarse a la imagen que le devolvía el espejo. Había demorado ese momento tanto como pudo, consciente de lo que aquella visión le podía deparar, primero con medias verdades, después con mentiras, no importaba lo grotescas que pudieran llegar a ser mientras le permitieran seguir eludiendo su propia realidad, aferrado a la vaga esperanza de que el destino le tuviera reservado un futuro más prometedor. Jamás sucedió. Todos sus miedos, los más insignificantes y los más profundos se materializaron en aquella imagen devastada, apabullantemente mediocre, soberbiamente vacía, sólida en apariencia, pero irremediablemente condenada a la ruína, como las viejas casas que a duras penas mantienen en pie unas vigas de madera asoladas por la descomposición. Cuando tomó conciencia de la sordidez de sus limitaciones, simplemente, se dejó morir. No hubo lucha, porque no había salvación; es imposible escapar de uno mismo. Había nacido así, como su peor enemigo, confundiendo las más de las veces el papel de víctima y el de verdugo. Vivía, pensaba, existía, a contracorriente, sin tregua, sin importar qué o quién tuviera delante, tenaz y suicidamente en el lado de a los que siempre les toca perder.
 
Caos
por Jose Torres

Cada segundo más soy un segundo menos. Avanzo quedándome quieto y todo gira, y la cabeza me da vueltas. Me pierdo en el zumbido de las voces y el caos de mis neuronas. No hay caminos, sólo venas azuladas que sigo con mis dedos. No hay cantos de sirena. Quizá están mudas. Quizá soy yo el que está sordo. Todo me olvida menos el silencio. ¿Ya no me quieres o es que nunca me has querido? No preguntes si no quieres saber la respuesta. Tengo la desagradable sensación de llegar siempre tarde, a todo, a tus muslos perfectos, a tu sexo sin condiciones, al perverso placer de tu entrega sin límites. Ya no sé si estoy muerto porque nadie me explicó lo que era estar vivo. He de tragarme las palabras preñadas de odio y mirar en el espejo el fantasma en que me he convertido.

Homenaje a Les Luthiers 
(Así he pensado que lo habrían contado ellos. Hay que tener valor) 
por Jose Torres

Dentro de la producción más temprana de Johan Sebastian Mastropiero, la que escribió antes de las seis de la mañana, destaca la ópera en tres actos “Barbamojada, el filibustero estrambótico”. En ella se narra la increíble historia del capitán Jack Stevens, un aguerrido pirata que a lo largo de los años y tras incontables batallas, fue perdiendo sucesivamente el ojo derecho, la pierna izquierda (para compensar) y el sentido común. Jack Stevens era conocido, además de por su incomparable bravura, por una coquetería desmedida, que le llevaba a sacar lustre a sus botas antes de entrar en combate y a lucir sus más elegantes prendas mientras se deshacía, a golpe de sable, de cuanto enemigo le saliera al paso. Así cuando perdió el ojo tras un cruento asalto, la idea de tapar la herida con un parche, sólo le pareció un parche a su problema. Encargó entonces a un famoso protésico de Amberes el ojo el cristal más hermoso que jamás se hubiera fabricado. Tal fue la belleza de aquel ojo, de un azul tan intenso como el mar, que cuando los miembros de su tripulación le hicieron ver que sin parche en el ojo perdía gran parte de su fiereza, Jack Stevens decidió volver a utilizarlo, pero tapando el ojo con el que veía, ya que cubrir aquella maravilla azulada, le parecía un cruel atentado a la estética. Desde aquel momento, los abordajes empezaron a ser surrealistas, pues en la mayor parte de las ocasiones, tras el grito inicial de “al abordaje”, el capitán Stevens se lanzaba intrépido por el lado opuesto a donde estaba el barco asaltado, lo que hizo frecuentes sus chapuzones en el mar. Fue ahí cuando se gestó el sobrenombre de “Barbamojada”. En otras ocasiones su excentricidad estaba motivada por la fiel obediencia que debía a su madre y a sus posibles padres. Así, cuando éstos le conminaron a que sentara la cabeza, Jack Stevens, decidió remplazar la pata de palo que le hacía las veces de pierna, por un pequeño taburete donde poder cumplir, cómodamente y a cualquier hora, la petición paterna. Este comportamiento ciertamente extravagante, le fue granjeando entre sus compañeros de profesión la merecida fama de tipo estrambótico, que él, orgulloso, se encargaba de fomentar. En una ocasión decidió sustituir el pequeño loro que llevaba al hombro por un gran cóndor andino, al que, además, se empeñó en hacer hablar. Tras varios meses sin conseguir de éste ni una sola palabra, consideró que esta falta de resultados se debía a un problema con el idioma, puesto que el cóndor de procedencia andina debía de tener el oído acostumbrado al castellano y el sólo se expresaba en la lengua de Shakespeare. Para superar este inconveniente contrató a un enano que había trabajado en un circo español para que le hiciera de traductor, acomodándoselo en el hombro que le quedaba libre. El resultado fue negativo, ya que el cóndor jamás pronunció una sola palabra, ni en inglés ni en castellano, aunque se entretenía picoteando al enano. Por su parte, el capitán Stevens, a pesar de este revés, decidió seguir llevando al hombro al infructuoso traductor, que resultó de gran utilidad durante los abordajes, ya que, además de guiar al capitán para que no se fuera por la borda, podía mermar la moral de los adversarios insultándoles en varios idiomas. Así pues, y fuera de programa, escucharemos, de Johan Sebastian Mastropiero, el segundo acto de “Barbamojada, el filibustero estrambótico”, en versión de Les Luthiers.



Piedras
por Jose Torres

Un vómito telúrico las arrojó a los días y a los siglos, a una vida sin latido, a los ciclos que no cesan, a las nubes y a la lluvia, a la luz y a las tinieblas. El mundo a su alrededor se retuerce con espasmos violentos de un cambio perpetuo, mientras ellas esperan, con tranquilidad impasible, con la quietud de sus esqueletos hundidos en la tierra, con la firme serenidad de su sabiduría milenaria. A lo largo del camino, a uno y otro margen, se esconden tras los rastrojos o se alzan orgullosas, con sus rasgos modelados por el viento, con su paciencia de piedras, imperturbables, obstinadas en su silencio indiferente, calladas como si el tiempo les hubiera agotado todas las palabras.


La última revolución
por Jose Torres 
Sólo hay caos y desesperanza en este universo que se descompone. También impotencia. Éste no es el mundo que queremos, no es el mundo que esperábamos. El desencanto cala poco a poco, imperturbable, hasta el tuétano. Suena el despertador y hay que salir a una realidad implacable, que nos humilla y aplasta, a este hoy que no podemos cambiar, tal vez, porque, en realidad, no queremos cambiarlo. De las revoluciones queda poco. Casi nada. Las imágenes en blanco y negro, tan solo; la de los rostros en primer plano de las películas de Eisenstein, plenos de fuerza e inquietud un momento antes de ponerse en marcha para cambiar el mundo. Hoy ya no hay rostros acechados por la incertidumbre de una vida asomada al precipicio. Hay otros semblantes, con otros gestos, más sombríos, cargados de preocupación y congoja ante un futuro que se cierne sobre nosotros amenazador. A pesar de ello, el mundo sigue perpetuándose sin rubor, entregando sus hijos al altar de la injusticia para que hereden sus angustias. Quizá el único acto revolucionario a nuestro alcance, el último acto supremo de libertad sea terminar con esta sociedad por inanición, no dejando tras nosotros ninguna descendencia de la que pueda alimentarse. Paren el mundo que me bajo. Éste es su mundo, no el mío.


Mirándote al espejo
por Jose Torres
Te miras al espejo y no te gusta lo que ves. No me refiero a la barba encanecida todavía a rodales, ni siquiera a esas entradas cada vez peor disimuladas tras un flequillo ridículo (sobre todo los días de viento). Hablo de lo que se esconde detrás de esa mirada vacía de esperanza. Tampoco sabes si es culpa tuya. Simplemente naciste así, como el que es alto o delgado. En tu caso, lo que te caracteriza, la esencia última de tus problemas radica en la alterada percepción que tienes del mundo, como si contemplases la realidad a través de un espejo deformante. A nadie le puede sorprender que tus conclusiones sean siempre erróneas cuando intentas comprender o explicar la vida. Nada es como crees que es y por tanto, nada es como esperas que sea. A fuerza de errores, podrías haber aceptado la posibilidad de que la realidad no es como tú la percibes, pero resulta demasiado cómodo, demasiado atractivo pensar que es el resto del Universo el que está equivocado. Justo como en el chiste del kamikaze. Tú sólo eres una víctima a la que no le ha quedado más remedio que vivir en un mundo propio, el que has levantado entre los muros de tu cerebro, el único lugar que conoces donde todo tiene un poco de sentido. El problema es que ese espacio está contrayéndose, es cada vez más pequeño, más aburrido, más insuficiente; el aire se torna irrespirable, es más denso, está saturado de ideas endogámicas, onanistas, llenas de autocompasión y crecientemente obsesivas. Casi desde que tenías uso de razón te diste cuenta de que tu reino no pertenecía a este mundo o dicho de otra manera, que eras un inadaptado. No te parecías a los demás, no querías ser como los demás. Te servías y bastabas a ti mismo. Todo se podía sacrificar en el altar de tu ego.  Ya de pequeño te deprimías en la feria o en la verbena, entre las risas de la gente. La alegría te provocaba rechazo. Eras infeliz, conscientemente infeliz. Se podría decir que te enorgullecías de ello, lo perseguías. Encontrabas un insólito placer devastando tus momentos de felicidad, mutilándote emocionalmente. Resultaba una extraña búsqueda de la pureza a través del sacrificio, de la autoinmolación. El personaje, a través de esa rara perversión, fue modelando al hombre hasta convertirlos en uno solo. Ya nadie sabe distinguirlos. Tuviste, no obstante, una última posibilidad de redención, pero para entonces ya habías interiorizado demasiado tu papel. Ahora no hay vuelta atrás. Que la orquesta siga tocando.


