Desesperación
por Jose Torres
Pasan de las dos de la madrugada. La ciudad duerme. Casi toda. Existen distintas formas de no dormir. Hay una pragmática, la que te obliga a conducir un taxi por calles vacías o amasar el pan en la desmayada luz de un obrador. Otras son más lúdicas. En este preciso instante es muy probable que alguien estará alcanzando el culminante momento del orgasmo, acompañado o no, aunque acompañado no siempre significa compartido. También es posible que trabajo y placer crucen sus caminos, pues hay en el mundo quien se gana su sustento alcanzando o haciendo alcanzar orgasmos. Ninguno de estos casos es el mío. Mi insomnio hoy es menos lúdico y/o pragmático. Los dos imbéciles de abajo, con sus voces monocordes de disco escuchado al revés, me rompen el sueño. Allá en el nuevo continente añadirían que también les rompen las pelotas. Ni siquiera son una pareja teniendo sexo. Sería más ameno, más humano, más compensible. Al menos, podría darle uso al estetoscopio. Lo de los imbéciles entra más bien en la categoría de las invasiones bárbaras. Cuánta palabra para no decir nada. Qué manera más absurda de despilfarrar el silencio. Siento la misma desesperación de Meursault cuando le privan del tabaco en la cárcel. Yo vivo también en una prisión, sin barrotes, de paredes invisibles y metafóricas unas veces, de una fisicidad verde manzana las otras. Éstas y aquellas encierran un espacio cada vez más estrecho. Ya no cabe ni el silencio, y eso, he de asumirlo, es parte de la pena. ¿Mi crimen? Ser, existir como este ente que soy yo mismo.
Bendicionespor Jose Torres
Pasan de las dos de la madrugada. La ciudad duerme. Casi toda. Existen distintas formas de no dormir. Hay una pragmática, la que te obliga a conducir un taxi por calles vacías o amasar el pan en la desmayada luz de un obrador. Otras son más lúdicas. En este preciso instante es muy probable que alguien estará alcanzando el culminante momento del orgasmo, acompañado o no, aunque acompañado no siempre significa compartido. También es posible que trabajo y placer crucen sus caminos, pues hay en el mundo quien se gana su sustento alcanzando o haciendo alcanzar orgasmos. Ninguno de estos casos es el mío. Mi insomnio hoy es menos lúdico y/o pragmático. Los dos imbéciles de abajo, con sus voces monocordes de disco escuchado al revés, me rompen el sueño. Allá en el nuevo continente añadirían que también les rompen las pelotas. Ni siquiera son una pareja teniendo sexo. Sería más ameno, más humano, más compensible. Al menos, podría darle uso al estetoscopio. Lo de los imbéciles entra más bien en la categoría de las invasiones bárbaras. Cuánta palabra para no decir nada. Qué manera más absurda de despilfarrar el silencio. Siento la misma desesperación de Meursault cuando le privan del tabaco en la cárcel. Yo vivo también en una prisión, sin barrotes, de paredes invisibles y metafóricas unas veces, de una fisicidad verde manzana las otras. Éstas y aquellas encierran un espacio cada vez más estrecho. Ya no cabe ni el silencio, y eso, he de asumirlo, es parte de la pena. ¿Mi crimen? Ser, existir como este ente que soy yo mismo.
por Jose Torres
Bendito sea el fruto de vuestro vientre. Benditas las lágrimas que
inundan sus mejillas con tibios riachuelos de amargura. Bendito sea
siempre el sudor salado que empapa su frente gota a gota. Bendita su
sangre, derramada eternamente, como un aceite viscoso que lubrica la
rueda que un día ha de aplastaros ¿Es que sólo yo escucho sus voces?
- “Sí, Phillies siempre está abierto”, pensó para él.
Le gustaba especialmente aquel bar. A esas horas casi siempre estaba vacío y cerraba muy tarde. El propietario tenía problemas de insomnio y apenas daba conversación.
Dos calles antes de llegar a Phillies, ya vio su rotunda luz blanquecina iluminar la esquina. A través de sus enormes cristales distinguió al camarero que aparecía como una mancha lechosa tras la barra roja. Había también un hombre y una mujer, sentados casi frente a frente, en cada uno de los lados de la barra triangular, aunque separados por la distancia que existe entre dos mundos que nunca llegarán a encontrarse.
Al entrar tomó asiento al lado de la mujer. Le llamó la atención su elegancia, impropia de un local tan modesto y solitario.
- Un café. Perdone señorita, ¿tiene fuego?
- Le doy fuego si me invita a un cigarrillo
Sacó del bolsillo un paquete ya abierto, y con un sutil golpe de su índice, dos cigarrillos asomaron por la abertura. Ella acercó sus manos largas y cuidadas, y con la sutileza de sus dedos índice y pulgar apresó uno de los pitillos y se lo llevó a los labios. Eran carnosos, y estaban pintados de un color rojo pálido que sin embargo no dejó ninguna huella en la boquilla. Del taburete de la derecha rescató su bolso y lo puso sobre la barra. Tras uno segundos de búsqueda sacó de su interior un Zippo en el que podía leerse la siguiente inscripción “Good luck”. Encendió su cigarrillo y se dispuso a encender el de él, que ya colgaba de sus labios. La mujer se dio cuenta de que él miraba con atención el encendedor.
-“Fue un regalo”, dijo ella. Lo puso sobre la palma de su mano y mirándolo siguió: “Quien me lo dio, dijo que siempre que leyera la inscripción tendría buena suerte”.
-¿Y funciona?
-Unas veces sí, y otras veces no.
Él esbozó una sonrisa y tomó un sorbo de café.
- Si bebe usted café no va a poder dormir
- Hoy no tengo ganas de volver a casa
- ¿No le espera nadie?
- No. Dijo él soltando una bocanada de humo. ¿y a usted?, ¿tampoco la espera nadie?
- Quien debería esperarme está ahora a 35000 pies, en algún lugar cerca de Boston.
-¿Está usted casada con un piloto?
- Prometida.
- Bonita profesión
- Bonita y solitaria
-¿Y usted a qué se dedica?
- No me llame de usted, no me gusta.
- Bueno, pues ¿a qué te dedicas?
- Soy abogada
- Un adalid de la justicia.
- Mi trabajo no tiene nada que ver con la justicia. No creo que la justicia exista siquiera. Creo en mis clientes en todo caso, y no en todos.
Nada más terminar la frase dio una calada profunda y preguntó:
-¿Y tú?, ¿a qué le dedicas tu tiempo?
- Trabajo para el gobierno, en el ministerio de agricultura.
- Nunca lo hubiera pensado -Se quedó mirándolo un momento -. No sé, tienes aspecto de ser de los que sueñan despierto.
-¿Y qué creías que era?......¿taxidermista?
Ella rio alegremente.
-No, pero no te hacía trabajando en algo tan terrenal.
-Tienes unos ojos preciosos -dijo él de repente- . Seguro que tu piloto piensa que son más azules que el mismo cielo.
-Sí, bueno, no sé. No es muy aficionado a decirme lo que piensa sobre mis ojos. La verdad es que no es muy aficionado a decirme qué piensa sobre cualquier cosa.
Dio otra calada profunda.
-Bueno, creo que me voy a ir – dijo ella con pena -. Debe de estar a punto de llegar y quiero estar cuando llame. Gracias por el pitillo y la compañía.
-Gracias a ti por el “Good luck”.
Ya al lado de la puerta, se volvió.
-Por cierto, me llamo Mary.
-Joseph
-Buenas noches
-Buenas noches
Un día despertó y la vida le obligó a enfrentarse a la imagen que le devolvía el espejo. Había demorado ese momento tanto como pudo, consciente de lo que aquella visión le podía deparar, primero con medias verdades, después con mentiras, no importaba lo grotescas que pudieran llegar a ser mientras le permitieran seguir eludiendo su propia realidad, aferrado a la vaga esperanza de que el destino le tuviera reservado un futuro más prometedor. Jamás sucedió. Todos sus miedos, los más insignificantes y los más profundos se materializaron en aquella imagen devastada, apabullantemente mediocre, soberbiamente vacía, sólida en apariencia, pero irremediablemente condenada a la ruína, como las viejas casas que a duras penas mantienen en pie unas vigas de madera asoladas por la descomposición. Cuando tomó conciencia de la sordidez de sus limitaciones, simplemente, se dejó morir. No hubo lucha, porque no había salvación; es imposible escapar de uno mismo. Había nacido así, como su peor enemigo, confundiendo las más de las veces el papel de víctima y el de verdugo. Vivía, pensaba, existía, a contracorriente, sin tregua, sin importar qué o quién tuviera delante, tenaz y suicidamente en el lado de a los que siempre les toca perder.
Caos
Caos (II)
por Jose Torres
La vida es como un largo etcétera. Un mañana como ayer. Silencio. No
sos vos, soy yo, aunque también un poco tú. Más silencio. Estoy solo en
esta isla. Viernes resultó ser un coco y tampoco me entiende. Dormido, a
veces, parezco normal. Monotonía de lluvia tras los cristales.
Monotonía de vida ante los cristales. Si sólo me hubieran robado el mes
de abril, al menos me quedarían once. Eres lo mejor que me ha pasado en
la vida, lo cual habla bastante mal de mi vida. Miénteme, dime que
quieres a mis padres. Murió como un héroe, practicando sexo oral con la
nariz congestionada. Si tú me dices ven, es que algo quieres de mí.
¿Hablo yo o pasa un carro? Mejor que pase un carro. Tócala otra vez. Eso
se paga aparte del polvo. Más silencio. Eres lo que más quiero en el
mundo, dijo mirándose a un espejo. Un día me moriré, aunque sea lo
último que haga en la vida. Fin.por Jose Torres
Nighthawks
por Jose Torres
Había estado caminando toda la tarde sin rumbo, callejeando sin
otro propósito que el de dejar pasar el tiempo hasta que el cansancio
le hiciera regresar a casa. Las ventanas de los edificios se iluminaban
como ojos que despiertan de su letargo y las calles, poco a poco, iban
quedando desiertas. El bullicio de la ciudad cedía ante los murmullos de
la noche. Miró el reloj. Era tarde, las diez pasadas, pero se
encontraba bien en la penumbra de aquellas calles solitarias. Tan sólo
estaba un poco cansado. Le apetecía descansar los pies y tomar algo.
Pensó en ir a Phillies. por Jose Torres
- “Sí, Phillies siempre está abierto”, pensó para él.
Le gustaba especialmente aquel bar. A esas horas casi siempre estaba vacío y cerraba muy tarde. El propietario tenía problemas de insomnio y apenas daba conversación.
Dos calles antes de llegar a Phillies, ya vio su rotunda luz blanquecina iluminar la esquina. A través de sus enormes cristales distinguió al camarero que aparecía como una mancha lechosa tras la barra roja. Había también un hombre y una mujer, sentados casi frente a frente, en cada uno de los lados de la barra triangular, aunque separados por la distancia que existe entre dos mundos que nunca llegarán a encontrarse.
Al entrar tomó asiento al lado de la mujer. Le llamó la atención su elegancia, impropia de un local tan modesto y solitario.
- Un café. Perdone señorita, ¿tiene fuego?
- Le doy fuego si me invita a un cigarrillo
Sacó del bolsillo un paquete ya abierto, y con un sutil golpe de su índice, dos cigarrillos asomaron por la abertura. Ella acercó sus manos largas y cuidadas, y con la sutileza de sus dedos índice y pulgar apresó uno de los pitillos y se lo llevó a los labios. Eran carnosos, y estaban pintados de un color rojo pálido que sin embargo no dejó ninguna huella en la boquilla. Del taburete de la derecha rescató su bolso y lo puso sobre la barra. Tras uno segundos de búsqueda sacó de su interior un Zippo en el que podía leerse la siguiente inscripción “Good luck”. Encendió su cigarrillo y se dispuso a encender el de él, que ya colgaba de sus labios. La mujer se dio cuenta de que él miraba con atención el encendedor.
-“Fue un regalo”, dijo ella. Lo puso sobre la palma de su mano y mirándolo siguió: “Quien me lo dio, dijo que siempre que leyera la inscripción tendría buena suerte”.
-¿Y funciona?
-Unas veces sí, y otras veces no.
Él esbozó una sonrisa y tomó un sorbo de café.
- Si bebe usted café no va a poder dormir
- Hoy no tengo ganas de volver a casa
- ¿No le espera nadie?
- No. Dijo él soltando una bocanada de humo. ¿y a usted?, ¿tampoco la espera nadie?
- Quien debería esperarme está ahora a 35000 pies, en algún lugar cerca de Boston.
-¿Está usted casada con un piloto?
- Prometida.
- Bonita profesión
- Bonita y solitaria
-¿Y usted a qué se dedica?
- No me llame de usted, no me gusta.
- Bueno, pues ¿a qué te dedicas?
- Soy abogada
- Un adalid de la justicia.
- Mi trabajo no tiene nada que ver con la justicia. No creo que la justicia exista siquiera. Creo en mis clientes en todo caso, y no en todos.
Nada más terminar la frase dio una calada profunda y preguntó:
-¿Y tú?, ¿a qué le dedicas tu tiempo?
- Trabajo para el gobierno, en el ministerio de agricultura.
- Nunca lo hubiera pensado -Se quedó mirándolo un momento -. No sé, tienes aspecto de ser de los que sueñan despierto.
-¿Y qué creías que era?......¿taxidermista?
Ella rio alegremente.
-No, pero no te hacía trabajando en algo tan terrenal.
-Tienes unos ojos preciosos -dijo él de repente- . Seguro que tu piloto piensa que son más azules que el mismo cielo.