La fiesta de la democracia
por Jose Torres
¿A quién se le ocurre levantarse un domingo a las 7 de la mañana? Yo no soy deportista, no soy de esos que se levantan al alba los fines de semana para hacer cicloturismo por vías atestadas de domingueros, perfectamente pertrechados, con sus cascos relucientes y el culotte a juego. Ni siquiera soy de los que disfrutan de los deportes-anuncio que a veces se emiten los domingos a horas intempestivas. Lo mío ha sido por imperativo legal. Unas semanas atrás, una carta del ministerio (si vienen de ahí date por jodido) informaba de mi elección como suplente en una mesa electoral. Una broma del destino, sin duda, justamente ahora que he decidido que ya nunca más volveré a votar. De camino al colegio me sobrecoge el silencio limpio de las calles vacías, apenas roto por el trino de algún pájaro urbano. Los domingos suenan a trinos y campanas. También me cruzo algún paseante solitario, en chándal, con el pelo repeinado, el periódico bajo el brazo y un cierto aire de superioridad. Cada momento tiene su fauna. En la puerta del colegio ya hay un corrillo de gente. Por lo visto los hay más entusiastas de la democracia que yo. Ahí están todos, los elegidos, con la misma cara de sueño; sin embargo percibo en algunos una sonrisa que no acabo de entender ¿Son masoquistas o tal vez han venido sin acostarse directamente desde las entrañas de la noche? Quizá aún están bajo los efectos del alcohol. No se lo reprocho, a menudo las mentiras del mundo sólo se pueden engullir con un buen trago. Un señor de bigote, con un papel en la mano, empieza a pasar lista. La mitad de los presentes asiente. ¡Claro, por esos sonreían los bellacos, son suplentes como yo y ya sabían que los titulares habían venido puntuales! La alegría siempre va por barrios. Formalismo de un minuto y a casa, a intentar llenar lo que queda de día. Quizá con “Las siete ocasiones” de Buster Keaton. Un millar de mujeres me persigue. El mundo sigue su curso.



Tu nombre en la noche
por Jose Torres
Anoche la brisa me hablaba de ti,me susurraba tu nombre como en una plegaria. Todo lo llenaba tu nombre, las avenidas sin gente, el estadio en silencio y la playa desierta. Tu nombre, escrito en la arena, mecido por las olas, una, cien, mil veces, hasta quedar exhausto, dormido en el lecho de su vientre espumoso. Te busqué a mis espaldas, en las luces que rompían la noche, en las mismas calles vacías donde caminabas con fantasmas que tenían mi rostro. Te esperé en el parque, con una soledad de estatua, de banco vacío. Te quise encontrar en la fuente, en el reflejo del agua, en la piel de los árboles, acribillados de corazones que encerraban nombres que no eran los nuestros. Te perseguí hasta el confín de los sueños, en un mundo entre dos mundos, hasta creerme muerto, hasta que el blanco del alba enterró con un grito tu nombre en la noche.


La sequía
por Jose Torres

A los cauces de tu alma ha llegado la sequía
ya no corren más por ellos ni una gota de alegría
Sólo quedan en su lecho
sobre tierra cuarteada
añicos de los recuerdos
de tu memoria calcinada
Es tu lengua ya de esparto
como el árido desierto
donde mueren las palabras
como un arbusto sediento
No hay en el cielo estrellado
ni una nube ni un consuelo
la esperanza se ha agotado
tu corazón ya está seco


La semana fantástica
por Jose Torres
Valencia 00:10 de la noche. Un ruido metálico, agudo y repetitivo, como un hierro que golpea contra otro, posiblemente una pequeña campana, me saca del sueño. Menuda racha llevo. A lo lejos se escucha el sonido lúgubre y acompasado de un redoble de tambor. Se están acercando. De manera inesperada, la voz de una mujer, micrófono en mano, desgarra la atmosfera sombría y austera que ha invadido la calle. Está rogando por todo el mundo al Cristo de la palma. Y ya no sé si ahora es ahora, si hoy es hoy. Tengo la extraña sensación de haber retrocedido en el tiempo unas cuantas décadas, a esa España predemocrática, la que fue reserva espiritual de Occidente y faro de la cristiandad, a esa España en la que la Iglesia católica inundaba con prepotencia hasta el más mínimo rincón de la vida pública. Y me pregunto por qué en un país laico se permiten estas manifestaciones públicas de Fe. Una Fe extraña, si se quiere, de quita y pon, que no nace de un concepto humanista del mundo, sino que se cimenta en la tradición, para convertirse en una mezcla, a partes iguales, de superchería y exhibicionismo. Sería interesante conocer cuántos preservativos, abortos, divorcios e infidelidades suman entre todos los cofrades y costaleros. No hay que preocuparse, el disfraz absuelve de todos los pecados. La primavera ha llegado a “El Corte Inglés” y la semana fantástica a los Poblados Marítimos.



Estrella fugaz 
por Jose Torres
Se refleja en tus ojos sin dicha el gélido parpadeo de espejismos lejanos, el pálido fulgor de miles de agujas plateadas que acribillan la noche. Buscas bajo el inmenso peso de un cielo infinito un rastro de luz que penetre en las sombras, un arañazo incandescente que desgarre el velo de hastío que viste tu tristeza. Persigues con ansia, una caricia, un beso en los labios que te devuelva la vida.



Larga es la noche
por Jose Torres
Valencia, 4:50 de la madrugada. Un grupo de chicos y chicas atraviesan la calle de punta a punta a gritos y tirando petardos. Puede que yo esté enfadado con la vida, que sea un amargado que siempre ve el lado negativo de las cosas, pero mientras contengo las ganas de echarles un pozal de agua, pienso que hechos como éste, a priori insignificantes, sirven para explicar, al menos en parte, la degradación ética en la que vivimos instalados. Semejante falta de respeto y consideración hacia los demás no era concebible hace unos años (sí, ya sé que esto es de abuelo Cebolleta). La sociedad que construimos día a día, todo lo que sucede y consentimos que suceda, la estulticia a la que nos estamos acostumbrando no es casual. Señores padres de las criaturas, para traer al mundo esta descendencia, mejor podrían haber reservado sus óvulos y espermatozoides para otra ocasión. Y lo más gracioso de todo es que este comportamiento tan cerril, que ahora sólo nos afecta superficialmente, se tornará un poco más grave cuando dentro de poco, con sus papeletas decidan en temas importantes para mí y para ti, para vosotros y vuestros hijos. ¿A que es bonita la democracia? Medito, ya con los petardos en la lejanía, en cuántas veces habré provocado yo esta misma reflexión en los demás, en todas las ocasiones en las que lo que he dicho o hecho contribuyeron a hacer de este mundo un lugar un poco peor. ¡Hala, ya me he quedado sin dormir!.


Bajo los soles mundanos
por Jose Torres
Vapor de sueños impregna la noche. Brumas de cuerpos pareados deambulan por las calles, flotando sobre las aceras como sombras inquietas de entusiasmo arrogante, invulnerables en la tibia humedad de unas manos que se unen. Bocas ávidas se buscan bajo la luz esmeralda de cíclopes sin vida, hundidas en las cálidas oleadas de un mar viscoso que lame en silencio la abrupta faz de acantilados de nieve. Ahí acaba el mundo, junto a los ríos de ojos inyectados en sangre, como serpientes encarnadas que despedazan el velo de la noche bajo el vómito pálido de soles mundanos.



Enterrando fantasmas (II) o Memorias de un amante imbécil
por Jose Torres
No me queda nada de ti, salvo los recuerdos. El resto acabó enterrado bajo un montón de desperdicios y toneladas de desolación, sepultado por la ira autodestructiva que impulsa mis actos, cuando una angustia descarnada se agarra con fuerza a las entrañas hasta quebrar mi aliento. Todo quedó aplastado, retorcido, desgarrado, hecho jirones. Nada se salvó, ni una pequeña reliquia con la que erigir un altar consagrado a la inmortalidad de mis desdichas. No me quedó de ti, ni una carta, porque, como yo, ya estaba pasado de moda. Caigo ahora en la cuenta de que nunca leí nada escrito de tu puño y letra, que tu caligrafía será ya siempre para mí un misterio indescifrable. Tampoco una imagen, ni un soplo de felicidad perpetuado en el tiempo. No se me ocurrió entonces guardar para siempre tu sonrisa, la que lucías con frescura salvaje aquellas noches de Sitges en que parecíamos flotar entre la gente, borrachos de besos y caricias. Ya únicamente me quedan las fotografías que tú misma haces viajar por los mundos virtuales. Reconozco en ellas la profundidad de tus ojos, la armoniosa curvatura de tus labios, el atlas completo de tu piel punteada de pecas, y sin embargo, la mujer que me mira con una sonrisa que tanto me duele es una perfecta desconocida. ¿Quién estará detrás de la cámara, atesorando para siempre ese preciso instante de tu vida? Me asedian mil preguntas más, que en las noches de insomnio, perturban el latido de mi silencio.


Propuesta para agradecimientos en los Goya
por Jose Torres
Gracias. Gracias de todo corazón. Pero hoy no quiero acordarme de mi mujer, ni de mis hijos, ni de mis padres o hermanos. Ni siquiera de los amigos. Tampoco de mis queridas amantes clandestinas. Quiero daros las gracias a vosotros, seres invisibles, a los que estáis ahí aunque casi nadie os conozca. A vosotros seres omnipotentes que desde las más elevadas alturas y los más profundos abismos, manejáis a vuestro antojo vidas y destinos. Quiero acordarme una y otra vez de los que levantáis ídolos, siempre nuevos, siempre bellos, espejismos de riqueza y fortuna que alimentan una ilusoria esperanza de la que nos atiborráis a diario. Gracias por haberme escogido entre toda la multitud, por situarme bajo del foco, en medio de este escaparate lleno de luces y destellos. Gracias por ungirme con vuestros dedos sagrados para que la rueda siga girando.



Carta abierta a un espermatozoide
por Jose Torres
Todo empezó como comienzan todas las cosas. Unos dirán que fue el azar. Otros encontraran explicaciones perfectamente racionales que unan a cada efecto su correspondiente causa. Yo, por mi parte, creo en el irremediable peso del destino matemático y su coreografía cósmica, escrupulosamente planificada, al milímetro, de la que somos simples figurantes con línea desde que un buen día vino a suceder aquel iniciático y lejano “Big Bang”. Sea como fuere, esté o no el destino detrás de nuestras vidas, ocurrió que el sujeto A, que vivía en una finca del popular (hace tiempo porque era de gente trabajadora, ahora porque está lleno de ínclitos votantes del PP) barrio del Canyamelar, conoció a la sujeto B, que pudiendo proceder de lugares mucho más exóticos, vino a residir en el piso superior de esa misma finca, surgiendo entre ellos el amor o el deseo, o pudiera darse el caso que en la  suprema hora del emparejamiento, fueron, respectivamente, lo que más a mano tenían tanto el uno como la otra. Y así, de la manera más tonta, después de una boda poblada de gafas de pasta y pantalones campana y dos años de tregua familiar, una noche en la que hubo entre ellos un poco más de amor del habitual, o quizá algo más de deseo, dos cuerpos se lanzaron a una exploración mutua. También pudo ser que a aquel tórrido desenlace contribuyera el hecho de que en la televisión de la época sólo existiera un canal, o si nos atenemos a las fechas (pura aritmética), que aquella Nochevieja la sidra “El gaitero” corriera por sus copas con más alegría. En las casas proletarias no se estilaba el “champañ”. En verano, si acaso, el “champanillo”, refrescante sucedáneo de cerveza con gaseosa para llenar el porrón. De una manera u otra, o quizá como consecuencia de todas a la vez, centenares de millones de espermatozoides iniciaron aquella noche, una carrera desenfrenada en busca de su esférico destino. Y de entre todos ellos, tuviste que ganar tú. Ni éste, ni el otro, ni aquél. Tú. El tiempo ha demostrado que no eras el más listo, ni el más guapo, ni el más nada de nada. El más imbécil quizás, pero de eso te diste cuenta mucho más tarde. En aquel galope desbocado fuiste dejando atrás al camionero, al calafate, al estibador del puerto, al trabajador de astilleros, al putero, y quién sabe si al nuevo Charlie Parker, aunque no es probable, porque excepto tu abuela, que tocaba la bandurria en un cuadro folclórico, no se conocen antecedentes musicales en la familia. Tenías que ganar tú. No podía ser de otra forma. Los demás se quedaron por el camino, la mayoría contemplando absortos el paisaje y haciéndose la pregunta más tonta jamás formulada: ¿qué coño es esto? Otros, supongo, abandonaron por desidia, y los restantes, simplemente, porque sabían que ésta es la única carrera en la que nunca hay que llegar primero. Pero tú eres imbécil. ¿Te lo había dicho ya? Después llegó la fusión, o la Opa hostil, no se sabe, porque al óvulo nunca le piden opinión. El resto ya es historia. Vinieron la apatía, la insatisfacción, la incapacidad de adaptarse a un mundo que no comprendes ni te comprende, y finalmente, el fracaso, iniciado, paradójicamente, con una victoria, la única vez en tu vida en la que conseguiste llegar primero.


Sueño roto
por Jose Torres
Sueño contigo reloj roto. Sueño con el inmenso vacío que deja tu voz callada, con la impenetrable oscuridad en la que me sume tu silencio obstinado. Sueño con tu faz cristalina hecha añicos, atravesada por cientos de zarpazos de una bestia invisible. Sueño con tus pequeñas entrañas esparcidas por el suelo, como exóticas flores metálicas, brillantes y bellas, insultantemente inútiles en su soledad indefensa. Sueño con tus manecillas estáticas, ancladas eternamente, fielmente, al preciso instante de tu último suspiro. Sueño contigo reloj roto, pero a veces en medio del delirio, no sé distinguir si ese reloj también soy yo mismo.



Contemplando las consecuencias del Big Bang
por Jose Torres
El imbécil, ¿nace o se hace? ¿Importa? ¿Acaso hay o hubo esperanza? Eres imbécil, de eso no cabe duda. Es un hecho consumado e irrefutable. Entonces, ¿por qué esa pregunta? Cuando todo se desmorona a tu alrededor y un vacío te llena las entrañas, cuando sientes en tu piel la pegajosa caricia de la soledad, quieres creer, necesitas creer que esto ha sido cosa tuya, concederte la posibilidad de fantasear con otra vida, con otro pasado, y sobre todo, con otro futuro. Si el imbécil se hace, debió de existir un momento crítico, un punto en que las cosas comenzaron a torcerse. A eso quieres aferrarte, a ese instante en que todo empezó a cambiar y que de haber gestionado de otra manera te habría llevado lejos de este hoy, de este minuto, del bochorno de estar escribiendo estas sandeces autocompasivas. Te alivia, hasta extremos que no podías imaginar, creer que tuviste tu oportunidad, que durante una fracción de segundo fuiste dueño de tu vida y que este presente, tan tozudamente inerte, no es una condena que te fue impuesta de antemano. Pero….- siempre hay un pero para los imbéciles - otras preguntas asfixian tu consuelo. Eres imbécil, pero no tonto. No es lo mismo. ¿Realmente pudiste elegir? ¿Existió opción o simplemente interpretas el ingrato papel que te ha sido asignado? ¿Puede existir la felicidad de los demás sin tu infelicidad crónica? ¿Es ésa tu gran contribución al universo? Quizá todo quedó predeterminado tras el “Big Bang” y la vida consista precisamente en eso, contemplar las consecuencias de aquella gran explosión. Si eso es así y naciste imbécil, o naciste para convertirte irremediablemente en imbécil, sólo te queda el amargo sabor de una vida desperdiciada, la desolación de un destino que se cumple con escrupuloso sadismo. 

El caso Bárcenas a lo Faemino y Cansado
por Jose Torres
-Hoy vamos a hacer un númerito para saber qué hacer si os pillan repartiendo sobres de dinero negro entre los dirigentes del partido. Él hará del extesorero y yo del fiscal anticorrupción. El sketch transcurre en la sede de Génova y empieza ya.
-chssssss, chssssss, usted
-¿Qué pasa?, ¿qué pasa?
-Perdone, me temo que está repartiendo sobres con dinero entre los dirigentes del partido
-Ehhhhhh, nooo, gracias.
-Espere. Digo que está repartiendo sobres con dinero entre los dirigentes del partido.
-¿Quién, yo? Ahhhhhhhh........no
-Pero si le estoy viendo
-Yaaaaaaa. No moleste, no ve que estoy trabajando.
-Es que eso es un delito
-Yaaa, pero es que estaban ahí encima de la mesa y me daban pena ahí, solitos.
-Pero no se puede hacer eso
-Yaaa, pero es que estaban solitos encima de la mesa y me daban pena. Toma Mariano.
-Oiga, si acaba de entregar uno
-Además están vacíos
-Si al trasluz se ve que hay algo dentro
-Ah, ¿dice usted éstos?. ¿Entonces no estaban vacíos?
-No
-Es que son invitaciones de boda, ¿sabe?, se casa mi hija
-Pero si están llenos de billetes, de dinero, y negro
-Yaaa, pero es que yo no soy racista, ¿comprende?
-Es que el dinero negro es ilegal
-Siiii, pero es que a mi me gusta ayudar a los negritos
-Esto que hace es un delito
-Vamos a ver si nos entendemos, que estamos hablando de los miiissssssmooo.
-Me va usted a acompañar al calabozo de la fiscalía
-No, si yo me iba yendo ya para casa
-Sí, está usted detenido y me va a acompañar inmediatamente
-Que noooo
-Si, sí, me va a acompañar, sinvergüenza
-Que no
-Que sí
-No, que va, que va, que va, yo leo a Kierkegaard
-Ah, en ese caso siga usted repartiendo sobres, por favor