-Sí, bueno, no sé. No es muy aficionado a decirme lo que piensa sobre mis ojos. La verdad es que no es muy aficionado a decirme qué piensa sobre cualquier cosa.
Dio otra calada profunda.
-Bueno, creo que me voy a ir – dijo ella con pena -. Debe de estar a punto de llegar y quiero estar cuando llame. Gracias por el pitillo y la compañía.
-Gracias a ti por el “Good luck”.
Ya al lado de la puerta, se volvió.
-Por cierto, me llamo Mary.
-Joseph
-Buenas noches
-Buenas noches
Angustia
por Jose Torres
Nunca he sabido si la angustia llega, como llega al cuerpo un virus, o
si por el contrario, siempre habita en él, agazapada, desde el primer
llanto que nos trae a la vida, esperando el momento propicio para salir
desde los más oscuros recovecos del alma para engullirlo todo como la
niebla espesa engulle el paisaje en los valles profundos. Nada queda
fuera de su alcance, todo lo ocupa, el tiempo y también el espacio. Más
allá de los lindes de la propia tristeza no hay nada, el mundo eres tú y
tu angustia. Te arrebata todo, lo que un día fue tuyo y aquello que
pudo llegar a serlo; a cambio, es todo cuanto necesitas, tu único
sustento. Con ella se desvanecen el resto de preocupaciones, porque en
sus límites no existe el futuro. La vida, tu vida, se detiene. La
angustia cae sobre tu cabeza como un aguacero de melancolía, te empapa y
te aísla, abre a tu alrededor abismos como fauces de una bestia
pavorosa con los puentes destruidos, te encierra con muros de silencio y
soledad, que sólo devuelven el sonido de tu voz como un eco. Es algo
mental, pero también físico. La sientes nacer en la boca del estómago,
como la erupción de un volcán de electricidad que asciende en oleadas
hasta la garganta, como una fuerza invisible que te arroja a una sima
sin fondo, a un precipicio de miedo y dolor que oprime tu pecho hasta
dejarte sin aliento. Con el paso de los días, esas oleadas se apaciguan
como una tormenta que se aleja en el horizonte. El dolor es ya
únicamente un vacío, una tristeza apática disimulada apenas en tus ojos
sin brillo. El tiempo transcurre con matemática monotonía y un día te
das cuenta de que estás distraído, pensando en cosas pequeñas,
inconscientemente alejado de la angustia. Y sientes miedo. Ella lo ha
sido todo, principio y fin, un refugio al fin y al cabo, y si te
abandona, tendrás que enfrentarte de nuevo al futuro y sus
incertidumbres, te verás obligado, otra vez, a volver a la vida.por Jose Torres
Gigante (enterrando fantasmas III)
por Jose Torres
Eras tan pequeña cuando te conocí. Hasta el más tenue rayo de luz podía
deslumbrarte. Te encontré hecha un ovillo, replegada sobre ti misma,
como un animalillo que intenta protegerse del peligro, a la espera,
buscando un momento más propicio para volver a la vida. Empezabas ahora a
salir de tu escondite, mirando con precaución a un lado y a otro,
enfrentándote al mundo con toda la cautela que aconsejaba la
experiencia. En tu piel podía percibirse el calor de un sufrimiento
cercano, pegado a la ropa, a tu mirada y hasta a tus sueños, que hasta
allí quiso acompañarte. El eco de tu última batalla resonaba sobre las
cenizas todavía humeantes, y por las heridas abiertas brotaba a
borbotones un manantial de rabia e indignación. Toda tú cabías en la
palma de mi mano, y a ella viniste, incondicionalmente, atraída por un
mundo, el mío, que sin saber si era bueno o malo, por bueno lo tomaste,
siendo como era tan diferente a cuanto habías conocido hasta entonces.
Nuestra felicidad fue apenas un suspiro, un soplo de viento en la
tempestad que mueve dos vidas. Yo me aparté donde siempre, si es que la
desolación puede hallarse en unas coordenadas concretas. También pudo
suceder que fuese yo el que permaneció inmóvil, y que la desolación, no
encontrando mejor acomodo, acampó en mi cuerpo como el busca un cálido
refugio en medio de la tormenta. Tú te quedaste desarmada, vacía después
de entregarme todo cuanto podías ofrecerme, con los ojos arrasados de
lágrimas y la semilla del desprecio sembrada en tu pecho, dispuesta a
germinar cuando llegara el momento adecuado. Pero no fue el desprecio el
que te hizo crecer, que eso vino luego, cuando la venganza,
inconsciente si acaso, se sirvió como el plato más frío. Te levantaste
una vez más. Habían sido muchas las ocasiones en que te enfrentaste al
dolor, incluso antes de que el tiempo borrara de tus ojos cualquier
rastro de inocencia, como para que esta pequeña catástrofe pudiera
detenerte. De cómo te transformaste en gigante, nada cierto sé, sólo
puedo hacer conjeturas. Apenas pude vislumbrar las sombras de una
realidad proyectadas en la pared de mi cueva. Cuando volví a saber de
ti, ya eras un gigante, de un poder tan colosal, que un simple aleteo de
tus párpados podía asolar mi vida como el más devastador de los
ciclones. También cabe pensar, porque en términos de apreciación nunca
faltan opiniones encontradas, que el admirable crecimiento al que
algunos atribuyen tu gigantesco cambio, fuera únicamente una ilusión de
los sentidos, provocada por un punto de vista erróneo, y que lo
desproporcionado de tus dimensiones sólo obedeciera, en realidad, a la
mengua hasta lo ínfimo de mi propia persona. Sea como fuere, bien porque
tu vida se ensanchó hasta los límites de mi percepción, bien porque la
mía fue empequeñeciendo hasta los límites de lo perceptible, mi mundo,
como un satélite suicida, volvió, una vez más, a gravitar alrededor de
tu imagen, atraído hacia un abismo de angustia al que no podía
renunciar, perdido en la palma de tu mano, como un día estuviste tú en
la palma de la mía, minúsculo y olvidado, sin ni siquiera la esperanza
de que un gesto involuntario pudiera darme el golpe de gracia.por Jose Torres
La importancia de llevar brújula
por Jose Torres
Érase una vez, en un testículo
muy muy lejano, donde vivía un espermatozoide junto a millones y
millones de hermanos. Estaba ya mayor. Le había crecido mucho la cabeza
de tanto pensar y su cola no se agitaba ya con la alegría de otros
tiempos. Bien fuera por un desmesurado miedo a lo desconocido, bien
fuera porque se le habían agotado las esperanzas, se aferró a todos los
pretextos que pudo inventar su imaginación para eludir el momento del
“despegue” tanto como fue posible, encadenando un aplazamiento tras otro
hasta que creyó que todos se habían olvidado de él. La mayor parte del
tiempo lo pasaba moviéndose en círculos, meditando, obsesionado con las
causas que llevaron al colapso a la antigua USSR (Union of Soviet
Spermatic Republics). Era así, atípico. Al contrario que sus congéneres,
no experimentaba la imperiosa necesidad de hacer planes para un futuro
en el que no creía. “El futuro no existe. La vida es una sucesión de
presentes efímeros”, solía decirse en sus interminables monólogos. Nadie
escuchaba sus historias; desde hacía tiempo apenas frecuentaba a otros
gametos; sus pocos amigos habían despegado ya o habitaban lejos, en la
otra gónada, por lo que apenas sabía de ellos. Vivía tranquilo, absorto
en una monotonía grisácea, alejado del frenesí de carreras caóticas que
atrapaba a sus hermanos en espera del momento supremo de la existencia.
La vida apacible de su retiro le había terminado por convencer de que su
vida ya no interesaba a nadie, y que el órgano superior, bien por
haberlo olvidado, bien por considerarlo inútil para la causa, le
permitiría agotar sus días en aquel confinamiento plácido, sin más
aliciente que la curiosidad por conocer qué le depararía cada nuevo día.
Nada pues, hacía presagiar el abismo a que se iba enfrentar su vida, la
mañana en que el órgano superior, con un escueto mensaje, le comunicó
que tenía asignado un puesto en el próximo despegue. No había vuelta
atrás. En pocas horas, el canal de lanzamiento estaba atestado de
hermanos, que bullían de emoción. Los había hasta donde alcanzaba la
vista. Sintió entonces, en lo más profundo de su minúsculo cuerpo, la
violenta insignificancia de su existencia. Creyó desvanecerse en la
bruma de sus pensamientos más sombríos, pero los golpes de aquel mar
embravecido por el éxtasis, le devolvieron abruptamente a la realidad.
El vaivén rítmico que precedía al despegue no era nada nuevo para él, lo
había vivido muchas veces, pero siempre a distancia, como espectador.
Ahora, apenas se podía mover en medio de aquel tumulto de cabezas y
flagelos en que pensó que iba a morir.
“Alegra esa cara, que ahora viene lo bueno”, le dijo un hermano excitado por la emoción.
“Yo no debería estar aquí. He dejado un puzzle de la Gioconda a medio terminar, y me quedan un montón de preguntas por contestar: ¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Adónde voy?”
“Eso último te lo aclaro yo. Me lo he apuntado esta mañana para que no se me olvide”, y le enseñó un pedazo de papel. “Hobulo”.
“Madre mía, óvulo con h y con b, apañada esta la especie humana como gane éste”. “¿Y si se trata del gran salto?, ya sabes…”, añadió.
“Tú piensa siempre en positivo, como nos enseñaron en la academia”.
De repente un potente temblor sacudió el canal de lanzamiento y todos echaron a correr. No había alternativa, era eso o morir aplastado. Apenas un instante y se encontró flotando en una oscuridad cálida, antes de aterrizar en la humedad viscosa de un cuerpo extraño. Fue un golpe fuerte. Dio varias vueltas de campana sobre su cabeza desproporcionada y quedó inconsciente. Al recuperar el sentido estaba desorientado. A su alrededor yacían sin vida miles de hermanos, como en un campo de batalla. “¿Y ahora qué? Aquí no tengo nada que hacer”. Había sobrevivido al primer impacto, pero sin un objetivo que le rescatara de la apatía, permaneció inmóvil esperando el final. La fría tranquilidad con la que asumió su destino le permitió pensar con cierta lucidez. Sólo había un camino posible, pero se trataba de una idea alocada y extravagante, casi suicida, que no sólo nadie había puesto en práctica, sino que jamás gameto alguno se había imaginado plantear: Volver por donde había venido de regreso a casa. “En todo caso, para eso será necesario que haya un bis. Debe haberlo. Si lo hay, no será inmediato, eso me da margen”. Ahora se planteaba un problema, ¿qué dirección tomar? Carecía por completo del sentido de la orientación. Un día al intentar ir del epidídimo a los conductos deferentes, acabó en la vejiga, a punto de ser arrastrado por un torrente dorado del que había escuchado las historias más espeluznantes. “¿Derecha o izquierda? Si al menos llevara conmigo la brújula. Ante la duda, siempre izquierda, aunque no esté de moda.”. Vagó por aquella caverna húmeda, pensando en lo que haría al llegar a la salida. “No resultará fácil. Será como subirse a un tren en marcha. Pero no pienses. Piensas demasiado. Así te va. Ya tendrás tiempo cuando llegue el momento. Nunca es tarde para deprimirse”. Siguió encontrando en su camino, desparramados por el suelo, los cuerpos agonizantes de sus hermanos. Intentó socorrerlos, pero de ellos, sólo recibió una respuesta sin fisuras contra la que se estrellaban sus palabras: “Sigue tú, no pares”. El aire, a cada paso, parecía cada vez más cálido, más denso, perfumado sutilmente con una fragancia dulzona que se iba haciendo más y más intensa, más penetrante, hasta aturdir sus sentidos. Se sentía mareado. Creía flotar, como si se hubiera desprendido del cuerpo, avanzando finalmente con la voluntad rendida, arrastrado por aquella tibia esencia de vida. Al final del camino, la caverna dio paso a una gran cavidad, donde reposaba majestuosa una gran esfera, imponente y esplendorosa, palpitante de vida propia. Se sintió atraído irresistiblemente hacía ella, hechizado. Comenzó entonces a gravitar a su alrededor, como un satélite ínfimo, en una órbita cada vez más cercana, fascinado por su propia imagen reflejada en la superficie que resplandecía. Un último empujón le lanzó contra aquel mar lechoso, y por un instante, sintió un profundo horror.
“Alegra esa cara, que ahora viene lo bueno”, le dijo un hermano excitado por la emoción.
“Yo no debería estar aquí. He dejado un puzzle de la Gioconda a medio terminar, y me quedan un montón de preguntas por contestar: ¿Quién soy?, ¿De dónde vengo?, ¿Adónde voy?”
“Eso último te lo aclaro yo. Me lo he apuntado esta mañana para que no se me olvide”, y le enseñó un pedazo de papel. “Hobulo”.
“Madre mía, óvulo con h y con b, apañada esta la especie humana como gane éste”. “¿Y si se trata del gran salto?, ya sabes…”, añadió.
“Tú piensa siempre en positivo, como nos enseñaron en la academia”.