Sangre de artesano
por Jose Torres
Lo primero que vio al abrir los ojos fueron las paredes de su pecera. Llamaba así a su habitación, pintada de un color azul intenso. Aquel mar perpetuamente en calma conseguía contagiarle una sensación serena tranquilidad. Con desgana, se puso una camiseta vieja y unos pantalones de chándal, se lavó la cara con agua fría, de ésa que te hace sentir punzadas en la piel, y preparó el café con leche. Tinggg. El día no comenzaba realmente hasta que el timbre del microondas daba el pistoletazo de salida. Abrió la puerta del corral y se sentó en uno de los escalones que bajaban hasta él; justo delante, el sol empezaba a despuntar tras la destartalada casa de la señora Amparo. Cerró los ojos y se dispuso a absorber el calorcillo de los primeros rayos, tímidos aún, mientras daba sorbos a su café con leche. Un escalofrío placentero recorrió todo su cuerpo, disfrutando de ese deleite estático varios minutos más, hasta que el peso del deber comenzó a ser suficientemente fuerte. El suelo de la cocina le esperaba.
Antes que cualquier otra cosa, se puso los guantes de goma. Para él sus manos eran muy importantes. Según una de sus teorías, el tacto era la tercera vía de entrada para conocer a la gente y convenía tener las manos tan suaves como fuera posible. Tenía corazón de proletario, pero piel de aristócrata.
Se acercó al garaje y cogió una caja de baldosas. Y luego otra y otra y otra más. Sentía crisparse su cuerpo con cada nuevo esfuerzo, recordándole lo poco acostumbrado que estaba a los trabajos físicos y lo cómoda que había sido su vida si la comparaba con la de sus padres y abuelos. Respiraba cada vez con más fatiga, sin embargo, aquella sensación tenía mucho de placentera. Sumido en su propio aliento, no pensaba en nada más. Era él mismo contra su propia limitación, una lucha de su mente y su naturaleza, una forma de ponerse a prueba. Y eso le gustaba.
Una vez en la cocina, trazó el plan de trabajo y se puso manos a la obra. Primero preparar el cemento, y después, ir colocando las baldosas corrigiendo la posición con un nivel de burbuja. Aquel nivel tenía su historia. Perteneció a su abuelo, el calafate, al que había oído contar que construía y reparaba pequeñas barcas de pesca y del que siempre recordaba una frase para estos casos: “La ferramenta fa a l’home”. Con la llegada de la fibra de vidrio, su abuelo y todos los carpinteros de ribera desaparecieron como viejos dinosaurios de un mundo que ya no les pertenecía. De pequeño, le encantaba verlo trabajar, serrando, clavando, midiendo, sacando virutas con el ajustador, lijando, pero ya no junto al mar, sino en un pequeño rincón del comedor que se había agenciado para mantener vivas las habilidades del oficio y hacer algún pequeño encargo para la familia. Le encantaba el olor de la madera, pero sin duda había algo que todavía le fascinaba más; abrir los cajones del escritorio de su abuelo y sacar tornillos de mil medidas, navajas, clavos, sierras, gatos, formones, reglas, destornilladores, punzones y un millón más de cachivaches que no sabía para qué eran y a las que imaginaba extravagantes utilidades. Quizá por todo eso, o porque por sus venas corría sangre de artesano, siempre sintió  un gran respeto por todos aquellos, que como su abuelo, se ganaban el sustento con sus manos y su dedicación. Ahora le tocaba a él ponerse manos a la obra.


Radiografía
por Jose Torres
Siempre se despedía de sus compañeros con la misma frase de todos los días: “Parto hacia tierras más cálidas”. Alguna vez, y para no ser reiterativo, la cambiaba por “Que los dioses os sean propicios” o recitaba de memoria alguna frase rescatada de películas que nadie parecía haber visto. Era célebre por esta costumbre. También lo era por sus teorías, a cada cuál más absurda, todas ellas fruto de largas horas de soledad y de una tendencia casi enfermiza a la digresión mental. Normalmente, estas teorías estaban bastante lejos de revelar su verdadero yo, pero formaba parte de su naturaleza mantener a la gente a distancia, ganándose a pulso la fama de tipo irónico.
Al salir de su despacho avanzaba hasta el final del pasillo, y asomando apenas la cabeza, se despedia de sus jefes como hacía todas las tardes: “Fins demà”, a lo que ellos solían contestar, casi sin levantar la vista de sus papeles: “Adéu nano”. Ya hacia el coche, andaba con las manos dentro de los bolsillos del abrigo, imitando el estilo del Pedro Navaja de la canción de Rubén Blades..... “las manos siempre dentro el bolsillo de su gabán pa' que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal...” Y canturreaba. Lo hacía de manera obsesiva, una y otra vez, siempre la misma canción todo el día, hasta que la agotaba, y su cerebro quedaba ahíto de aquella melodía, a la que, también por costumbre, cambiaba la letra sin ningún pudor. “....Paraules d´amor, senzilles i tendres no en teniem més......”. Entonces se paraba y rascándose la barbilla decía: “No, no es así....Paraules d´amor, senzilles i tendres no en sabiem més....Sí, era así.”.  Y volvía a empezar. Casi siempre volvía a confundirse con la letra llegado al mismo punto, y se enfadaba consigo mismo por no ser capaz de hacer una cosa tan sencilla.



El ciclo invernal
por Jose Torres
Hasta hace bien poco, todavía andaba uno jugueteando con los últimos coletazos del verano, rematando la comida con un helado de naranja o poniéndole un par de cubitos al cortado de la sobremesa. Podía uno pasearse tranquilamente en mangas de camisa y dormir semidesnudo, sin pijama, únicamente cubierto por lo mínimo a que obliga el decoro. Por la ventana, aún se colaba furtiva una brisa cálida y suave, impregnada del tibio aliento de la ciudad y el incesante murmullo de la noche. Todo eso ya ha quedado atrás. El intenso latido de lo cotidiano ha perdido su fuerza, y el verde y el amarillo, el azul, y hasta el rojo, todos, se han vestido de gris, y la vida, que hasta hace poco bebíamos, como un “gin tonic”, a grandes tragos, la tomamos ahora con cuchara, como un caldito caliente y reconfortante en un día de frío.
La vida sigue y con ella sus ciclos. En una especie de solsticio textil, la ropa de verano inicia su éxodo tantas veces repetido, desterrada de las perchas y cajones que durante meses la cobijaron, conducida por su particular desierto hacia la triste oscuridad de los altillos de un armario empotrado o a las abarrotadas cajas que se apilan en el trastero. Quizá si la ropa tiene suerte, y vive en casa rica, acabe en el desván, en uno de esos grandes y elegantes baúles, junto a los disfraces de pirata y el vestido de novia de la abuela. Por su parte, la ropa de abrigo va despertando perezosa de su letargo, y bufandas y chaquetones, pantalones de pana y muchos jerseys (incluido ese negro de cuello alto que te da un aire intelectual) tiñen de azul oscuro y negro nuestro aspecto cotidiano. Ya ha llegado el invierno. 



Mi árbol de navidad
por Jose Torres
La óptica deformada que me hace ver la vida a través de un filtro, me lleva a menudo a un mundo íntimo que muchas veces, por incapacidad o por miedo, no soy capaz de compartir. Recuerdo que hace unos años, estando solo en el pueblo, volvía de tomar unas copas muy tarde, o muy pronto, según se mire, ya que tras las suaves lomas del horizonte empezaban a  despuntar las primeras luces del amanecer. Caminaba con las manos en los bolsillos y la música aún resonando en mi cabeza, con esa sensación de placentero aturdimiento que provoca el alcohol y el sentimiento de tristeza y cansancio que acompaña la muerte de una noche colmada de diversión. Hacía mucho frío. Mi nariz empezaba a entumecerse, lo cual era síntoma inequívoco de que la temperatura había bajado considerablemente, aunque no lo suficiente como para incumplir una costumbre que fui adquiriendo con los años, y que consistía en echar un trago en la fuente de los tres caños antes de ir a casa. Era una manera fresca y saludable de combatir la resaca. "Un trago de este agua es un año más de vida", había oído decir a la gente del pueblo cuando de pequeño iba con mi tío a llenar los botijos. Después de aquel trago helado, me quedé mirando un almendro de un bancal cercano. Tenía un aspecto triste desprovisto de la protección de sus hojas. En sus ramas desnudas colgaban pequeñas estalactitas de hielo que apenas si dejaban caer sus primeras gotas. Me acerqué un poco para tocar con mis dedos aquellas lágrimas de escarcha, y acompañar al viejo almendro en su fría soledad, cuando los primeros rayos de sol hicieron estallar, sobre su cuerpo escuálido, decenas de puntos de luz que parpadeaban incansables. Me pareció que aquel era un momento mágico de vida, y que de ahora en adelante, aquel almendro solitario sería para siempre, mi único árbol de navidad.



La mirada indirecta
por Jose Torres
Hace unos cuantos días salí a pasear por la tarde, ya entrada en oscuridad. Caminaba rápido, como es costumbre en mí siempre que voy solo, con las manos metidas en mi abrigo marrón tres cuartos y el golpeteo tibio de la respiración contra la cenefa azul de mi bufanda. También por costumbre, (o quizá habría que llamarlo manía), anduve con la cabeza agachada mirando al suelo, hipnotizado con la carrera constante de los zapatos que se adelantaban uno al otro, con un ritmo sostenido y sonoro que nadie más parecía percibir, y que de alguna manera, me aislaba del mundo. Sobre la acera se dibujaban dispersos, pequeños charcos de lluvia que temblaban frágiles con los pasos cercanos. Las luces de los bares y las tiendas rompían la monotonía naranja de la noche, sembrando la calle con brillantes destellos luminosos que se multiplicaban en aquellos espejos irregulares. Por un momento quedé atrapado por el fulgor de aquel diminuto cosmos centelleante que salpicaba de color mi camino. Pensé que aquellas imágenes distorsionadas y llenas de colorido, resultaban a mis ojos más atractivas que la propia realidad y que después de todo, quizá yo no había nacido para mirar a la vida frente a frente, sino para verla a través de sus luces y sombras, indirectamente, tal y como sucede con los espejos deformantes de una atracción de circo.