De repente un potente temblor sacudió el canal de lanzamiento y todos echaron a correr. No había alternativa, era eso o morir aplastado. Apenas un instante y se encontró flotando en una oscuridad cálida, antes de aterrizar en la humedad viscosa de un cuerpo extraño. Fue un golpe fuerte. Dio varias vueltas de campana sobre su cabeza desproporcionada y quedó inconsciente. Al recuperar el sentido estaba desorientado. A su alrededor yacían sin vida miles de hermanos, como en un campo de batalla. “¿Y ahora qué? Aquí no tengo nada que hacer”. Había sobrevivido al primer impacto, pero sin un objetivo que le rescatara de la apatía, permaneció inmóvil esperando el final. La fría tranquilidad con la que asumió su destino le permitió pensar con cierta lucidez. Sólo había un camino posible, pero se trataba de una idea alocada y extravagante, casi suicida, que no sólo nadie había puesto en práctica, sino que jamás gameto alguno se había imaginado plantear: Volver por donde había venido de regreso a casa. “En todo caso, para eso será necesario que haya un bis. Debe haberlo. Si lo hay, no será inmediato, eso me da margen”. Ahora se planteaba un problema, ¿qué dirección tomar? Carecía por completo del sentido de la orientación. Un día al intentar ir del epidídimo a los conductos deferentes, acabó en la vejiga, a punto de ser arrastrado por un torrente dorado del que había escuchado las historias más espeluznantes. “¿Derecha o izquierda? Si al menos llevara conmigo la brújula. Ante la duda, siempre izquierda, aunque no esté de moda.”. Vagó por aquella caverna húmeda, pensando en lo que haría al llegar a la salida. “No resultará fácil. Será como subirse a un tren en marcha. Pero no pienses. Piensas demasiado. Así te va. Ya tendrás tiempo cuando llegue el momento. Nunca es tarde para deprimirse”. Siguió encontrando en su camino, desparramados por el suelo, los cuerpos agonizantes de sus hermanos. Intentó socorrerlos, pero de ellos, sólo recibió una respuesta sin fisuras contra la que se estrellaban sus palabras: “Sigue tú, no pares”. El aire, a cada paso, parecía cada vez más cálido, más denso, perfumado sutilmente con una fragancia dulzona que se iba haciendo más y más intensa, más penetrante, hasta aturdir sus sentidos. Se sentía mareado. Creía flotar, como si se hubiera desprendido del cuerpo, avanzando finalmente con la voluntad rendida, arrastrado por aquella tibia esencia de vida. Al final del camino, la caverna dio paso a una gran cavidad, donde reposaba majestuosa una gran esfera, imponente y esplendorosa, palpitante de vida propia. Se sintió atraído irresistiblemente hacía ella, hechizado. Comenzó entonces a gravitar a su alrededor, como un satélite ínfimo, en una órbita cada vez más cercana, fascinado por su propia imagen reflejada en la superficie que resplandecía. Un último empujón le lanzó contra aquel mar lechoso, y por un instante, sintió un profundo horror.
Testamento
por Jose Torres
Un día despertó y la vida le obligó a enfrentarse a la imagen que le devolvía el espejo. Había demorado ese momento tanto como pudo, consciente de lo que aquella visión le podía deparar, primero con medias verdades, después con mentiras, no importaba lo grotescas que pudieran llegar a ser mientras le permitieran seguir eludiendo su propia realidad, aferrado a la vaga esperanza de que el destino le tuviera reservado un futuro más prometedor. Jamás sucedió. Todos sus miedos, los más insignificantes y los más profundos se materializaron en aquella imagen devastada, apabullantemente mediocre, soberbiamente vacía, sólida en apariencia, pero irremediablemente condenada a la ruína, como las viejas casas que a duras penas mantienen en pie unas vigas de madera asoladas por la descomposición. Cuando tomó conciencia de la sordidez de sus limitaciones, simplemente, se dejó morir. No hubo lucha, porque no había salvación; es imposible escapar de uno mismo. Había nacido así, como su peor enemigo, confundiendo las más de las veces el papel de víctima y el de verdugo. Vivía, pensaba, existía, a contracorriente, sin tregua, sin importar qué o quién tuviera delante, tenaz y suicidamente en el lado de a los que siempre les toca perder.
por Jose Torres
Cada segundo más soy un segundo menos. Avanzo quedándome quieto y todo
gira, y la cabeza me da vueltas. Me pierdo en el zumbido de las voces y
el caos de mis neuronas. No hay caminos, sólo venas azuladas que sigo
con mis dedos. No hay cantos de sirena. Quizá están mudas. Quizá soy yo
el que está sordo. Todo me olvida menos el silencio. ¿Ya no me quieres o
es que nunca me has querido? No preguntes si no quieres saber la
respuesta. Tengo la desagradable sensación de llegar siempre tarde, a
todo, a tus muslos perfectos, a tu sexo sin condiciones, al perverso
placer de tu entrega sin límites. Ya no sé si estoy muerto porque nadie
me explicó lo que era estar vivo. He de tragarme las palabras preñadas
de odio y mirar en el espejo el fantasma en que me he convertido.
Homenaje a Les Luthiers
(Así he pensado que lo habrían contado ellos. Hay que tener valor)
por Jose Torres
Dentro de la producción más temprana de Johan Sebastian
Mastropiero, la que escribió antes de las seis de la mañana, destaca la
ópera en tres actos “Barbamojada, el filibustero estrambótico”. En
ella se narra la increíble historia del capitán Jack Stevens, un
aguerrido pirata que a lo largo de los años y tras incontables
batallas, fue perdiendo sucesivamente el ojo derecho, la pierna
izquierda (para compensar) y el sentido común. Jack Stevens era
conocido, además de por su incomparable bravura, por una coquetería
desmedida, que le llevaba a sacar lustre a sus botas antes de entrar en
combate y a lucir sus más elegantes prendas mientras se deshacía, a
golpe de sable, de cuanto enemigo le saliera al paso. Así cuando perdió
el ojo tras un cruento asalto, la idea de tapar la herida con un
parche, sólo le pareció un parche a su problema. Encargó entonces a un
famoso protésico de Amberes el ojo el cristal más hermoso que jamás se
hubiera fabricado. Tal fue la belleza de aquel ojo, de un azul tan
intenso como el mar, que cuando los miembros de su tripulación le
hicieron ver que sin parche en el ojo perdía gran parte de su fiereza,
Jack Stevens decidió volver a utilizarlo, pero tapando el ojo con el
que veía, ya que cubrir aquella maravilla azulada, le parecía un cruel
atentado a la estética. Desde aquel momento, los abordajes empezaron a
ser surrealistas, pues en la mayor parte de las ocasiones, tras el
grito inicial de “al abordaje”, el capitán Stevens se lanzaba intrépido
por el lado opuesto a donde estaba el barco asaltado, lo que hizo
frecuentes sus chapuzones en el mar. Fue ahí cuando se gestó el
sobrenombre de “Barbamojada”. En otras ocasiones su excentricidad
estaba motivada por la fiel obediencia que debía a su madre y a sus
posibles padres. Así, cuando éstos le conminaron a que sentara la
cabeza, Jack Stevens, decidió remplazar la pata de palo que le hacía
las veces de pierna, por un pequeño taburete donde poder cumplir,
cómodamente y a cualquier hora, la petición paterna. Este
comportamiento ciertamente extravagante, le fue granjeando entre sus
compañeros de profesión la merecida fama de tipo estrambótico, que él,
orgulloso, se encargaba de fomentar. En una ocasión decidió sustituir
el pequeño loro que llevaba al hombro por un gran cóndor andino, al
que, además, se empeñó en hacer hablar. Tras varios meses sin conseguir
de éste ni una sola palabra, consideró que esta falta de resultados se
debía a un problema con el idioma, puesto que el cóndor de procedencia
andina debía de tener el oído acostumbrado al castellano y el sólo se
expresaba en la lengua de Shakespeare. Para superar este inconveniente
contrató a un enano que había trabajado en un circo español para que le
hiciera de traductor, acomodándoselo en el hombro que le quedaba
libre. El resultado fue negativo, ya que el cóndor jamás pronunció una
sola palabra, ni en inglés ni en castellano, aunque se entretenía
picoteando al enano. Por su parte, el capitán Stevens, a pesar de este
revés, decidió seguir llevando al hombro al infructuoso traductor, que
resultó de gran utilidad durante los abordajes, ya que, además de guiar
al capitán para que no se fuera por la borda, podía mermar la moral de
los adversarios insultándoles en varios idiomas. Así pues, y fuera de
programa, escucharemos, de Johan Sebastian Mastropiero, el segundo acto
de “Barbamojada, el filibustero estrambótico”, en versión de Les
Luthiers.
Piedras
por Jose Torres
Un vómito telúrico las arrojó a los días y a los siglos, a una vida sin latido, a los ciclos que no cesan, a las nubes y a la lluvia, a la luz y a las tinieblas. El mundo a su alrededor se retuerce con espasmos violentos de un cambio perpetuo, mientras ellas esperan, con tranquilidad impasible, con la quietud de sus esqueletos hundidos en la tierra, con la firme serenidad de su sabiduría milenaria. A lo largo del camino, a uno y otro margen, se esconden tras los rastrojos o se alzan orgullosas, con sus rasgos modelados por el viento, con su paciencia de piedras, imperturbables, obstinadas en su silencio indiferente, calladas como si el tiempo les hubiera agotado todas las palabras.
La última revolución
por Jose Torres
Sólo hay caos y desesperanza en este universo que se descompone.
También impotencia. Éste no es el mundo que queremos, no es el mundo que
esperábamos. El desencanto cala poco a poco, imperturbable, hasta el
tuétano. Suena el despertador y hay que salir a una realidad implacable,
que nos humilla y aplasta, a este hoy que no podemos cambiar, tal vez,
porque, en realidad, no queremos cambiarlo. De las revoluciones queda
poco. Casi nada. Las imágenes en blanco y negro, tan solo; la de los
rostros en primer plano de las películas de Eisenstein, plenos de fuerza
e inquietud un momento antes de ponerse en marcha para cambiar el
mundo. Hoy ya no hay rostros acechados por la incertidumbre de una vida
asomada al precipicio. Hay otros semblantes, con otros gestos, más
sombríos, cargados de preocupación y congoja ante un futuro que se
cierne sobre nosotros amenazador. A pesar de ello, el mundo sigue
perpetuándose sin rubor, entregando sus hijos al altar de la injusticia
para que hereden sus angustias. Quizá el único acto revolucionario a
nuestro alcance, el último acto supremo de libertad sea terminar con
esta sociedad por inanición, no dejando tras nosotros ninguna
descendencia de la que pueda alimentarse. Paren el mundo que me bajo.
Éste es su mundo, no el mío.
Mirándote al espejo
por Jose Torres
Te miras al espejo y no te gusta lo que ves. No me refiero a la
barba encanecida todavía a rodales, ni siquiera a esas entradas cada vez
peor disimuladas tras un flequillo ridículo (sobre todo los días de
viento). Hablo de lo que se esconde detrás de esa mirada vacía de
esperanza. Tampoco sabes si es culpa tuya. Simplemente naciste así, como
el que es alto o delgado. En tu caso, lo que te caracteriza, la esencia
última de tus problemas radica en la alterada percepción que tienes del
mundo, como si contemplases la realidad a través de un espejo
deformante. A nadie le puede sorprender que tus conclusiones sean
siempre erróneas cuando intentas comprender o explicar la vida. Nada es
como crees que es y por tanto, nada es como esperas que sea. A fuerza de
errores, podrías haber aceptado la posibilidad de que la realidad no es
como tú la percibes, pero resulta demasiado cómodo, demasiado atractivo
pensar que es el resto del Universo el que está equivocado. Justo como
en el chiste del kamikaze. Tú sólo eres una víctima a la que no le ha
quedado más remedio que vivir en un mundo propio, el que has levantado
entre los muros de tu cerebro, el único lugar que conoces donde todo
tiene un poco de sentido. El problema es que ese espacio está
contrayéndose, es cada vez más pequeño, más aburrido, más insuficiente;
el aire se torna irrespirable, es más denso, está saturado de ideas
endogámicas, onanistas, llenas de autocompasión y crecientemente
obsesivas. Casi desde que tenías uso de razón te diste cuenta de que tu
reino no pertenecía a este mundo o dicho de otra manera, que eras un
inadaptado. No te parecías a los demás, no querías ser como los demás.
Te servías y bastabas a ti mismo. Todo se podía sacrificar en el altar
de tu ego. Ya de pequeño te deprimías en la feria o en la verbena,
entre las risas de la gente. La alegría te provocaba rechazo. Eras
infeliz, conscientemente infeliz. Se podría decir que te enorgullecías
de ello, lo perseguías. Encontrabas un insólito placer devastando tus
momentos de felicidad, mutilándote emocionalmente. Resultaba una extraña
búsqueda de la pureza a través del sacrificio, de la autoinmolación. El
personaje, a través de esa rara perversión, fue modelando al hombre
hasta convertirlos en uno solo. Ya nadie sabe distinguirlos. Tuviste, no
obstante, una última posibilidad de redención, pero para entonces ya
habías interiorizado demasiado tu papel. Ahora no hay vuelta atrás. Que
la orquesta siga tocando.
La fiesta de la democracia
por Jose Torres
¿A quién se le ocurre levantarse un domingo a las 7 de la
mañana? Yo no soy deportista, no soy de esos que se levantan al alba los
fines de semana para hacer cicloturismo por vías atestadas de
domingueros, perfectamente pertrechados, con sus cascos relucientes y el
culotte a juego. Ni siquiera soy de los que disfrutan de los
deportes-anuncio que a veces se emiten los domingos a horas
intempestivas. Lo mío ha sido por imperativo legal. Unas semanas atrás,
una carta del ministerio (si vienen de ahí date por jodido) informaba de
mi elección como suplente en una mesa electoral. Una broma del destino,
sin duda, justamente ahora que he decidido que ya nunca más volveré a
votar. De camino al colegio me sobrecoge el silencio limpio de las
calles vacías, apenas roto por el trino de algún pájaro urbano. Los
domingos suenan a trinos y campanas. También me cruzo algún paseante
solitario, en chándal, con el pelo repeinado, el periódico bajo el brazo
y un cierto aire de superioridad. Cada momento tiene su fauna. En la
puerta del colegio ya hay un corrillo de gente. Por lo visto los hay más
entusiastas de la democracia que yo. Ahí están todos, los elegidos, con
la misma cara de sueño; sin embargo percibo en algunos una sonrisa que
no acabo de entender ¿Son masoquistas o tal vez han venido sin acostarse
directamente desde las entrañas de la noche? Quizá aún están bajo los
efectos del alcohol. No se lo reprocho, a menudo las mentiras del mundo
sólo se pueden engullir con un buen trago. Un señor de bigote, con un
papel en la mano, empieza a pasar lista. La mitad de los presentes
asiente. ¡Claro, por esos sonreían los bellacos, son suplentes como yo y
ya sabían que los titulares habían venido puntuales! La alegría siempre
va por barrios. Formalismo de un minuto y a casa, a intentar llenar lo
que queda de día. Quizá con “Las siete ocasiones” de Buster Keaton. Un
millar de mujeres me persigue. El mundo sigue su curso.