La huella del tiempo
por Jose Torres
Si hay algo de la que uno toma conciencia con los años, es que el tiempo no pasa por la vida sin dejar huella. La nuestra con él es una pelea que deja cicatrices. Ya desde el primer aliento nos enfrentamos a esta pelea, desequilibrada y cotidiana, que nunca se disputa a los puntos y que tenemos perdida de antemano. Es un combate que en nuestra juventud creímos vencer y que invariablemente nos negamos a abandonar. Asalto tras asalto se abre un camino de dolor y de esperanza, forjado en el cuerpo a cuerpo, nacido del intercambio de golpes y la perpetua búsqueda de la felicidad. El tiempo no sabe olvidar. Con su cincel invisible labra meticuloso en la piel los recuerdos de los caminos que un día creímos recorrer en pos de los sueños y que finalmente, sólo desembocaron en el umbral de nuestro destino. Bajo cada surco microscópico, bajo cada arruga visible, el carácter también se retuerce y se encorva, mimético, sometido a la rutina y la experiencia, saturado de manías y costumbres, que no son sino las huellas dactilares de la vida, el resultado final de nuestra relación con el mundo.


Enterrando fantasmas (I)
por Jose Torres
Deambulo cada noche buscando los senderos que me lleven hacia ti, deseperado, sin querer admitir que lo que persigo con tanto empeño, no son sino huellas borradas en un camino que sólo es una cicatriz de mi propia memoria. Y en ese frenética búsqueda, recojo con ansia enfermiza minúsculos fragmentos de vida detenidos en el tiempo, pequeñas migajas que me conducen al más turbio aturdimiento, desencadenando en mi mundo densas oledas de angustia que van a romper con sus crestas espumosas en los profundos abismos de mi aliento.



La máscara
por Jose Torres
Levántate, el despertador ha sonado. Prepara el café con leche, lávate los dientes y toma una ducha rápida. Ya ni siquiera te miras al espejo. Cada vez te cuesta más enfrentarte a esa imagen patética y triste que te devuelve. Debiste aprovechar mejor tus años buenos, antes de que el cincel del tiempo empezara a pasar factura. No importa, si hay una cosa en la que siempre fuiste muy bueno fue encontrando los caminos de la infelicidad. Lo tuyo debe de ser genético, algún gen recesivo, una mutación extraña que te priva de alguna proteína. Ahora vas a salir a la calle, irás a trabajar, te relacionarás con la gente y fingirás; fingirás como todos los días, como vienes haciendo desde hace mucho tiempo. Volverás a esconderte tras una máscara cada vez más petrificada y harás creer a los demás que te quedan cosas por las que luchar, que hay ideales que merecen ser defendidos, que aún hay algo que te interesa, que todavía sigues en el mundo. Nadie puede vivir si todo le importa un carajo. Te duele la vida y te angustia el futuro, ése que dices que no existe, asfixiado por el peso de los días vacíos que se suceden uno tras otro sin propósito ni sentido. Y vas a regresar a tu pequeño mundo de cuatro paredes y una ventana, a dejarte morir en silencio. Acuéstate y descansa, mañana volverás a ponerte la máscara.



Fantasma
por Jose Torres
Fantasma....¿por qué has vuelto justo ahora?. Sí, ya sé que he sido yo quien te ha llamado con insistencia. Quise creer que estabas escondida en el desván donde descansan los recuerdos lejanos. Fantasma...¿por qué te apareces con el semblante lleno de arrogante felicidad?. Comprendo que te la mereces, pero, ¿por qué me duele ahora ese rostro que he buscado sin descanso en cientos de mujeres anónimas?. Fantasma, ahora que sólo eres una imagen sin cuerpo, dime ¿por qué me hiere tu sonrisa como un puñal en las entrañas?. Sé más que nadie que sólo supe regalarte dolor, pero ... ¿por qué me resultan devastadores esos labios que recorrí eternamente con mis dedos?. No te culpo, sé muy bien que ni siquiera sabes que has vuelto, pero, ¿por qué me hiela el alma el viento cálido que trae tu perfume?. Fantasma, ¿por qué has vuelto a sepultarme en esta tumba cotidiana?.


La leyenda del trompetista
por Jose Torres
Fue hace muchos años, un caluroso día de agosto, cuando el peso de los años y las decepciones aún no habían enturbiado la límpida ingenuidad de una mirada que todavía tenía toda la vida por descubrir. Era casi la hora de comer y el hambre se cebaba en mi estómago, que no se avenía a esperar a que la comida estuviera puesta en la mesa. Así, aunque fuera el sol brillaba con fuerza, decidí buscar en el corral algún bocado furtivo que me hiciese más soportable la espera. En las paredes recién encaladas, los rayos de luz se reflejaban con tal intensidad que herían la vista. En una de las esquinas, como una especie de oasis entre monótono cemento, estaba el pequeño huerto del tío Nicolás, en el que unas tomateras perfectamente alineadas tapizaban con su verde oscuro pequeñas barracas hechas con cañas. Entonces, palabras como “cracking”, “Blossom” o antesis todavía estaban muy lejos de significar nada para mí. Simplemente necesitaba rozar con los dedos aquellas hojas llenas de pelos, para que un perfume dulzón y familiar lo invadiera todo, sin necesidad de tener que entender nada más. Aquel era el preludio oloroso a los estallidos de rojo con que los tomates se hacían ver en aquel pequeño jardín del Edén y que se ofrecían a mí redondos y suculentos, como una tentación que jamás tuve la idea de rechazar. Empecé a comer uno de ellos a bocados, dejando que unos finos hilos de zumo corrieran por la comisura de mis labios, mientras el sol vertía sobre mí su asfixiante manto dorado. De repente, salida de la nada, una nube solitaria como un pequeño barco algodonoso en mar intensamente azul, empezó a descargar con violencia unas gotas enormes que se desvanecían rápidamente al contacto con un suelo que hervía. La agradable sensación de aquellas gotas frías explotando en mi piel recalentada me dejó suspendido en el tiempo, y en aquel estado de extraña irrealidad, una música lejana pero familiar empezó a envolverlo todo. Un viejo disco, desgastado por el tiempo y el uso, dejaba escapar, con el fondo de un susurro crepitante, las notas de una trompeta cadenciosa y solemne, recordándonos el respetuoso silencio que debíamos guardar a continuación. Era el prólogo musical del bando.

No sé si mi posterior predilección por este instrumento arranca ahí. No sé si aquellas notas que anunciaban el bando se han llegado a fundir inconscientemente con la música de Clifford Brown, Dizzy Gillespie, Miles Davis o Louis Armstrong, pero desde luego, aquel día, la trompeta que pedía silencio quedó guardada en mi memoria.

La de trompetista es una profesión peligrosa. Clifford Brown, Bix Beiderbecke o Fats Navarro no llegaron a cumplir los treinta. Quizá el aliento de la vida se les escapó a través del cuerpo metálico de su instrumento. Y es que el sonido de la trompeta tiene algo de enigmático y estremecedor, cercano a un quejido humano, la voz del dolor, la voz de los que han perdido.

Cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que sólo soy memoria. Eduardo Mendoza la llamaba “el último superviviente del naufragio de nuestra existencia”. Eso soy, un náufrago, el capitán de un barco encallado en una isla desierta, y éste es mi cuaderno de bitácora, donde recojo, hasta donde el recuerdo me lo permite, los acontecimientos que me han traído hasta aquí.


La vida antes de la vida
por Jose Torres
El despertador sonó aquella mañana a la misma hora de siempre: las siete y dos minutos. Eran, desde luego, unos dígitos extraños, pero él pensaba que hacían juego con su personalidad, propensa también a las rarezas. Alargó la mano, y a tientas, dio la luz de la minúscula lámpara de la mesilla, a la que tenía una especial ojeriza. Como el 99% de las cosas que poblaban su habitación, no había sido elegida por él. De todo eso se encargaba su madre, que tenía un gusto muy particular para la decoración, que en absoluto coincidía con el suyo. Las únicas notas personales en aquel cuarto eran sus libros, los discos de jazz y el cuadro del busto de una mujer a la que coronaba una frase escueta “República española”. Bajo, una fecha: “14 de abril de 1931”. Con una desgana crónica se puso en pie. Tiempo atrás, en medio de una de sus meditaciones intrascendentes, se dio cuenta de que al levantarse, lo hacía siempre con el pie izquierdo, pero sus años de  formación científica le llevaron a no tener en cuenta esta consideración, aunque en el fondo de su mente, pensaba que sería maravilloso que todos sus problemas se pudieran resolver, con algo tan sencillo, como dormir en sentido contrario. De su armario sacó dos piezas de ropa. Unos vaqueros y una camisa. Era el hombre de las camisas. No le gustaba nada llevar jerseys, salvo uno negro de cuello alto, que él creía que le daba un aire intelectual. Lo siguiente lo hizo ya como un autómata. Calentó un vaso de café con leche en el microondas, y como todas las mañanas, se preguntó dónde quedaría parado el vaso, que giraba y giraba en aquella ruleta lúgubre. Sólo el tinggg del temporizador lo sacó de aquella visión, de aquel deleite giratorio. Hoy tampoco había acertado. Casi nunca lo hacía. Después del azar, se dio una ducha rápida. Cada vez que al abrir el grifo, veía caer el agua, se acordaba de algo que solía contar algunas veces para que la gente riera. Nada le hacía sentir tan bien como hacer reír a los demás y nada le provocaba tanta frustración como no conseguirlo. <<Yo me ducho con paraguas.....por si llueve. Bueno,...y para que no se me llene el saxofón de agua. Ya estoy mayor para tocar boca abajo.>>. De su mesa recogió los manojos de llaves, y ya por el pasillo, echó un rápido vistazo al reloj de cocina, y no pudo evitar sentir pena de él, privado de compartir con Audrey Hepburn, las horas que daba con tanta puntualidad, como sí le había sido otorgado a aquel reloj que vio hace unos días en un catálogo. <<Siempre ha habido clases compañero, incluso para los relojes de cocina>>.