Tu nombre en la noche
por Jose Torres
Anoche la brisa me hablaba de ti,me susurraba tu nombre como en
una plegaria. Todo lo llenaba tu nombre, las avenidas sin gente, el
estadio en silencio y la playa desierta. Tu nombre, escrito en la arena,
mecido por las olas, una, cien, mil veces, hasta quedar exhausto,
dormido en el lecho de su vientre espumoso. Te busqué a mis espaldas, en
las luces que rompían la noche, en las mismas calles vacías donde
caminabas con fantasmas que tenían mi rostro. Te esperé en el parque,
con una soledad de estatua, de banco vacío. Te quise encontrar en la
fuente, en el reflejo del agua, en la piel de los árboles, acribillados
de corazones que encerraban nombres que no eran los nuestros. Te
perseguí hasta el confín de los sueños, en un mundo entre dos mundos,
hasta creerme muerto, hasta que el blanco del alba enterró con un grito
tu nombre en la noche.
La sequía
por Jose Torres
A los cauces de tu alma ha llegado la
sequía
ya no corren más por ellos ni una
gota de alegría
Sólo quedan en su lecho
sobre tierra cuarteada
añicos de los recuerdos
de tu memoria calcinada
Es tu lengua ya de esparto
como el árido desierto
donde mueren las palabras
como un arbusto sediento
No hay en el cielo estrellado
ni una nube ni un consuelo
la esperanza se ha agotado
tu corazón ya está seco
La semana fantástica
por Jose Torres
por Jose Torres
Valencia 00:10 de la noche. Un ruido metálico, agudo y repetitivo,
como un hierro que golpea contra otro, posiblemente una pequeña
campana, me saca del sueño. Menuda racha llevo. A lo lejos se escucha el sonido lúgubre y acompasado de un redoble de tambor. Se están acercando. De manera inesperada, la voz de una
mujer, micrófono en mano, desgarra la atmosfera sombría y austera que ha
invadido la calle. Está rogando por todo el mundo al Cristo de la
palma. Y ya no sé si ahora es ahora, si hoy es hoy. Tengo la extraña
sensación de haber retrocedido en el tiempo unas cuantas décadas, a esa
España predemocrática, la que fue reserva espiritual de Occidente y faro
de la cristiandad, a esa España en la que la Iglesia católica inundaba
con prepotencia hasta el más mínimo rincón de la vida pública. Y me
pregunto por qué en un país laico se permiten estas manifestaciones
públicas de Fe. Una Fe extraña, si se quiere, de quita y pon, que no
nace de un concepto humanista del mundo, sino que se cimenta en la
tradición, para convertirse en una mezcla, a partes iguales, de
superchería y exhibicionismo. Sería interesante conocer cuántos
preservativos, abortos, divorcios e infidelidades suman entre todos los
cofrades y costaleros. No hay que preocuparse, el disfraz absuelve de
todos los pecados. La primavera ha llegado a “El Corte Inglés” y la
semana fantástica a los Poblados Marítimos.
Estrella fugaz
por Jose Torres
Se refleja en tus ojos sin dicha el gélido parpadeo de espejismos
lejanos, el pálido fulgor de miles de agujas plateadas que acribillan la noche. Buscas
bajo el inmenso peso de un cielo infinito un rastro de luz que penetre
en las sombras, un arañazo incandescente que desgarre el velo de hastío
que viste tu tristeza. Persigues con ansia, una caricia, un beso en los
labios que te devuelva la vida.por Jose Torres
Larga es la noche
por Jose Torres
Valencia, 4:50 de la madrugada. Un grupo de chicos y chicas
atraviesan la calle de punta a punta a gritos y tirando petardos. Puede
que yo esté enfadado con la vida, que sea un amargado que siempre ve el
lado negativo de las cosas, pero mientras contengo las ganas de echarles
un pozal de agua, pienso que hechos como éste, a priori
insignificantes, sirven para explicar, al menos en parte, la degradación
ética en la que vivimos instalados. Semejante falta de respeto y
consideración hacia los demás no era concebible hace unos años (sí, ya
sé que esto es de abuelo Cebolleta). La sociedad que construimos día a
día, todo lo que sucede y consentimos que suceda, la estulticia a la que
nos estamos acostumbrando no es casual. Señores padres de las
criaturas, para traer al mundo esta descendencia, mejor podrían haber
reservado sus óvulos y espermatozoides para otra ocasión. Y lo más
gracioso de todo es que este comportamiento tan cerril, que ahora sólo
nos afecta superficialmente, se tornará un poco más grave cuando dentro
de poco, con sus papeletas decidan en temas importantes para mí y para
ti, para vosotros y vuestros hijos. ¿A que es bonita la democracia?
Medito, ya con los petardos en la lejanía, en cuántas veces habré
provocado yo esta misma reflexión en los demás, en todas las ocasiones
en las que lo que he dicho o hecho contribuyeron a hacer de este mundo
un lugar un poco peor. ¡Hala, ya me he quedado sin dormir!.por Jose Torres
Bajo los soles mundanos
por Jose Torres
Vapor de sueños impregna la noche. Brumas de cuerpos pareados
deambulan por las calles, flotando sobre las aceras como sombras
inquietas de entusiasmo arrogante, invulnerables en la tibia humedad de
unas manos que se unen. Bocas ávidas se buscan bajo la luz esmeralda de
cíclopes sin vida, hundidas en las cálidas oleadas de un mar viscoso que
lame en silencio la abrupta faz de acantilados de nieve. Ahí acaba el
mundo, junto a los ríos de ojos inyectados en sangre, como serpientes
encarnadas que despedazan el velo de la noche bajo el vómito pálido de
soles mundanos.por Jose Torres
Enterrando fantasmas (II) o Memorias de un amante imbécil
por Jose Torres
No me queda nada de ti, salvo los recuerdos. El resto acabó
enterrado bajo un montón de desperdicios y toneladas de desolación,
sepultado por la ira autodestructiva que impulsa mis actos, cuando una
angustia descarnada se agarra con fuerza a las entrañas hasta quebrar mi
aliento. Todo quedó aplastado, retorcido, desgarrado, hecho jirones.
Nada se salvó, ni una pequeña reliquia con la que erigir un altar
consagrado a la inmortalidad de mis desdichas. No me quedó de ti, ni una
carta, porque, como yo, ya estaba pasado de moda. Caigo ahora en la
cuenta de que nunca leí nada escrito de tu puño y letra, que tu
caligrafía será ya siempre para mí un misterio indescifrable. Tampoco
una imagen, ni un soplo de felicidad perpetuado en el tiempo. No se me
ocurrió entonces guardar para siempre tu sonrisa, la que lucías con frescura salvaje aquellas noches
de Sitges en que parecíamos flotar entre la gente, borrachos de besos y
caricias. Ya únicamente me quedan las fotografías que tú misma haces
viajar por los mundos virtuales. Reconozco en ellas la profundidad de
tus ojos, la armoniosa curvatura de tus labios, el atlas completo de tu
piel punteada de pecas, y sin embargo, la mujer que me mira con una
sonrisa que tanto me duele es una perfecta desconocida. ¿Quién estará
detrás de la cámara, atesorando para siempre ese preciso instante de tu
vida? Me asedian mil preguntas más, que en las noches de insomnio,
perturban el latido de mi silencio.por Jose Torres
Propuesta para agradecimientos en los Goya
por Jose Torres
Gracias. Gracias de todo corazón. Pero hoy no quiero acordarme de
mi mujer, ni de mis hijos, ni de mis padres o hermanos. Ni siquiera de
los amigos. Tampoco de mis queridas amantes clandestinas. Quiero daros
las gracias a vosotros, seres invisibles, a los que estáis ahí aunque
casi nadie os conozca. A vosotros seres omnipotentes que desde las más
elevadas alturas y los más profundos abismos, manejáis a vuestro antojo
vidas y destinos. Quiero acordarme una y otra vez de los que levantáis
ídolos, siempre nuevos, siempre bellos, espejismos de riqueza y fortuna
que alimentan una ilusoria esperanza de la que nos atiborráis a diario.
Gracias por haberme escogido entre toda la multitud, por situarme bajo
del foco, en medio de este escaparate lleno de luces y destellos.
Gracias por ungirme con vuestros dedos sagrados para que la rueda siga
girando.por Jose Torres
Carta abierta a un espermatozoide
por Jose Torres
Todo empezó como comienzan todas las cosas. Unos dirán que fue el
azar. Otros encontraran explicaciones perfectamente racionales que unan a
cada efecto su correspondiente causa. Yo, por mi parte, creo en el
irremediable peso del destino matemático y su coreografía cósmica,
escrupulosamente planificada, al milímetro, de la que somos
simples figurantes con línea desde que un buen día vino a suceder aquel
iniciático y lejano “Big Bang”. Sea como fuere, esté o no el destino
detrás de nuestras vidas, ocurrió que el sujeto A, que vivía en una
finca del popular (hace tiempo porque era de gente trabajadora, ahora
porque está lleno de ínclitos votantes del PP) barrio del Canyamelar,
conoció a la sujeto B, que pudiendo proceder de lugares mucho más
exóticos, vino a residir en el piso superior de esa misma finca,
surgiendo entre ellos el amor o el deseo, o pudiera darse el caso que en
la suprema hora del emparejamiento, fueron, respectivamente, lo que
más a mano tenían tanto el uno como la otra. Y así, de la manera más
tonta, después de una boda poblada de gafas de pasta y pantalones
campana y dos años de tregua familiar, una noche en la que hubo entre
ellos un poco más de amor del habitual, o quizá algo más de deseo, dos
cuerpos se lanzaron a una exploración mutua. También pudo ser que a
aquel tórrido desenlace contribuyera el hecho de que en la televisión de
la época sólo existiera un canal, o si nos atenemos a las fechas (pura
aritmética), que aquella Nochevieja la sidra “El gaitero” corriera por
sus copas con más alegría. En las casas proletarias no se estilaba el
“champañ”. En verano, si acaso, el “champanillo”, refrescante sucedáneo
de cerveza con gaseosa para llenar el porrón. De una manera u otra, o
quizá como consecuencia de todas a la vez, centenares de millones de
espermatozoides iniciaron aquella noche, una carrera desenfrenada en
busca de su esférico destino. Y de entre todos ellos, tuviste que ganar
tú. Ni éste, ni el otro, ni aquél. Tú. El tiempo ha demostrado que no
eras el más listo, ni el más guapo, ni el más nada de nada. El más
imbécil quizás, pero de eso te diste cuenta mucho más tarde. En aquel
galope desbocado fuiste dejando atrás al camionero, al calafate, al estibador
del puerto, al trabajador de astilleros, al putero, y quién sabe si al
nuevo Charlie Parker, aunque no es probable, porque excepto tu abuela, que
tocaba la bandurria en un cuadro folclórico, no se conocen antecedentes
musicales en la familia. Tenías que ganar tú. No podía ser de otra
forma. Los demás se quedaron por el camino, la mayoría contemplando absortos el
paisaje y haciéndose la pregunta más tonta jamás formulada: ¿qué coño es
esto? Otros, supongo, abandonaron por desidia, y los restantes,
simplemente, porque sabían que ésta es la única carrera en la que nunca
hay que llegar primero. Pero tú eres imbécil. ¿Te lo había dicho ya?
Después llegó la fusión, o la Opa hostil, no se sabe, porque al óvulo
nunca le piden opinión. El resto ya es historia. Vinieron la apatía, la
insatisfacción, la incapacidad de adaptarse a un mundo que no comprendes
ni te comprende, y finalmente, el fracaso, iniciado, paradójicamente,
con una victoria, la única vez en tu vida en la que conseguiste llegar
primero.
Sueño roto
por Jose Torres
Sueño contigo reloj roto. Sueño con el inmenso vacío que deja tu voz callada, con la impenetrable oscuridad en la que me sume tu silencio obstinado. Sueño con tu faz cristalina hecha añicos, atravesada por cientos de zarpazos de una bestia invisible. Sueño con tus pequeñas entrañas esparcidas por el suelo, como exóticas flores metálicas, brillantes y bellas, insultantemente inútiles en su soledad indefensa. Sueño con tus manecillas estáticas, ancladas eternamente, fielmente, al preciso instante de tu último suspiro. Sueño contigo reloj roto, pero a veces en medio del delirio, no sé distinguir si ese reloj también soy yo mismo.
Contemplando las consecuencias del Big Bang
por Jose Torres
El imbécil, ¿nace o se hace? ¿Importa? ¿Acaso hay o
hubo esperanza? Eres imbécil, de eso no cabe duda. Es un hecho
consumado e irrefutable. Entonces, ¿por qué esa pregunta? Cuando todo
se desmorona a tu alrededor y un vacío te llena las entrañas, cuando
sientes en tu piel la pegajosa caricia de la soledad, quieres creer,
necesitas creer que esto ha sido cosa tuya, concederte la posibilidad
de fantasear con otra vida, con otro pasado, y sobre todo, con otro
futuro. Si el imbécil se hace, debió de existir un momento crítico, un
punto en que las cosas comenzaron a torcerse. A eso quieres aferrarte, a
ese instante en que todo empezó a cambiar y que de haber gestionado de
otra manera te habría llevado lejos de este hoy, de este minuto, del
bochorno de estar escribiendo estas sandeces autocompasivas. Te alivia,
hasta extremos que no podías imaginar, creer que tuviste tu
oportunidad, que durante una fracción de segundo fuiste dueño de tu
vida y que este presente, tan tozudamente inerte, no es una condena que
te fue impuesta de antemano. Pero….- siempre hay un pero para los
imbéciles - otras preguntas asfixian tu consuelo. Eres imbécil, pero no
tonto. No es lo mismo. ¿Realmente pudiste elegir? ¿Existió opción o
simplemente interpretas el ingrato papel que te ha sido asignado?
¿Puede existir la felicidad de los demás sin tu infelicidad crónica?
¿Es ésa tu gran contribución al universo? Quizá todo quedó
predeterminado tras el “Big Bang” y la vida consista precisamente en
eso, contemplar las consecuencias de aquella gran explosión. Si eso es
así y naciste imbécil, o naciste para convertirte irremediablemente en
imbécil, sólo te queda el amargo sabor de una vida desperdiciada, la
desolación de un destino que se cumple con escrupuloso sadismo.
El caso Bárcenas a lo Faemino y Cansado
por Jose Torres
-Hoy vamos a hacer
un númerito para saber qué hacer si os pillan repartiendo sobres de
dinero negro entre los dirigentes del partido. Él hará del extesorero y
yo del fiscal anticorrupción. El sketch transcurre en la sede de Génova y
empieza ya.-chssssss, chssssss, usted
-¿Qué pasa?, ¿qué pasa?
-Perdone, me temo que está repartiendo sobres con dinero entre los dirigentes del partido
-Ehhhhhh, nooo, gracias.
-Espere. Digo que está repartiendo sobres con dinero entre los dirigentes del partido.
-¿Quién, yo? Ahhhhhhhh........no
-Pero si le estoy viendo
-Yaaaaaaa. No moleste, no ve que estoy trabajando.
-Es que eso es un delito
-Yaaa, pero es que estaban ahí encima de la mesa y me daban pena ahí, solitos.
-Pero no se puede hacer eso
-Yaaa, pero es que estaban solitos encima de la mesa y me daban pena. Toma Mariano.
-Oiga, si acaba de entregar uno
-Además están vacíos
-Si al trasluz se ve que hay algo dentro
-Ah, ¿dice usted éstos?. ¿Entonces no estaban vacíos?
-No
-Es que son invitaciones de boda, ¿sabe?, se casa mi hija
-Pero si están llenos de billetes, de dinero, y negro
-Yaaa, pero es que yo no soy racista, ¿comprende?
-Es que el dinero negro es ilegal
-Siiii, pero es que a mi me gusta ayudar a los negritos
-Esto que hace es un delito
-Vamos a ver si nos entendemos, que estamos hablando de los miiissssssmooo.
-Me va usted a acompañar al calabozo de la fiscalía
-No, si yo me iba yendo ya para casa
-Sí, está usted detenido y me va a acompañar inmediatamente
-Que noooo
-Si, sí, me va a acompañar, sinvergüenza
-Que no
-Que sí
-No, que va, que va, que va, yo leo a Kierkegaard
-Ah, en ese caso siga usted repartiendo sobres, por favor
Sangre de artesano
por Jose Torres
Lo primero que vio
al abrir los ojos fueron las paredes de su pecera. Llamaba así a su
habitación, pintada de un color azul intenso. Aquel mar perpetuamente en
calma conseguía contagiarle una sensación serena tranquilidad. Con
desgana, se puso una camiseta vieja y unos pantalones de chándal, se
lavó la cara con agua fría, de ésa que te hace sentir punzadas en la
piel, y preparó el café con leche. Tinggg. El día no comenzaba realmente
hasta que el timbre del microondas daba el pistoletazo de salida. Abrió
la puerta del corral y se sentó en uno de los escalones que bajaban
hasta él; justo delante, el sol empezaba a despuntar tras la
destartalada casa de la señora Amparo. Cerró los ojos y se dispuso a
absorber el calorcillo de los primeros rayos, tímidos aún, mientras daba
sorbos a su café con leche. Un escalofrío placentero recorrió todo su
cuerpo, disfrutando de ese deleite estático varios minutos más, hasta
que el peso del deber comenzó a ser suficientemente fuerte. El suelo de
la cocina le esperaba.
Antes que cualquier otra cosa, se puso los guantes de goma. Para él sus manos eran muy importantes. Según una de sus teorías, el tacto era la tercera vía de entrada para conocer a la gente y convenía tener las manos tan suaves como fuera posible. Tenía corazón de proletario, pero piel de aristócrata.
Se acercó al garaje y cogió una caja de baldosas. Y luego otra y otra y otra más. Sentía crisparse su cuerpo con cada nuevo esfuerzo, recordándole lo poco acostumbrado que estaba a los trabajos físicos y lo cómoda que había sido su vida si la comparaba con la de sus padres y abuelos. Respiraba cada vez con más fatiga, sin embargo, aquella sensación tenía mucho de placentera. Sumido en su propio aliento, no pensaba en nada más. Era él mismo contra su propia limitación, una lucha de su mente y su naturaleza, una forma de ponerse a prueba. Y eso le gustaba.
Una vez en la cocina, trazó el plan de trabajo y se puso manos a la obra. Primero preparar el cemento, y después, ir colocando las baldosas corrigiendo la posición con un nivel de burbuja. Aquel nivel tenía su historia. Perteneció a su abuelo, el calafate, al que había oído contar que construía y reparaba pequeñas barcas de pesca y del que siempre recordaba una frase para estos casos: “La ferramenta fa a l’home”. Con la llegada de la fibra de vidrio, su abuelo y todos los carpinteros de ribera desaparecieron como viejos dinosaurios de un mundo que ya no les pertenecía. De pequeño, le encantaba verlo trabajar, serrando, clavando, midiendo, sacando virutas con el ajustador, lijando, pero ya no junto al mar, sino en un pequeño rincón del comedor que se había agenciado para mantener vivas las habilidades del oficio y hacer algún pequeño encargo para la familia. Le encantaba el olor de la madera, pero sin duda había algo que todavía le fascinaba más; abrir los cajones del escritorio de su abuelo y sacar tornillos de mil medidas, navajas, clavos, sierras, gatos, formones, reglas, destornilladores, punzones y un millón más de cachivaches que no sabía para qué eran y a las que imaginaba extravagantes utilidades. Quizá por todo eso, o porque por sus venas corría sangre de artesano, siempre sintió un gran respeto por todos aquellos, que como su abuelo, se ganaban el sustento con sus manos y su dedicación. Ahora le tocaba a él ponerse manos a la obra.
Antes que cualquier otra cosa, se puso los guantes de goma. Para él sus manos eran muy importantes. Según una de sus teorías, el tacto era la tercera vía de entrada para conocer a la gente y convenía tener las manos tan suaves como fuera posible. Tenía corazón de proletario, pero piel de aristócrata.
Se acercó al garaje y cogió una caja de baldosas. Y luego otra y otra y otra más. Sentía crisparse su cuerpo con cada nuevo esfuerzo, recordándole lo poco acostumbrado que estaba a los trabajos físicos y lo cómoda que había sido su vida si la comparaba con la de sus padres y abuelos. Respiraba cada vez con más fatiga, sin embargo, aquella sensación tenía mucho de placentera. Sumido en su propio aliento, no pensaba en nada más. Era él mismo contra su propia limitación, una lucha de su mente y su naturaleza, una forma de ponerse a prueba. Y eso le gustaba.
Una vez en la cocina, trazó el plan de trabajo y se puso manos a la obra. Primero preparar el cemento, y después, ir colocando las baldosas corrigiendo la posición con un nivel de burbuja. Aquel nivel tenía su historia. Perteneció a su abuelo, el calafate, al que había oído contar que construía y reparaba pequeñas barcas de pesca y del que siempre recordaba una frase para estos casos: “La ferramenta fa a l’home”. Con la llegada de la fibra de vidrio, su abuelo y todos los carpinteros de ribera desaparecieron como viejos dinosaurios de un mundo que ya no les pertenecía. De pequeño, le encantaba verlo trabajar, serrando, clavando, midiendo, sacando virutas con el ajustador, lijando, pero ya no junto al mar, sino en un pequeño rincón del comedor que se había agenciado para mantener vivas las habilidades del oficio y hacer algún pequeño encargo para la familia. Le encantaba el olor de la madera, pero sin duda había algo que todavía le fascinaba más; abrir los cajones del escritorio de su abuelo y sacar tornillos de mil medidas, navajas, clavos, sierras, gatos, formones, reglas, destornilladores, punzones y un millón más de cachivaches que no sabía para qué eran y a las que imaginaba extravagantes utilidades. Quizá por todo eso, o porque por sus venas corría sangre de artesano, siempre sintió un gran respeto por todos aquellos, que como su abuelo, se ganaban el sustento con sus manos y su dedicación. Ahora le tocaba a él ponerse manos a la obra.
Radiografía
por Jose Torres
Siempre se despedía de sus compañeros con la misma frase de todos los días: “Parto hacia tierras más cálidas”. Alguna vez, y para no ser reiterativo, la cambiaba por “Que los dioses os sean propicios” o recitaba de memoria alguna frase rescatada de películas que nadie parecía haber visto. Era célebre por esta costumbre. También lo era por sus teorías, a cada cuál más absurda, todas ellas fruto de largas horas de soledad y de una tendencia casi enfermiza a la digresión mental. Normalmente, estas teorías estaban bastante lejos de revelar su verdadero yo, pero formaba parte de su naturaleza mantener a la gente a distancia, ganándose a pulso la fama de tipo irónico.Al salir de su despacho avanzaba hasta el final del pasillo, y asomando apenas la cabeza, se despedia de sus jefes como hacía todas las tardes: “Fins demà”, a lo que ellos solían contestar, casi sin levantar la vista de sus papeles: “Adéu nano”. Ya hacia el coche, andaba con las manos dentro de los bolsillos del abrigo, imitando el estilo del Pedro Navaja de la canción de Rubén Blades..... “las manos siempre dentro el bolsillo de su gabán pa' que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal...” Y canturreaba. Lo hacía de manera obsesiva, una y otra vez, siempre la misma canción todo el día, hasta que la agotaba, y su cerebro quedaba ahíto de aquella melodía, a la que, también por costumbre, cambiaba la letra sin ningún pudor. “....Paraules d´amor, senzilles i tendres no en teniem més......”. Entonces se paraba y rascándose la barbilla decía: “No, no es así....Paraules d´amor, senzilles i tendres no en sabiem més....Sí, era así.”. Y volvía a empezar. Casi siempre volvía a confundirse con la letra llegado al mismo punto, y se enfadaba consigo mismo por no ser capaz de hacer una cosa tan sencilla.
El ciclo invernal
por Jose Torres
Hasta hace bien poco, todavía andaba uno jugueteando con los últimos coletazos del verano, rematando la comida con un helado de naranja o poniéndole un par de cubitos al cortado de la sobremesa. Podía uno pasearse tranquilamente en mangas de camisa y dormir semidesnudo, sin pijama, únicamente cubierto por lo mínimo a que obliga el decoro. Por la ventana, aún se colaba furtiva una brisa cálida y suave, impregnada del tibio aliento de la ciudad y el incesante murmullo de la noche. Todo eso ya ha quedado atrás. El intenso latido de lo cotidiano ha perdido su fuerza, y el verde y el amarillo, el azul, y hasta el rojo, todos, se han vestido de gris, y la vida, que hasta hace poco bebíamos, como un “gin tonic”, a grandes tragos, la tomamos ahora con cuchara, como un caldito caliente y reconfortante en un día de frío.
La vida sigue y con ella sus ciclos. En una especie de solsticio textil, la ropa de verano inicia su éxodo tantas veces repetido, desterrada de las perchas y cajones que durante meses la cobijaron, conducida por su particular desierto hacia la triste oscuridad de los altillos de un armario empotrado o a las abarrotadas cajas que se apilan en el trastero. Quizá si la ropa tiene suerte, y vive en casa rica, acabe en el desván, en uno de esos grandes y elegantes baúles, junto a los disfraces de pirata y el vestido de novia de la abuela. Por su parte, la ropa de abrigo va despertando perezosa de su letargo, y bufandas y chaquetones, pantalones de pana y muchos jerseys (incluido ese negro de cuello alto que te da un aire intelectual) tiñen de azul oscuro y negro nuestro aspecto cotidiano. Ya ha llegado el invierno.
Mi árbol de navidad
por Jose Torres
La óptica deformada que me hace ver la vida a través de un filtro,
me lleva a menudo a un mundo íntimo que muchas veces, por incapacidad o
por miedo, no soy capaz de compartir. Recuerdo que hace unos años,
estando solo en el pueblo, volvía de tomar unas copas muy tarde, o muy
pronto, según se mire, ya que tras las suaves lomas del
horizonte empezaban a despuntar las primeras luces del amanecer.