La derrota feliz
por Jose Torres
Esta mañana me encuentro algo mejor, con la nariz menos congestionada, aunque creo que voy a tener que seguir con el tratamiento de agua y sal. No sé si estos remedios caseros son más o menos eficaces que la medicina convencional, pero de lo que no cabe duda es que siempre van unidos indisolublemente a la memoria. Por eso, cuando ayer fui al baño a ponerme las gotas y despejarme los senos (sigo sin acostumbrarme a llamarlos así) nasales, mi cerebro pareció estar predispuesto para volver a la infancia y a aquellas mañanas de junio en que junto a mi familia, iba a pasar el día a la playa de la Malvarrosa. Eran todo un acontecimiento; un caos perfectamente planeado y concebido, una mezcla equilibrada de felicidad y crispación.
De buena mañana, ya estaba mi padre rebuscando en el armario trastero, sacando cosas y más cosas que se agolpaban en el pasillo, y que después tenía que volver a guardar. Se quejaba amargamente por no poder encontrar nada, pero con mis pocos años, ya pensaba que esos lamentos carecían de sentido, porque el armario, al estar lleno de trastos, hacía honor a su nombre y a su naturaleza. Mientras tanto, mi madre se encargaba de ir preparando los almuerzos y corresponder con un reproche, a cada protesta de mi padre, en un diálogo absurdo en que nadie parecía escuchar a nadie. Ahí aprendí que las mujeres son capaces de hacer varias cosas al mismo tiempo.
Con el coche ya aparcado delante de la puerta, mi padre rumiaba pensativo al ver aquel montón de bultos esperando para ocupar su lugar en el maletero. Por experiencia sabíamos que era mejor dejarle pensar. Finalmente nos lo llevábamos todo. La nevera portátil, la sombrilla de color amarillo canario, los cubos, las palas, los rastrillos, las toallas, la pelota de plástico, la sillas de camping, el "tupper" con tortilla de patatas y el bolso con la crema solar y los bocadillos de jamón serrano que, invariablemente, acababan llenándose de arena.
Mi padre siempre nos hacía salir pronto. Cada cinco minutos nos recordaba que se nos hacía tarde y que seguramente no encontraríamos ni un solo sitio para poner la toalla. En realidad nunca sucedió tal cosa. A esas horas la playa siempre estaba semidesierta. Sólo había algunos ancianos que paseaban por la orilla, luciendo una  gorra de visera y una camisa abrochada con un solo botón. También nos encontrábamos, dispersas como manchas de puntualidad, alguna familia tan cargada de trastos como nosotros y con un padre tan previsor como el nuestro.
Al grito de “Aquí” dejábamos caer toda la carga en el suelo, y cada uno se dedicaba a buscar lo que más le interesaba. Para mi progenitor era el momento de escenificar la toma de posesión de aquella pequeña parcela de playa, clavando el pie de la sombrilla en la arena, como si estuviera poniendo  la mismísima pica en Flandes. Después desplegaba la tela de un color amarillo chillón y echaba un vistazo a su alrededor, orgulloso de la sabia decisión que acababa de tomar.  Ajena a este momento solemne, mi madre ya había sacado de su bolso el frasco azul de crema “Nivea” y con movimientos rítmicos y circulares nos embadurnaba con aquel líquido pringoso hasta convertirnos en lo más parecido a un helado de nata. Entonces ya éramos libres para hacer lo que quisiéramos. 
Lo primero y más divertido era, sin duda, jugar en el mar, siempre a poca distancia de la orilla y con la mirada de mi madre pegada en el cogote. -¡Hasta la cintura!, gritaba bajo el llamativo parasol. A toda prisa corríamos mi hermano y yo hacia el agua, dejando que la primera ola nos mojara los pies. La primera sensación siempre era de frío, lo que obligaba a echarle valor. Dábamos unos pasos hacia atrás y luego con una carrera rápida e irreflexiva nos metíamos en el agua verdosa dando saltos sobre el oleaje hasta que nos dejábamos caer. Con el primer escozor aún en los ojos, una simple mirada servía para conjurarnos contra aquel enemigo sin rostro, con el heroico propósito de soportar las embestidas del mar y conseguir mantenernos de pie. Adoptábamos entonces una impecable posición de combate, como si de guerreros profesionales se tratara, con la cabeza bien erguida y las piernas flexionadas. Todo nuestro cuerpo rezumaba tensión. De vez en cuando, el molesto roce de las conchas que se escondían bajo la arena, conseguía distraer nuestra atención. Unos metros más adelante veíamos gestarse  la ondulada voluptuosidad de las olas, en cuya cima despuntaba una cresta espumosa y amenazadora. Con su acercamiento paulatino, una mezcla de euforia y miedo se apoderaba de nosotros, y sólo acertábamos a emitir con vigor un grito desafiante e ingenuo: "¡Aguanta!". Un instante después, sentíamos sobre nuestros débiles cuerpecillos de niño el imponente ímpetu marino que nos lanzaba violentamente hacia atrás, sumergiéndonos una y otra vez en el agua. Eran derrotas llenas de la fresca felicidad del chapuzón y de un intenso sabor salino, provocado por los pequeños pedazos de mar que aprovechaban el breve instante de la zambullida para colarse furtivos por la nariz, inundando inesperadamente el paladar con su agudo gusto salado, el mismo que el tratamiento para la congestión me hizo recordar ayer.


El enjambre
por Jose Torres
Mientras apuraba los últimos escalones que le habían de llevar a la planta 0, un sonido familiar se iba adueñando poco a poco de aquel largo pasillo. Igual que el frenético zumbido de un enjambre laborioso, componían aquel grupo de voces entregadas al caos, un murmullo grave e ininteligible. En la puerta de la 0-3 se agolpaba una multitud heterogénea, que se dispersaba con cierta inquietud a su paso. Sintió, como otras veces, decenas de miradas inquisitivas y anónimas sobre él, extrañadas de su presencia en aquel ritual al que nadie le había invitado. El trato con la gente nunca fue su punto fuerte, y a la menor oportunidad escapaba del foco de la atención, intentando pasar desapercibido. Aquel papel de moderno alguacil, trastocaba sus planes, y le hacía sentir un nerviosismo que trataba de disimular manteniendo un rictus de extrema seriedad y la mirada perdida en un horizonte de paredes blancas y ventanas sucias, sin tener nada claro el éxito de su propósito.
 Afortunadamente su papel en aquella obra era secundario, y llegado el momento, daba dos pasos atrás, para quedar en un cómodo segundo plano, ensimismado en la visión de de sus zapatos desgastados, mientras se apoyaba incómodamente en la mesa de la tarima. Había llegado el momento de las instrucciones del profesor a los alumnos, repetidas con la solemnidad de la oración que da inicio a todos los rituales. Se hacía una lectura rápida del examen con sus aclaraciones innecesarias, se otorgaba un valor a cada pregunta y fijaba la hora de recogida, casi siempre prolongada. Tras pedir silencio un par de veces, más como parte del ritual, que como advertencia seria, el profesor le daba unas cuantas hojas de examen que se afanaba en repartir con la mayor diligencia. Primero al más alejado, luego al que estaba más cerca. Nunca cambiaba el orden. Seguir un método le ayudaba a calmar los nervios. Algunos alumnos correspondían a la entrega del examen con un escueto “gracias” que él agradecía sin exteriorizar, con el sincero deseo de que les fuera bien.
 Tras el último recordatorio al obligado silencio, comenzaba el examen con una perfecta coreografía de cabezas que bajaban al unísono, buscando ávidas los bolígrafos que con su estrépito hacían las veces de pistoletazo de salida. Comenzaba entonces su labor de vigía, oteando aquel mar de cabezas que de tanto en tanto emergían de entre el papel buscando un poco de aire o quizá un poco de inspiración. Durante un instante, su  mirada se cruzaba furtiva con la de alguna de aquellas cabezas erguida y una sensación de tímida vergüenza les invadía a ambos. Rápidamente volvía la efigie enhiesta a la profundidad del papel en blanco y él a su plácido aburrimiento, del que intentaba sobreponerse contemplando el microcosmos puesto a su pies. Reparaba con curiosidad en las distintas formas de coger los bolígrafos, en la pulcritud de los exámenes de las mujeres, en los atuendos variopintos, que cubrían el espectro que iba de la elegancia premeditada, al abandono más informal, pero no menos buscado; se fijaba en las posturas casi inverosímiles que se adoptaban para escribir y en las súplicas silenciosas de aquellos que buscaban en el cielo un milagro; intuía en las miradas perdidas una reflexión que no le era ajena: “No debería haberme presentado”, mientras en otra mesa, un resoplido cansado, ponía el punto final a un largo párrafo. Continuamente, algunas miradas abandonaban el papel, buscando alrededor, la efímera complicidad que les sacase de la obligada soledad frente al papel.
 Alguna vez había intuido que alguien copiaba o que al menos lo estaba intentando, pero jamás sintió la necesidad de ceder a la delación, ya que opinaba, que el juez más implacable al que puede enfrentarse un individuo es su propia conciencia.
Poco a poco, los alumnos le entregaban sus hojas, casi vacías, o atiborradas de pequeñas letras que se amontonaban entre los párrafos escritos con arial. Con cada ausencia el aula se teñía con la tristeza de la soledad, tan alejada de la efervescencia vivida apenas hacía unos minutos.
¡Venga que voy a recoger!. La voz del profesor volatilizó aquella visión magnética. Con la pereza de quien ha despertado de un sueño, se puso en pie y recogió los exámenes de los últimos rezagados.
 Ya de vuelta hacia el despacho y las obligaciones cotidianas, le invadió la misma sensación de nostalgia de todos los años, con el recuerdo cada vez más lejano de sus tiempos de estudiante, cuando, como uno más, formaba parte de aquel laborioso enjambre.