Caminaba con las manos en los bolsillos y la música aún resonando en mi
cabeza, con esa sensación de placentero aturdimiento que provoca el
alcohol y el sentimiento de tristeza y cansancio que acompaña la muerte
de una noche colmada de diversión. Hacía mucho frío. Mi nariz empezaba a
entumecerse, lo cual era síntoma inequívoco de que la temperatura había
bajado considerablemente, aunque no lo suficiente como para incumplir
una costumbre que fui adquiriendo con los años, y que consistía en echar
un trago en la fuente de los tres caños antes de ir a casa. Era una
manera fresca y saludable de combatir la resaca. "Un trago de este agua
es un año más de vida", había oído decir a la gente del pueblo cuando de
pequeño iba con mi tío a llenar los botijos. Después de aquel trago
helado, me quedé mirando un almendro de un bancal cercano. Tenía un
aspecto triste desprovisto de la protección de sus hojas. En sus ramas
desnudas colgaban pequeñas estalactitas de hielo que apenas si dejaban
caer sus primeras gotas. Me acerqué un poco para tocar con mis dedos
aquellas lágrimas de escarcha, y acompañar al viejo almendro en su fría
soledad, cuando los primeros rayos de sol hicieron estallar, sobre su
cuerpo escuálido, decenas de puntos de luz que parpadeaban incansables.
Me pareció que aquel era un momento mágico de vida, y que de ahora en
adelante, aquel almendro solitario sería para siempre, mi único árbol de
navidad.
La mirada indirecta
por Jose Torres
Hace unos cuantos días salí a pasear por la tarde, ya entrada en
oscuridad. Caminaba rápido, como es costumbre en mí siempre que voy
solo, con las manos metidas en mi abrigo marrón tres cuartos y el
golpeteo tibio de la respiración contra la cenefa azul de mi bufanda.
También por costumbre, (o quizá habría que llamarlo manía), anduve con
la cabeza agachada mirando al suelo, hipnotizado con la carrera
constante de los zapatos que se adelantaban uno al otro, con un ritmo
sostenido y sonoro que nadie más parecía percibir, y que de alguna
manera, me aislaba del mundo. Sobre la acera se dibujaban dispersos,
pequeños charcos de lluvia que temblaban frágiles con los pasos
cercanos. Las luces de los bares y las tiendas rompían la monotonía
naranja de la noche, sembrando la calle con brillantes destellos
luminosos que se multiplicaban en aquellos espejos irregulares. Por un
momento quedé atrapado por el fulgor de aquel diminuto cosmos
centelleante que salpicaba de color mi camino. Pensé que aquellas
imágenes distorsionadas y llenas de colorido, resultaban a mis ojos más
atractivas que la propia realidad y que después de todo, quizá yo no
había nacido para mirar a la vida frente a frente, sino para verla a
través de sus luces y sombras, indirectamente, tal y como sucede con los
espejos deformantes de una atracción de circo.
La huella del tiempo
por Jose Torres
Si hay algo de la que uno toma conciencia con los años, es que el
tiempo no pasa por la vida sin dejar huella. La nuestra con él es una
pelea que deja cicatrices. Ya desde el primer aliento nos enfrentamos a
esta pelea, desequilibrada y cotidiana, que nunca se disputa a los
puntos y que tenemos perdida de antemano. Es un combate que en nuestra
juventud creímos vencer y que invariablemente nos negamos a abandonar.
Asalto tras asalto se abre un camino de dolor y de esperanza, forjado
en el cuerpo a cuerpo, nacido del intercambio de golpes y la perpetua
búsqueda de la felicidad. El tiempo no sabe olvidar. Con su cincel
invisible labra meticuloso en la piel los recuerdos de los caminos que
un día creímos recorrer en pos de los sueños y que finalmente, sólo
desembocaron en el umbral de nuestro destino. Bajo cada surco
microscópico, bajo cada arruga visible, el carácter también se retuerce y
se encorva, mimético, sometido a la rutina y la experiencia, saturado
de manías y costumbres, que no son sino las huellas dactilares de la
vida, el resultado final de nuestra relación con el mundo.
Enterrando fantasmas (I)
por Jose Torres
Deambulo cada noche buscando los senderos que me lleven hacia ti,
deseperado, sin querer admitir que lo que persigo con tanto empeño, no
son sino huellas borradas en un camino que sólo es una cicatriz de mi
propia memoria. Y en ese frenética búsqueda, recojo con ansia enfermiza
minúsculos fragmentos de vida detenidos en el tiempo, pequeñas migajas
que me conducen al más turbio aturdimiento, desencadenando en mi mundo
densas oledas de angustia que van a romper con sus crestas espumosas en
los profundos abismos de mi aliento.
La máscara
por Jose Torres
Levántate, el despertador ha sonado. Prepara el café con leche,
lávate los dientes y toma una ducha rápida. Ya ni siquiera te miras al
espejo. Cada vez te cuesta más enfrentarte a esa imagen patética y
triste que te devuelve. Debiste aprovechar mejor tus años buenos, antes
de que el cincel del tiempo empezara a pasar factura. No importa, si hay
una cosa en la que siempre fuiste muy bueno fue encontrando los caminos
de la infelicidad. Lo tuyo debe de ser genético, algún gen recesivo,
una mutación extraña que te priva de alguna proteína. Ahora vas a salir a
la calle, irás a trabajar, te relacionarás con la gente y fingirás;
fingirás como todos los días, como vienes haciendo desde hace mucho
tiempo. Volverás a esconderte tras una máscara cada vez más petrificada y
harás creer a los demás que te quedan cosas por las que luchar, que hay
ideales que merecen ser defendidos, que aún hay algo que te interesa,
que todavía sigues en el mundo. Nadie puede vivir si todo le importa un
carajo. Te duele la vida y te angustia el futuro, ése que dices que no
existe, asfixiado por el peso de los días vacíos que se suceden uno tras
otro sin propósito ni sentido. Y vas a regresar a tu pequeño mundo de
cuatro paredes y una ventana, a dejarte morir en silencio. Acuéstate y
descansa, mañana volverás a ponerte la máscara.
Fantasma
por Jose Torres
Fantasma....¿por qué has vuelto justo ahora?. Sí, ya sé que he
sido yo quien te ha llamado con insistencia. Quise creer que
estabas escondida en el desván donde descansan los recuerdos lejanos.
Fantasma...¿por qué te apareces con el semblante lleno de arrogante
felicidad?. Comprendo que te la mereces, pero, ¿por qué me duele ahora
ese rostro que he buscado sin descanso en cientos de mujeres anónimas?.
Fantasma, ahora que sólo eres una imagen sin cuerpo, dime ¿por qué me
hiere tu sonrisa como un puñal en las entrañas?. Sé más que nadie que
sólo supe regalarte dolor, pero ... ¿por qué me resultan devastadores
esos labios que recorrí eternamente con mis dedos?. No te culpo, sé muy
bien que ni siquiera sabes que has vuelto, pero, ¿por qué me hiela el
alma el viento cálido que trae tu perfume?. Fantasma, ¿por qué has
vuelto a sepultarme en esta tumba cotidiana?.
La leyenda del trompetista
por Jose Torres
Fue hace
muchos años, un caluroso día de agosto, cuando el peso de los años y las
decepciones aún no habían enturbiado la límpida ingenuidad de una mirada que
todavía tenía toda la vida por descubrir. Era casi la hora de comer y el hambre
se cebaba en mi estómago, que no se avenía a esperar a que la comida estuviera
puesta en la mesa. Así, aunque fuera el sol brillaba con fuerza, decidí buscar
en el corral algún bocado furtivo que me hiciese más soportable la espera. En
las paredes recién encaladas, los rayos de luz se reflejaban con tal intensidad
que herían la vista. En una de las esquinas, como una especie de oasis entre monótono
cemento, estaba el pequeño huerto del tío Nicolás, en el que unas tomateras
perfectamente alineadas tapizaban con su verde oscuro pequeñas barracas hechas
con cañas. Entonces, palabras como “cracking”, “Blossom” o antesis todavía
estaban muy lejos de significar nada para mí. Simplemente necesitaba rozar con
los dedos aquellas hojas llenas de pelos, para que un perfume dulzón y familiar
lo invadiera todo, sin necesidad de tener que entender nada más. Aquel era el
preludio oloroso a los estallidos de rojo con que los tomates se hacían ver en
aquel pequeño jardín del Edén y que se ofrecían a mí redondos y suculentos,
como una tentación que jamás tuve la idea de rechazar. Empecé a comer uno de
ellos a bocados, dejando que unos finos hilos de zumo corrieran por la comisura
de mis labios, mientras el sol vertía sobre mí su asfixiante manto dorado. De
repente, salida de la nada, una nube solitaria como un pequeño barco algodonoso
en mar intensamente azul, empezó a descargar con violencia unas gotas enormes
que se desvanecían rápidamente al contacto con un suelo que hervía. La
agradable sensación de aquellas gotas frías explotando en mi piel recalentada
me dejó suspendido en el tiempo, y en aquel estado de extraña irrealidad, una
música lejana pero familiar empezó a envolverlo todo. Un viejo disco,
desgastado por el tiempo y el uso, dejaba escapar, con el fondo de un susurro
crepitante, las notas de una trompeta cadenciosa y solemne, recordándonos el respetuoso
silencio que debíamos guardar a continuación. Era el prólogo musical del bando.
No sé si mi
posterior predilección por este instrumento arranca ahí. No sé si aquellas
notas que anunciaban el bando se han llegado a fundir inconscientemente con la
música de Clifford Brown, Dizzy Gillespie, Miles Davis o Louis Armstrong, pero desde luego, aquel día, la trompeta que pedía
silencio quedó guardada en mi memoria.
La de
trompetista es una profesión peligrosa. Clifford Brown, Bix Beiderbecke o Fats
Navarro no llegaron a cumplir los treinta. Quizá el aliento de la vida se les
escapó a través del cuerpo metálico de su instrumento. Y es que el sonido de la
trompeta tiene algo de enigmático y estremecedor, cercano a un quejido humano,
la voz del dolor, la voz de los que han perdido.
Cuanto más
avanzo, más me doy cuenta de que sólo soy memoria. Eduardo Mendoza la llamaba
“el último superviviente del naufragio de nuestra existencia”. Eso soy, un
náufrago, el capitán de un barco encallado en una isla desierta, y éste es mi
cuaderno de bitácora, donde recojo, hasta donde el recuerdo me lo permite, los
acontecimientos que me han traído hasta aquí.
La vida antes de la vida
por Jose Torres
El despertador sonó aquella mañana a la misma hora
de siempre: las siete y dos minutos. Eran, desde luego, unos dígitos extraños,
pero él pensaba que hacían juego con su personalidad, propensa también a las
rarezas. Alargó la mano, y a tientas, dio la luz de la minúscula lámpara de la
mesilla, a la que tenía una especial ojeriza. Como el 99% de las cosas que poblaban
su habitación, no había sido elegida por él. De todo eso se encargaba su madre,
que tenía un gusto muy particular para la decoración, que en absoluto coincidía
con el suyo. Las únicas notas personales en aquel cuarto eran sus libros, los
discos de jazz y el cuadro del busto de una mujer a la que coronaba una frase
escueta “República española”. Bajo, una fecha: “14 de abril de 1931”. Con una
desgana crónica se puso en pie. Tiempo atrás, en medio de una de sus
meditaciones intrascendentes, se dio cuenta de que al levantarse, lo hacía
siempre con el pie izquierdo, pero sus años de
formación científica le llevaron a no tener en cuenta esta
consideración, aunque en el fondo de su mente, pensaba que sería maravilloso
que todos sus problemas se pudieran resolver, con algo tan sencillo, como
dormir en sentido contrario. De su armario sacó dos piezas de ropa. Unos
vaqueros y una camisa. Era el hombre de las camisas. No le gustaba nada llevar
jerseys, salvo uno negro de cuello alto, que él creía que le daba un aire
intelectual. Lo siguiente lo hizo ya como un autómata. Calentó un vaso de café
con leche en el microondas, y como todas las mañanas, se preguntó dónde quedaría
parado el vaso, que giraba y giraba en aquella ruleta lúgubre. Sólo el tinggg
del temporizador lo sacó de aquella visión, de aquel deleite giratorio. Hoy
tampoco había acertado. Casi nunca lo hacía. Después del azar, se dio una ducha
rápida. Cada vez que al abrir el grifo, veía caer el agua, se acordaba de algo
que solía contar algunas veces para que la gente riera. Nada le hacía sentir
tan bien como hacer reír a los demás y nada le provocaba tanta frustración como
no conseguirlo. <<Yo me ducho con paraguas.....por si llueve. Bueno,...y
para que no se me llene el saxofón de agua. Ya estoy mayor para tocar boca
abajo.>>. De su mesa recogió los manojos de llaves, y ya por el pasillo,
echó un rápido vistazo al reloj de cocina, y no pudo evitar sentir pena de él,
privado de compartir con Audrey Hepburn, las horas que daba con tanta
puntualidad, como sí le había sido otorgado a aquel reloj que vio hace unos
días en un catálogo. <<Siempre ha habido clases compañero, incluso para
los relojes de cocina>>.
La derrota feliz
por Jose Torres
Esta
mañana me encuentro algo mejor, con la nariz menos congestionada, aunque creo
que voy a tener que seguir con el tratamiento de agua y sal. No sé si estos
remedios caseros son más o menos eficaces que la medicina convencional, pero de
lo que no cabe duda es que siempre van unidos indisolublemente a la memoria.
Por eso, cuando ayer fui al baño a ponerme las gotas y despejarme los senos
(sigo sin acostumbrarme a llamarlos así) nasales, mi cerebro pareció estar
predispuesto para volver a la infancia y a aquellas mañanas de junio en que
junto a mi familia, iba a pasar el día a la playa de la Malvarrosa. Eran todo
un acontecimiento; un caos perfectamente planeado y concebido, una mezcla
equilibrada de felicidad y crispación.