Sonny
por Jose Torres
Hacía tiempo que Sonny apenas dormía. Se pasaba las noches en vela, tumbado en la cama, contagiado por la pausada tranquilidad del tiempo que no corre. Con una pierna sobre la otra y la cabeza ligeramente ladeada, permanecía casi inmóvil, mirando con fijeza la figura luminosa y algo desproporcionada que la luz del exterior dibujaba en el techo al atravesar la ventana del dormitorio. A intervalos regulares, los violentos fogonazos de un neón colgado en la fachada invadían aquel trapecio blanquecino tiñéndolo de un rojo intenso. A veces, contaba mentalmente los segundos entre los destellos de luz,... uno, dos, tres. Fuera, la ciudad tampoco dormía. El murmullo de la noche se deslizaba por la ventana abierta, tejiendo un sonido incomprensible y próximo, el susurro de un mar urbano apenas desgarrado por algún grito anónimo y distante.
            Fumaba sin descanso. Las horas y los minutos ya no importaban; había encontrado en los cigarrillos una nueva forma de medir el tiempo. Sobre su pecho, un viejo cenicero metálico se movía con el ritmo sosegado de su respiración, con la serena cadencia de una pequeña barca mecida por el mar. Su interior abarrotado, albergaba un cementerio sucio de ceniza y colillas, víctimas retorcidas y aplastadas de aquellas noches que no tenían fin. Con un movimiento pesado y perezoso alargaba su brazo hasta la mesilla, tanteando con la mano hasta encontrar el paquete de tabaco que acababa acercando a su pecho. Tras un breve vistazo al contenido, que menguaba sin descanso, apresaba con la delicadeza de sus hábiles dedos un cigarrillo que, temblando entre sus labios, parecía intuir su muerte cercana, estremecido ante el inminente beso de la llama del encendedor. Después lo mantenía allí, colgado, estático, desafiando el precipicio de la boca frente al mundo, preparado para su muerte lenta y volátil.
            Daba caladas profundas, como si con cada una pretendiera recuperar el aliento que se había escapado cada noche a través de su saxofón. Paladeaba unos segundos el humo y después, abriendo apenas los labios, lo liberaba de su cautiverio suavemente, mientras las hebras de humo se retorcían caprichosas hasta desaparecer. Intentaba mantenerse concentrado, luchando por silenciar los sonidos caóticamente ordenados que llenaban de música su cabeza. No habría más conciertos. La exigencia del circuito de jazz le había agotado. Aquellos continuos saltos al vacío, la búsqueda íntima y dolorosa de sí mismo, la necesidad de quedar vacío cada noche, quebraron su ánimo y su resistencia.
            Por las mañanas deambulaba por la ciudad, sin rumbo fijo, siguiendo un camino de huellas borradas, buscando un lugar que no existía, un lugar lejos del alcance de su propia conciencia. Quienes se cruzaban con él, le escuchaban tararear insistentemente una vieja canción de infancia, en la que ahogaba el nacimiento de cualquier pensamiento furtivo. Vivía aislado en sí mismo, en un mundo que no podía compartir, preso de una celda invisible que él había construido. Permaneció mucho tiempo callado, incapaz de articular el sonido de la única voz con la que sabía expresarse, aquella que era principio y fin de todas las cosas.
            Pasaron las semanas y los meses. El tiempo fue curando las heridas y llenando el vacío, y poco a poco, creció en él la necesidad de volver a hablar, de dejar salir de su cabeza los sonidos que ya no podía contener, y que en oleadas, martilleaban su silencio. Cogió el estuche de su saxofón, bajó a la calle y paró un taxi: “Al puente de Williamsburg”.
Era de madrugada, pero Nueva York nunca duerme. La soledad acompañada de las miles de ventanas iluminadas le tranquilizó. Tiró el penúltimo cigarrillo de la noche y del estuche sacó el saxo, donde la ciudad se reflejó con vivos destellos de luz. Suavemente fue exhalando aire de sus pulmones y un tibio hálito de vida hizo brotar su voz con el milagro de un nuevo nacimiento. Durante meses, transeúntes solitarios, hijos de la noche como él, le oyeron tocar en el puente, esparciendo notas que se diluían en el aire. Y Sonny recuperó la voz, tan poderosa y brillante como había sido siempre. Y sintió que había llegado el momento de volver a hablar.

Apareces
por Jose Torres
Apareces cada tarde, asomada a una ventana sin cielo, desnuda de preguntas sin respuesta y el cuerpo magullado por antiguos recuerdos. Apareces al caer la noche y los dos asentimos y se abren ante nosotros infinitos caminos. Apareces y te muestras y yo siempre me escondo, oculto tras mi imagen para no verme, agazapado en la oscuridad de una voz sin rostro. Apareces y tu mundo es el mío, y hablas de sueños y desesperanzas, de síndromes y doctores, de Dios y su ausencia, de ficciones pasadas y zanahorias eternas. Apareces y desapareces, aunque nunca te has ido, porque es tu naturaleza quedarse, porque el naufragio es nuestro destino.


Lo Mejor De Mí
por Jose Torres
Lo mejor de mí se perdió en los labios de mujeres que no llegué a conocer, en la profundidad abismal de unos ojos que nunca me miraron, en la suavidad tibia de una piel jamás acariciada.
Lo mejor de mí sucedió mientras soñaba con los ojos abiertos, imaginándome en lugares en los que nunca estuve, siendo el protagonista de vidas que otros vivieron.
Lo mejor de mí se desvaneció en la bruma de lo desconocido, oculto entre los libros que quedaron por leer, silenciado por las notas de una música no escuchada, perdido en los caminos de paisajes nunca descubiertos.
Lo mejor de mí quedó anclado a las oportunidades desaprovechadas, enterrado bajo el peso asfixiante de las decisiones erróneas, asesinado por la implacable destreza de un temperamento cobarde.


El origen de las palabras o la historia de una mente perturbada
Por: Jose Torres
Qué fácil debía de ser la vida en los albores del hombre, cuando todo, o casi, estaba por descubrir. Remontémonos en el tiempo hasta aquellos días y veamos qué sucedía en la sede del registro de nuevas palabras.

-        Buenos días
-        Buenos días
-        Venía a registrar una palabra: Ordenador
-        ¿Y qué designa esta palabra?
-        Pues yo la utilizaría para hacer referencia a un aparato que almacene y procese datos
-        No le veo la utilidad. ¿Se le ocurre mejor método para registrar las palabras que escribiéndolas con un palo en la arena?. Si quiere, yo la registro, por si más adelante le pudiera servir a alguien, pero no creo. Siguiente.
-        Buenos días. Yo venía a registrar dos palabras juntas: Punto G
-        ¿Punto G?. ¿Y esto que designa?
-        Serviría para referirse a una pequeña zona en la parte genital femenina que convenientemente estimulada provocaría un gran placer
-        Hombre, yo le digo lo mismo que le dije el otro día a un señor cuando vino a registrar la palabra rueda. Me explicó que se utilizaría para denominar a un objeto redondo que facilitaría el transporte de personas o cosas. Ambas dos, la rueda y el punto G, serían muy útiles, pero como de momento nadie las ha descubierto.....¿No podría utilizar lo del punto G para designar otra cosa?
-        Ahora mismo no se me ocurre nada
-        El otro señor, el de rueda, como vio que lo del objeto iba para largo, me dijo que se podría utilizar para dar nombre a la denominación de origen de alguna bebida, preferentemente alcohólica....Ve –le dije- por ahí va bien. Está nuestro inventor aporreando unas uvas con una maza y en el momento menos pensado seguro que descubre algo.... Entonces....¿nada más?...Pues... siguiente.
-        Buenos días. Vengo a registrar orgasmo. El otro día vino un amigo mío a registrar el nombre de una ciudad: Rótterdam. Y yo he pensado que si algún día nace allí un pensador se podría llamar Orgasmo de Rótterdam
-        Pues no va a poder ser. Precisamente vino ayer un señor y registró el nombre de un pensador de esa ciudad: Erasmo de Rótterdam
-        ¿Y ahora qué hago yo con esta palabra?¿Quién me paga los gastos?

Justo detrás había una pareja, un hombre y una mujer, que al oír la conversación decidieron intervenir.

-        Buenas tardes. No hemos podido evitar escuchar, y creemos que podríamos solucionar el problema de este señor. El otro día, estaba yo haciendo el coito con mi mujer y al terminar, como vi que bostezaba, le pregunté. ¿Cariño has llegado al........al .....?, y vi que me faltaba una palabra. Como soy funcionario de la administración, estoy poco dotado para la inventiva, así que veníamos a ver si tenían una palabra para referirse a ese momento de gran placer que supone la culminación del acto sexual. Y como he visto que les sobra orgasmo, pienso que la podríamos utilizar.
-        Si este señor no tiene inconveniente, por mi parte no hay ningún problema.
-        Por favor, será una gran orgasmo para mi que utilicen mi palabra.

Mientras los dos hombres se abrazaban por la nueva palabra adoptada, la mujer se acercó a la mesa y en voz baja, le dijo al hombre del registro.

-        Yo quisiera registrar una palabra. Va unida a orgasmo. Es......Fingir. Define el acto por el cual se da a entender algo que no es cierto.

Y así, poco a poco, fueron surgiendo todas las palabras que hoy conocemos.


Una de vampiros
Por: Jose Torres
Aprovechando el gran interés que desde hace un tiempo suscitan los vampiros, dejo aquí una historia libre y particular de lo que aconteció a uno de esos príncipes de las tinieblas.
-         Buenas tardes.
-         Buenas tardes, usted dirá.
-         Quería un ataúd.
-         ¿Qué edad tiene el finado?.
-         No, si no hay ningún finado.
-        ¿Entonces?.
-         Es para mí.
-         Perdone que le haga esta pregunta, ¿quiere usted decir que está en trance de pasar a mejor vida?.
-         No, hace ya unos cuantos años que no me preocupa la muerte. Digamos que más que estar vivo soy un no muerto. No, no ponga esa cara, no estoy loco. Acérquese. Soy lo que toda la vida se ha llamado un vampiro.
-         Perdone caballero, pero no me parece que sea éste el lugar más oportuno para gastar bromas de mal gusto.
-        ¿Tengo acaso cara de bromear?. El asunto que me trae aquí es muy serio y de vital importancia. Me he enamorado. ¿Se ha enamorado usted alguna vez?.
-         No señor, siempre he trabajado en una funeraria.
-         Pues le compadezco. Yo, sin embargo, he encontrado el amor. Fue hace unos meses, una noche de ésas en las que el tiempo transcurre plácidamente, sin que nada haga presagiar que minutos después un encuentro fortuito va a dar un vuelco completo a tu vida. Cenaba yo con mi ayudante Renfield en un pequeño restaurante del centro, cuando tras observar minuciosamente el plato que le acababan de servir, comenzó a hacer gestos ostensibles de desagrado. Le pregunté qué sucedía, pero no me respondió.  Preso de cólera, llamó al “maître”, y tras unas agrias quejas y una disputa bastante subida de tono, pidió la hoja de reclamaciones. El motivo era que no había encontrado ni un solo insecto en la ensalada, precisamente él que se había hecho alcohólico para poder comerse los bichos que se veían en el “delirium tremens”. Enseguida me di cuenta de que la discusión iba para largo, así que decidí salir a la calle y dar un paseo mientras le daba vueltas a uno de tantos pensamientos insustanciales: ¿era una manía mía o el Rh negativo resultaba más dulzón que el positivo?. Y si esto era así … ¿aquello hacía a los vascos más propicios como postre?. De repente, con el estruendo de sus tacones retumbando al final de la calle, apareció ella, como una visión surgida de la noche, con su pelo negro, sus ojos llenos de luz y su terso cuello de cisne. A los cinco minutos me había enamorado y al cuarto de hora ya no pensaba en su sangre. Decidí seguirla hasta su casa y hacerla mía. Esperé en la cornisa hasta que se acostó. Estaba ya dispuesto  a entrar por la ventana, cuando escuché en la oscuridad lo que parecía el zumbido de un aparato eléctrico. La cama, y a oscuras, resultaba un lugar extraño para utilizar la epilady. Los suaves gemidos iniciales, que fueron aumentando poco a poco en frecuencia e intensidad, me hicieron comprender el error de mi primera apreciación. Nuevamente había sido avanzado en el terreno del amor, y esta vez por una máquina, pero no desistí, el amor era demasiado intenso. Después de dejar un tiempo prudencial para que se recuperara, me metí en su habitación. Mi sorpresiva presencia no pareció disgustarle, lo cual me dio ánimos (y eso que a juzgar por los gritos que acababa de escuchar desde la cornisa, mi contrincante vibratorio había dejado el listón muy alto). Desplegué la capa, me acerqué a ella con esa pausada elegancia que tenemos los de mi especie, y cuando ya estaba preparado para morderla, recordé con tristeza que me había olvidado la dentadura de los colmillos en casa. Desde hacía unos años tenía que usar prótesis dental. Una noche, al comienzo de mi etapa como vampiro, perdí los dientes contra la fachada de un edificio. Aquello me sirvió para saber que los hombres, aunque seamos vampiros, no podemos hacer dos cosas a la vez, y menos si esas dos cosas son volar y espiar a una chica desnuda que se hace fotos frente al espejo. Volviendo al tema, ya que estaba allí, con la capa desplegada y la boca abierta, lo intenté con la dentadura de ir a los restaurantes (por cierto que me sale caro, porque lo que hago es pedir un filete muy poco hecho, estrujarlo, sacarle la sangre y bebérmela, pero si no salimos Renfield dice que siempre estamos en casa y nunca hacemos nada juntos) pero sólo logré babearla. Le dije que era la primera vez que me pasaba, que había comprado un piano y últimamente me lo dejaba todo olvidado allí. Ella se mostró muy comprensiva, y me dijo que no debía preocuparme, que eso nos pasaba a todos alguna vez, y que no debía atormentarme. Cuando recuperé la calma, le pregunté cuándo le vendría bien que quedáramos para volver a intentarlo.

-      ¿Le viene bien el martes?
-      No, el martes salgo a correr y necesito la sangre.
-      Yo el miércoles no puedo. Doy un atraco a un banco de sangre. ¿Y el jueves?.
-      Perfecto, el jueves no tengo nada. ¿En su casa o en la mía?.
-      Mejor aquí. Hace años que no viene la asistenta y tengo la cueva llena de polvo.

-      Y así fue. Me presenté en su casa el jueves con la dentadura de los domingos. Me acerqué poco a poco, y en el momento en que me abalanzaba sobre ella, loco de deseo, ella me puso una mano en el pecho y peguntó:

-      ¿Has tomado precauciones?.
-      Claro, he puesto todo el día la dentadura en bicarbonato. Por cierto, ¿qué aspecto tengo?, no sabes lo difícil que es afeitarse sin espejo.

-       Fue maravilloso. Hicimos el amor y ni siquiera necesité mirar láminas de anatomía para orientarme. Lo de la orientación no es ninguna tontería si anda uno escaso de práctica. Hace años, antes de ser vampiro trabajé en un circo. Todos queríamos salir con la contorsionista y la tragasables, por razones obvias, pero como estaban muy solicitadas, acabé teniendo una cita con la mujer barbuda. Pues bien, en la penumbra de la habitación, al intentar hacerle sexo oral, no era fácil orientarse. Bueno, sigo, que me estoy yendo por las ramas. Después de aquel primer encuentro, ella se puso muy contenta de ser vampiresa, porque decía que así no envejecería, aunque tampoco faltaban inconvenientes. Las primeras veces, cuando se perfilaba las cejas, parecían más una carretera comarcal que otra cosa, aunque con el tiempo acabó por hacerlo con los ojos cerrados. Pasaron unas semanas y como estábamos tan bien, le propuse que se viniera a vivir conmigo, y aceptó. Me apliqué en hacer limpieza a fondo, y descubrí, viviendo debajo de la alfombra del comedor, a un señor que preparaba notarias. Para mi desgracia también se hallaron varias especies animales y vegetales que se consideraban extintas, así que el estado me expropió la cueva y la declaró parque natural. No me quedó más remedio que mudarme. Intenté hacerme con un panteón con vistas al cementerio. Desafortunadamente, los panteones estaban fuera de mis posibilidades económicas, por lo que tuve que comprar un nicho de protección oficial, y claro, no me caben los dos ataúdes, así que hemos intentado dormir los dos juntos, pero no hay manera. En mitad del día me despierto sobresaltado, porque ya no sé si me están clavando una estaca o es ella la que me está clavando el codo, y como no podemos cerrar la tapa, entra corriente y creo que estoy desarrollando una lumbalgia crónica. Por eso yo quería preguntarle si no tendrían ustedes un ataúd de matrimonio. De 1.80 más o menos. Me interesaría que, además de ancho fuera más hondo, porque, en confianza,.....con los ataúdes convencionales, el sexo es muy monótono. Sólo se puede practicar la postura del misionero, y siendo los dos vampiros, no me parece la más adecuada. A mí la que me gustaría probar la del candelabro italiano, pero en estas condiciones, no se puede.

-       Oiga, y ¿cómo es esa postura?.
-       Pues me han dicho que se levanta una pierna y....mejor se lo dibujo. ¿Ve?.
-       Sí que está bien. Mire por dónde, al final voy a acabar sacándole partido a los cursos CCC de contorsionista por correspondencia. En lo que se refiere al ataúd, no tenemos ninguno de matrimonio, pero podemos hacérselo por encargo. ¿En qué color lo va a querer?.
-         De momento no lo sé, porque mi mujer es muy estricta con la decoración. En lugar de la lápida quiere poner unas cortinas y hasta que no sepamos el color, no podré decirle nada. Cuando lo tenga claro, paso a hacerle el encargo.
-        Cuando usted quiera.
-        Bueno, adiós.
-        Adiós y suerte con el candelero.
-        Candelabro.
-        Eso, candelabro



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