De buena mañana, ya estaba mi padre rebuscando en
el armario trastero, sacando cosas y más cosas que se agolpaban en el pasillo,
y que después tenía que volver a guardar. Se quejaba amargamente por no poder
encontrar nada, pero con mis pocos años, ya pensaba que esos lamentos carecían de
sentido, porque el armario, al estar lleno de trastos, hacía honor a su nombre
y a su naturaleza. Mientras tanto, mi madre se encargaba de ir preparando los
almuerzos y corresponder con un reproche, a cada protesta de mi padre, en un
diálogo absurdo en que nadie parecía escuchar a nadie. Ahí aprendí que las
mujeres son capaces de hacer varias cosas al mismo tiempo.
Con el coche ya aparcado delante de la puerta, mi
padre rumiaba pensativo al ver aquel montón de bultos esperando para ocupar su
lugar en el maletero. Por experiencia sabíamos que era mejor dejarle pensar.
Finalmente nos lo llevábamos todo. La nevera portátil, la sombrilla de color
amarillo canario, los cubos, las palas, los rastrillos, las toallas, la
pelota de plástico, la sillas de camping, el "tupper" con tortilla de
patatas y el bolso con la crema solar y los bocadillos de jamón serrano que,
invariablemente, acababan llenándose de arena.
Mi padre siempre nos hacía salir pronto. Cada
cinco minutos nos recordaba que se nos hacía tarde y que seguramente no
encontraríamos ni un solo sitio para poner la toalla. En realidad nunca sucedió
tal cosa. A esas horas la playa siempre estaba semidesierta. Sólo había algunos
ancianos que paseaban por la orilla, luciendo una gorra de visera y una
camisa abrochada con un solo botón. También nos encontrábamos, dispersas como
manchas de puntualidad, alguna familia tan cargada de trastos como nosotros y
con un padre tan previsor como el nuestro.
Al grito de “Aquí” dejábamos caer toda la carga
en el suelo, y cada uno se dedicaba a buscar lo que más le interesaba. Para mi
progenitor era el momento de escenificar la toma de posesión de aquella pequeña
parcela de playa, clavando el pie de la sombrilla en la arena, como si
estuviera poniendo la mismísima pica en Flandes. Después desplegaba la
tela de un color amarillo chillón y echaba un vistazo a su alrededor, orgulloso
de la sabia decisión que acababa de tomar. Ajena a este momento solemne,
mi madre ya había sacado de su bolso el frasco azul de crema “Nivea” y con
movimientos rítmicos y circulares nos embadurnaba con aquel líquido pringoso
hasta convertirnos en lo más parecido a un helado de nata. Entonces ya éramos
libres para hacer lo que quisiéramos.
Lo primero y más divertido era, sin duda, jugar
en el mar, siempre a poca distancia de la orilla y con la mirada de mi madre
pegada en el cogote. -¡Hasta la cintura!, gritaba bajo el llamativo parasol. A
toda prisa corríamos mi hermano y yo hacia el agua, dejando que la primera ola
nos mojara los pies. La primera sensación siempre era de frío, lo que obligaba
a echarle valor. Dábamos unos pasos hacia atrás y luego con una carrera rápida
e irreflexiva nos metíamos en el agua verdosa dando saltos sobre el oleaje
hasta que nos dejábamos caer. Con el primer escozor aún en los ojos, una simple
mirada servía para conjurarnos contra aquel enemigo sin rostro, con el heroico
propósito de soportar las embestidas del mar y conseguir mantenernos de
pie. Adoptábamos entonces una impecable posición de combate, como si de
guerreros profesionales se tratara, con la cabeza bien erguida y las piernas
flexionadas. Todo nuestro cuerpo rezumaba tensión. De vez en cuando, el molesto
roce de las conchas que se escondían bajo la arena, conseguía distraer nuestra
atención. Unos metros más adelante veíamos gestarse la ondulada
voluptuosidad de las olas, en cuya cima despuntaba una cresta espumosa y
amenazadora. Con su acercamiento paulatino, una mezcla de euforia y miedo
se apoderaba de nosotros, y sólo acertábamos a emitir con vigor un grito desafiante
e ingenuo: "¡Aguanta!". Un instante después, sentíamos sobre nuestros
débiles cuerpecillos de niño el imponente ímpetu marino que nos lanzaba
violentamente hacia atrás, sumergiéndonos una y otra vez en el agua. Eran
derrotas llenas de la fresca felicidad del chapuzón y de un intenso sabor
salino, provocado por los pequeños pedazos de mar que aprovechaban el breve
instante de la zambullida para colarse furtivos por la nariz, inundando
inesperadamente el paladar con su agudo gusto salado, el mismo que el
tratamiento para la congestión me hizo recordar ayer.
El enjambre
por Jose Torres
Mientras apuraba
los últimos escalones que le habían de llevar a la planta 0, un sonido familiar
se iba adueñando poco a poco de aquel largo pasillo. Igual que el frenético
zumbido de un enjambre laborioso, componían aquel grupo de voces entregadas al
caos, un murmullo grave e ininteligible. En la puerta de la 0-3 se agolpaba una
multitud heterogénea, que se dispersaba con cierta inquietud a su paso. Sintió,
como otras veces, decenas de miradas inquisitivas y anónimas sobre él,
extrañadas de su presencia en aquel ritual al que nadie le había invitado. El
trato con la gente nunca fue su punto fuerte, y a la menor oportunidad escapaba
del foco de la atención, intentando pasar desapercibido. Aquel papel de moderno
alguacil, trastocaba sus planes, y le hacía sentir un nerviosismo que trataba
de disimular manteniendo un rictus de extrema seriedad y la mirada perdida en
un horizonte de paredes blancas y ventanas sucias, sin tener nada claro el
éxito de su propósito.
Afortunadamente
su papel en aquella obra era secundario, y llegado el momento, daba dos pasos
atrás, para quedar en un cómodo segundo plano, ensimismado en la visión de de
sus zapatos desgastados, mientras se apoyaba incómodamente en la mesa de la
tarima. Había llegado el momento de las instrucciones del profesor a los
alumnos, repetidas con la solemnidad de la oración que da inicio a todos los
rituales. Se hacía una lectura rápida del examen con sus aclaraciones
innecesarias, se otorgaba un valor a cada pregunta y fijaba la hora de
recogida, casi siempre prolongada. Tras pedir silencio un par de veces, más
como parte del ritual, que como advertencia seria, el profesor le daba unas
cuantas hojas de examen que se afanaba en repartir con la mayor diligencia.
Primero al más alejado, luego al que estaba más cerca. Nunca cambiaba el orden.
Seguir un método le ayudaba a calmar los nervios. Algunos alumnos correspondían
a la entrega del examen con un escueto “gracias” que él agradecía sin
exteriorizar, con el sincero deseo de que les fuera bien.
Tras el
último recordatorio al obligado silencio, comenzaba el examen con una perfecta
coreografía de cabezas que bajaban al unísono, buscando ávidas los bolígrafos
que con su estrépito hacían las veces de pistoletazo de salida. Comenzaba
entonces su labor de vigía, oteando aquel mar de cabezas que de tanto en tanto
emergían de entre el papel buscando un poco de aire o quizá un poco de
inspiración. Durante un instante, su mirada se cruzaba furtiva con la de alguna de
aquellas cabezas erguida y una sensación de tímida vergüenza les invadía a
ambos. Rápidamente volvía la efigie enhiesta a la profundidad del papel en
blanco y él a su plácido aburrimiento, del que intentaba sobreponerse
contemplando el microcosmos puesto a su pies. Reparaba con curiosidad en las
distintas formas de coger los bolígrafos, en la pulcritud de los exámenes de
las mujeres, en los atuendos variopintos, que cubrían el espectro que iba de la
elegancia premeditada, al abandono más informal, pero no menos buscado; se
fijaba en las posturas casi inverosímiles que se adoptaban para escribir y en
las súplicas silenciosas de aquellos que buscaban en el cielo un milagro;
intuía en las miradas perdidas una reflexión que no le era ajena: “No debería
haberme presentado”, mientras en otra mesa, un resoplido cansado, ponía el
punto final a un largo párrafo. Continuamente, algunas miradas abandonaban el
papel, buscando alrededor, la efímera complicidad que les sacase de la obligada
soledad frente al papel.
Alguna vez
había intuido que alguien copiaba o que al menos lo estaba intentando, pero
jamás sintió la necesidad de ceder a la delación, ya que opinaba, que el juez
más implacable al que puede enfrentarse un individuo es su propia conciencia.
Poco a poco, los
alumnos le entregaban sus hojas, casi vacías, o atiborradas de pequeñas letras
que se amontonaban entre los párrafos escritos con arial. Con cada ausencia el
aula se teñía con la tristeza de la soledad, tan alejada de la efervescencia
vivida apenas hacía unos minutos.
¡Venga que voy a
recoger!. La voz del profesor volatilizó aquella visión magnética. Con la
pereza de quien ha despertado de un sueño, se puso en pie y recogió los
exámenes de los últimos rezagados.
Ya de vuelta
hacia el despacho y las obligaciones cotidianas, le invadió la misma sensación
de nostalgia de todos los años, con el recuerdo cada vez más lejano de sus
tiempos de estudiante, cuando, como uno más, formaba parte de aquel laborioso
enjambre.
Sonny
por Jose Torres
Hacía tiempo que Sonny apenas dormía. Se pasaba las noches en
vela, tumbado en la cama, contagiado por la pausada tranquilidad del tiempo que
no corre. Con una pierna sobre la otra y la cabeza ligeramente ladeada, permanecía
casi inmóvil, mirando con fijeza la figura luminosa y algo desproporcionada que
la luz del exterior dibujaba en el techo al atravesar la ventana del dormitorio.
A intervalos regulares, los violentos fogonazos de un neón colgado en la
fachada invadían aquel trapecio blanquecino tiñéndolo de un rojo intenso. A
veces, contaba mentalmente los segundos entre los destellos de luz,... uno, dos,
tres. Fuera, la ciudad tampoco dormía. El murmullo de la noche se deslizaba por
la ventana abierta, tejiendo un sonido incomprensible y próximo, el susurro de
un mar urbano apenas desgarrado por algún grito anónimo y distante.
Fumaba sin descanso. Las horas y los
minutos ya no importaban; había encontrado en los cigarrillos una nueva forma
de medir el tiempo. Sobre su pecho, un viejo cenicero metálico se movía con el
ritmo sosegado de su respiración, con la serena cadencia de una pequeña barca
mecida por el mar. Su interior abarrotado, albergaba un cementerio sucio de
ceniza y colillas, víctimas retorcidas y aplastadas de aquellas noches que no
tenían fin. Con un movimiento pesado y perezoso alargaba su brazo hasta la
mesilla, tanteando con la mano hasta encontrar el paquete de tabaco que acababa
acercando a su pecho. Tras un breve vistazo al contenido, que menguaba sin
descanso, apresaba con la delicadeza de sus hábiles dedos un cigarrillo que, temblando
entre sus labios, parecía intuir su muerte cercana, estremecido ante el inminente
beso de la llama del encendedor. Después lo mantenía allí, colgado, estático,
desafiando el precipicio de la boca frente al mundo, preparado para su muerte
lenta y volátil.
Daba caladas profundas, como si con
cada una pretendiera recuperar el aliento que se había escapado cada noche a
través de su saxofón. Paladeaba unos segundos el humo y después, abriendo
apenas los labios, lo liberaba de su cautiverio suavemente, mientras las hebras
de humo se retorcían caprichosas hasta desaparecer. Intentaba mantenerse
concentrado, luchando por silenciar los sonidos caóticamente ordenados que
llenaban de música su cabeza. No habría más conciertos. La exigencia del
circuito de jazz le había agotado. Aquellos continuos saltos al vacío, la búsqueda
íntima y dolorosa de sí mismo, la necesidad de quedar vacío cada noche,
quebraron su ánimo y su resistencia.
Por las mañanas deambulaba por la
ciudad, sin rumbo fijo, siguiendo un camino de huellas borradas, buscando un
lugar que no existía, un lugar lejos del alcance de su propia conciencia. Quienes
se cruzaban con él, le escuchaban tararear insistentemente una vieja canción de
infancia, en la que ahogaba el nacimiento de cualquier pensamiento furtivo.
Vivía aislado en sí mismo, en un mundo que no podía compartir, preso de una
celda invisible que él había construido. Permaneció mucho tiempo callado,
incapaz de articular el sonido de la única voz con la que sabía expresarse,
aquella que era principio y fin de todas las cosas.
Pasaron las semanas y los meses. El
tiempo fue curando las heridas y llenando el vacío, y poco a poco, creció en él
la necesidad de volver a hablar, de dejar salir de su cabeza los sonidos que ya
no podía contener, y que en oleadas, martilleaban su silencio. Cogió el estuche
de su saxofón, bajó a la calle y paró un taxi: “Al puente de Williamsburg”.
Era de madrugada, pero Nueva York nunca duerme. La soledad
acompañada de las miles de ventanas iluminadas le tranquilizó. Tiró el
penúltimo cigarrillo de la noche y del estuche sacó el saxo, donde la ciudad se
reflejó con vivos destellos de luz. Suavemente fue exhalando aire de sus
pulmones y un tibio hálito de vida hizo brotar su voz con el milagro de un
nuevo nacimiento. Durante meses, transeúntes solitarios, hijos de la noche como
él, le oyeron tocar en el puente, esparciendo notas que se diluían en el aire.
Y Sonny recuperó la voz, tan poderosa y brillante como había sido siempre. Y
sintió que había llegado el momento de volver a hablar.
Apareces
por Jose Torres
Apareces cada tarde, asomada a una ventana sin cielo, desnuda de
preguntas sin respuesta y el cuerpo magullado por antiguos recuerdos.
Apareces al caer la noche y los dos asentimos y se abren ante nosotros
infinitos caminos. Apareces y te muestras y yo siempre me escondo,
oculto tras mi imagen para no verme, agazapado en la oscuridad de una
voz sin rostro. Apareces y tu mundo es el mío, y hablas de sueños y
desesperanzas, de síndromes y doctores, de Dios y su ausencia, de
ficciones pasadas y zanahorias eternas. Apareces y desapareces, aunque
nunca te has ido, porque es tu naturaleza quedarse, porque el naufragio
es nuestro destino.
Lo Mejor De Mí
por Jose Torres
Lo mejor de mí se perdió en los labios de mujeres que no llegué a conocer, en la profundidad abismal de unos ojos que nunca me miraron, en la suavidad tibia de una piel jamás acariciada.
Lo mejor de mí sucedió mientras soñaba con los ojos abiertos, imaginándome en lugares en los que nunca estuve, siendo el protagonista de vidas que otros vivieron.
Lo mejor de mí se desvaneció en la bruma de lo desconocido, oculto entre los libros que quedaron por leer, silenciado por las notas de una música no escuchada, perdido en los caminos de paisajes nunca descubiertos.
Lo mejor de mí quedó anclado a las oportunidades desaprovechadas, enterrado bajo el peso asfixiante de las decisiones erróneas, asesinado por la implacable destreza de un temperamento cobarde.
El origen de las palabras o la historia de una
mente perturbada
Por: Jose Torres
Qué fácil debía de ser la vida en los albores del hombre, cuando todo, o casi, estaba por descubrir. Remontémonos en el tiempo hasta aquellos días y veamos qué sucedía en la sede del registro de nuevas palabras.
- Buenos días
- Buenos días
- Venía a registrar una palabra: Ordenador
- ¿Y qué designa esta palabra?
- Pues yo la utilizaría para hacer referencia a un aparato que almacene y procese datos
- No le veo la utilidad. ¿Se le ocurre mejor método para registrar las palabras que escribiéndolas con un palo en la arena?. Si quiere, yo la registro, por si más adelante le pudiera servir a alguien, pero no creo. Siguiente.
- Buenos días. Yo venía a registrar dos palabras juntas: Punto G
- ¿Punto G?. ¿Y esto que designa?
- Serviría para referirse a una pequeña zona en la parte genital femenina que convenientemente estimulada provocaría un gran placer
- Hombre, yo le digo lo mismo que le dije el otro día a un señor cuando vino a registrar la palabra rueda. Me explicó que se utilizaría para denominar a un objeto redondo que facilitaría el transporte de personas o cosas. Ambas dos, la rueda y el punto G, serían muy útiles, pero como de momento nadie las ha descubierto.....¿No podría utilizar lo del punto G para designar otra cosa?
- Ahora mismo no se me ocurre nada
- El otro señor, el de rueda, como vio que lo del objeto iba para largo, me dijo que se podría utilizar para dar nombre a la denominación de origen de alguna bebida, preferentemente alcohólica....Ve –le dije- por ahí va bien. Está nuestro inventor aporreando unas uvas con una maza y en el momento menos pensado seguro que descubre algo.... Entonces....¿nada más?...Pues... siguiente.
- Buenos días. Vengo a registrar orgasmo. El otro día vino un amigo mío a registrar el nombre de una ciudad: Rótterdam. Y yo he pensado que si algún día nace allí un pensador se podría llamar Orgasmo de Rótterdam
- Pues no va a poder ser. Precisamente vino ayer un señor y registró el nombre de un pensador de esa ciudad: Erasmo de Rótterdam
- ¿Y ahora qué hago yo con esta palabra?¿Quién me paga los gastos?
Justo detrás había una pareja, un hombre y una mujer, que al oír la conversación decidieron intervenir.
- Buenas tardes. No hemos podido evitar escuchar, y creemos que podríamos solucionar el problema de este señor. El otro día, estaba yo haciendo el coito con mi mujer y al terminar, como vi que bostezaba, le pregunté. ¿Cariño has llegado al........al .....?, y vi que me faltaba una palabra. Como soy funcionario de la administración, estoy poco dotado para la inventiva, así que veníamos a ver si tenían una palabra para referirse a ese momento de gran placer que supone la culminación del acto sexual. Y como he visto que les sobra orgasmo, pienso que la podríamos utilizar.
- Si este señor no tiene inconveniente, por mi parte no hay ningún problema.
- Por favor, será una gran orgasmo para mi que utilicen mi palabra.
Mientras los dos hombres se abrazaban por la nueva palabra adoptada, la mujer se acercó a la mesa y en voz baja, le dijo al hombre del registro.
- Yo quisiera registrar una palabra. Va unida a orgasmo. Es......Fingir. Define el acto por el cual se da a entender algo que no es cierto.
Y así, poco a poco, fueron surgiendo todas las palabras que hoy conocemos.
Una de vampiros
Por: Jose Torres
Aprovechando el gran interés que desde hace un tiempo suscitan los vampiros, dejo aquí una historia libre y particular de lo que aconteció a uno de esos príncipes de las tinieblas.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes, usted dirá.
- Quería un ataúd.
- ¿Qué edad tiene el finado?.
- No, si no hay ningún finado.
- ¿Entonces?.
- Es para mí.
- Perdone que le haga esta pregunta, ¿quiere usted decir que está en trance de pasar a mejor vida?.
- No, hace ya unos cuantos años que no me preocupa la muerte. Digamos que más que estar vivo soy un no muerto. No, no ponga esa cara, no estoy loco. Acérquese. Soy lo que toda la vida se ha llamado un vampiro.
- Perdone caballero, pero no me parece que sea éste el lugar más oportuno para gastar bromas de mal gusto.
- ¿Tengo acaso cara de bromear?. El asunto que me trae aquí es muy serio y de vital importancia. Me he enamorado. ¿Se ha enamorado usted alguna vez?.
- No señor, siempre he trabajado en una funeraria.
- Pues le compadezco. Yo, sin embargo, he encontrado el amor. Fue hace unos meses, una noche de ésas en las que el tiempo transcurre plácidamente, sin que nada haga presagiar que minutos después un encuentro fortuito va a dar un vuelco completo a tu vida. Cenaba yo con mi ayudante Renfield en un pequeño restaurante del centro, cuando tras observar minuciosamente el plato que le acababan de servir, comenzó a hacer gestos ostensibles de desagrado. Le pregunté qué sucedía, pero no me respondió. Preso de cólera, llamó al “maître”, y tras unas agrias quejas y una disputa bastante subida de tono, pidió la hoja de reclamaciones. El motivo era que no había encontrado ni un solo insecto en la ensalada, precisamente él que se había hecho alcohólico para poder comerse los bichos que se veían en el “delirium tremens”. Enseguida me di cuenta de que la discusión iba para largo, así que decidí salir a la calle y dar un paseo mientras le daba vueltas a uno de tantos pensamientos insustanciales: ¿era una manía mía o el Rh negativo resultaba más dulzón que el positivo?. Y si esto era así … ¿aquello hacía a los vascos más propicios como postre?. De repente, con el estruendo de sus tacones retumbando al final de la calle, apareció ella, como una visión surgida de la noche, con su pelo negro, sus ojos llenos de luz y su terso cuello de cisne. A los cinco minutos me había enamorado y al cuarto de hora ya no pensaba en su sangre. Decidí seguirla hasta su casa y hacerla mía. Esperé en la cornisa hasta que se acostó. Estaba ya dispuesto a entrar por la ventana, cuando escuché en la oscuridad lo que parecía el zumbido de un aparato eléctrico. La cama, y a oscuras, resultaba un lugar extraño para utilizar la epilady. Los suaves gemidos iniciales, que fueron aumentando poco a poco en frecuencia e intensidad, me hicieron comprender el error de mi primera apreciación. Nuevamente había sido avanzado en el terreno del amor, y esta vez por una máquina, pero no desistí, el amor era demasiado intenso. Después de dejar un tiempo prudencial para que se recuperara, me metí en su habitación. Mi sorpresiva presencia no pareció disgustarle, lo cual me dio ánimos (y eso que a juzgar por los gritos que acababa de escuchar desde la cornisa, mi contrincante vibratorio había dejado el listón muy alto). Desplegué la capa, me acerqué a ella con esa pausada elegancia que tenemos los de mi especie, y cuando ya estaba preparado para morderla, recordé con tristeza que me había olvidado la dentadura de los colmillos en casa. Desde hacía unos años tenía que usar prótesis dental. Una noche, al comienzo de mi etapa como vampiro, perdí los dientes contra la fachada de un edificio. Aquello me sirvió para saber que los hombres, aunque seamos vampiros, no podemos hacer dos cosas a la vez, y menos si esas dos cosas son volar y espiar a una chica desnuda que se hace fotos frente al espejo. Volviendo al tema, ya que estaba allí, con la capa desplegada y la boca abierta, lo intenté con la dentadura de ir a los restaurantes (por cierto que me sale caro, porque lo que hago es pedir un filete muy poco hecho, estrujarlo, sacarle la sangre y bebérmela, pero si no salimos Renfield dice que siempre estamos en casa y nunca hacemos nada juntos) pero sólo logré babearla. Le dije que era la primera vez que me pasaba, que había comprado un piano y últimamente me lo dejaba todo olvidado allí. Ella se mostró muy comprensiva, y me dijo que no debía preocuparme, que eso nos pasaba a todos alguna vez, y que no debía atormentarme. Cuando recuperé la calma, le pregunté cuándo le vendría bien que quedáramos para volver a intentarlo.
- ¿Le viene bien el martes?
- No, el martes salgo a correr y necesito la sangre.
- Yo el miércoles no puedo. Doy un atraco a un banco de sangre. ¿Y el jueves?.
- Perfecto, el jueves no tengo nada. ¿En su casa o en la mía?.
- Mejor aquí. Hace años que no viene la asistenta y tengo la cueva llena de polvo.
- Y así fue. Me presenté en su casa el jueves con la dentadura de los domingos. Me acerqué poco a poco, y en el momento en que me abalanzaba sobre ella, loco de deseo, ella me puso una mano en el pecho y peguntó:
- ¿Has tomado precauciones?.
- Claro, he puesto todo el día la dentadura en bicarbonato. Por cierto, ¿qué aspecto tengo?, no sabes lo difícil que es afeitarse sin espejo.
- Fue maravilloso. Hicimos el amor y ni siquiera necesité mirar láminas de anatomía para orientarme. Lo de la orientación no es ninguna tontería si anda uno escaso de práctica. Hace años, antes de ser vampiro trabajé en un circo. Todos queríamos salir con la contorsionista y la tragasables, por razones obvias, pero como estaban muy solicitadas, acabé teniendo una cita con la mujer barbuda. Pues bien, en la penumbra de la habitación, al intentar hacerle sexo oral, no era fácil orientarse. Bueno, sigo, que me estoy yendo por las ramas. Después de aquel primer encuentro, ella se puso muy contenta de ser vampiresa, porque decía que así no envejecería, aunque tampoco faltaban inconvenientes. Las primeras veces, cuando se perfilaba las cejas, parecían más una carretera comarcal que otra cosa, aunque con el tiempo acabó por hacerlo con los ojos cerrados. Pasaron unas semanas y como estábamos tan bien, le propuse que se viniera a vivir conmigo, y aceptó. Me apliqué en hacer limpieza a fondo, y descubrí, viviendo debajo de la alfombra del comedor, a un señor que preparaba notarias. Para mi desgracia también se hallaron varias especies animales y vegetales que se consideraban extintas, así que el estado me expropió la cueva y la declaró parque natural. No me quedó más remedio que mudarme. Intenté hacerme con un panteón con vistas al cementerio. Desafortunadamente, los panteones estaban fuera de mis posibilidades económicas, por lo que tuve que comprar un nicho de protección oficial, y claro, no me caben los dos ataúdes, así que hemos intentado dormir los dos juntos, pero no hay manera. En mitad del día me despierto sobresaltado, porque ya no sé si me están clavando una estaca o es ella la que me está clavando el codo, y como no podemos cerrar la tapa, entra corriente y creo que estoy desarrollando una lumbalgia crónica. Por eso yo quería preguntarle si no tendrían ustedes un ataúd de matrimonio. De 1.80 más o menos. Me interesaría que, además de ancho fuera más hondo, porque, en confianza,.....con los ataúdes convencionales, el sexo es muy monótono. Sólo se puede practicar la postura del misionero, y siendo los dos vampiros, no me parece la más adecuada. A mí la que me gustaría probar la del candelabro italiano, pero en estas condiciones, no se puede.
- Oiga, y ¿cómo es esa postura?.
- Pues me han dicho que se levanta una pierna y....mejor se lo dibujo. ¿Ve?.
- Sí que está bien. Mire por dónde, al final voy a acabar sacándole partido a los cursos CCC de contorsionista por correspondencia. En lo que se refiere al ataúd, no tenemos ninguno de matrimonio, pero podemos hacérselo por encargo. ¿En qué color lo va a querer?.
- De momento no lo sé, porque mi mujer es muy estricta con la decoración. En lugar de la lápida quiere poner unas cortinas y hasta que no sepamos el color, no podré decirle nada. Cuando lo tenga claro, paso a hacerle el encargo.
- Cuando usted quiera.
- Bueno, adiós.
- Adiós y suerte con el candelero.
- Candelabro.
- Eso, candelabro
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