febrero 22, 2015

Nighthawks (II)

Por Jose Torres

Ha estado caminando toda la tarde sin rumbo. Ya no le queda ningún lugar en el que refugiarse. Posiblemente, a esta hora, todos los pisos francos estarán tomados y sus camaradas detenidos. Es tarde, pasadas las diez. La firmeza de sus compañeros es su única esperanza; confiar en que no hayan hablado, y que eso le conceda un poco de tiempo. Bastarán veinte minutos. A las 10:30 se ha de reunir con Martín en el “Phillies”. Él le entregará un pasaporte falso, un billete de avión y algo de dinero para salir del país.

Conoce muy bien ese local. Le gusta especialmente. A esas horas casi siempre está vacío. Suele cerrar muy tarde porque el propietario tiene problemas de insomnio. Parece dormitar al otro lado de la barra y apenas da conversación. En el camino hacia la cafetería observa las ventanas iluminadas de los edificios, como ojos que despiertan de su letargo, y envidia la confortable tranquilidad que se esconde tras ellas. Le invade una angustia profunda. Por la acera, ve avanzar una figura que anda apresuradamente, como perseguida por un peligro invisible. Unos segundos después se pierde tras una esquina. Falsa alarma. La soledad de la calle le sobrecoge. Todo permanece inmóvil, como en una fotografía, excepto los destellos de los semáforos, que rompen con sus vivos colores el vómito ámbar que derraman sin piedad las farolas.

Dos calles antes de llegar, ya ve la rotunda luz iluminando la esquina. A través de los enormes cristales distingue al camarero que aparece como una mancha lechosa tras la barra roja. Recorre el local vacío y va a sentarse en un lugar que le permite observar la puerta de entrada. Pide un americano.
El reloj que hay colgado sobre la pared está parado; le parece un mal augurio. El tintineo de la puerta llama su atención. No es Martín, sino una mujer pelirroja, con un elegante vestido rojo, demasiado, para un lugar tan modesto y solitario como aquél. La ve avanzar por el pasillo con paso firme, mientras el sonido de sus tacones percute en el silencio con su cadencia. A pesar de que todos los taburetes están libres, se sienta a su lado. También pide un café. Es una mujer muy atractiva, a la que habría invitado a una copa de mediar otras circunstancias. Faltan cinco minutos para la hora acordada. .
La campanilla de la puerta vuelve a sonar. Tampoco es Martín. Esta vez se trata de un tipo más bien corpulento que se sienta en la parte de la barra que queda a la derecha. Empieza a sentirse inquieto. Examina con disimulo a los dos visitantes imprevistos, intentando encontrar alguna pista, alguna seña encubierta entre ambos que los delate. Tal vez su presencia aquí sólo sea una casualidad. Puede que sólo sean espectros que deambulan sin rumbo, en busca de la compañía silenciosa de quienes son como ellos. De momento tiene que esperar. Martín no ha llegado. Debe calmarse. Si todo va bien, en unos minutos se habrán ido. Del bolsillo saca un paquete de tabaco del que extrae un cigarrillo que sostiene en sus labios. Rebusca en los bolsillos infructuosamente. Ha perdido el encendedor. Intentando mostrarse natural, se dirige a la mujer.

-Perdone señorita, ¿tiene fuego?

-Le doy fuego si me invita a un cigarrillo.

Saca del bolsillo nuevamente el paquete, y con un sutil golpe de su índice, un cigarrillo asoma por la abertura. Ella acerca sus manos largas y cuidadas, y con la sutileza de sus dedos índice y pulgar apresa uno de los pitillos y se lo lleva a los labios. Son carnosos, y están pintados de un color rojo pálido que sin embargo no deja ninguna huella en la boquilla. Del taburete contiguo rescata su bolso y lo pone sobre la barra. Tras unos segundos de búsqueda saca de su interior un Zippo en el que puede leerse la siguiente inscripción “A mi querido misantropo”. Enciende su cigarrillo y se dispone a encender el de él, que tiembla ligeramente en su boca. La mujer se da cuenta de que él mira con atención el encendedor. Es el de Martín. Su rostro queda lívido. Tras unos segundos de confusión piensa en huir mirando hacia la salida, pero el tipo sentado a la derecha, se abre un poco la chaqueta para mostrarle una pistola. Le cuesta atender, todavía aturdido, las palabras que ella le dirige en un tono muy tranquilo. Casi se podría decir que su voz es dulce.

-Has cometido una estupidez viniendo aquí. Han pasado demasiadas horas. No te atormentes. Puedes estar orgulloso de tus camaradas, la mayoría ha resistido ¿Quieres saber quién te ha delatado? ¿No? La novia de Martín. Se ha desmoronado cuando le hemos enseñado las tenazas.

-¿Qué le ha pasado a Martín?

-Martín está con los otros, contándonos todo lo que sabe, aunque a estas alturas, no creo que pueda decirnos nada que no sepamos.

Antes de hablar hace una pausa y da una profunda calada.

-¿Y ahora qué?

-Ahora nada. Todo se ha acabado. Sólo tienes dos opciones.

La mujer vuelve a inclinarse sobre el bolso y extrae un pequeño sobre verde.

-Puedes obligarnos a llevarte con nosotros a la fuerza. Eso sería muy desagradable. Si eliges esta alternativa, tu muerte no será rápida. Ya sabes, por las molestias.

-¿Y cuál es la otra opción?

-La otra opción es que te tomes tranquilamente tu café. Nada más. Antes le habremos echado el contenido de este sobre. En un par de minutos caerás en un sueño profundo del que no despertarás. Tú eliges.

Da otra larga calada.

-Si tengo que morir bebiendo, prefiero que mi último trago sea un whisky.

-No hay inconveniente.

-Camarero, un Jack Daniel’s doble.

Los polvos de aquel sobre verde no han cambiado el color ambarino del whisky, ni su característico sabor a madera. Lo bebe en dos tragos, sin darse demasiado tiempo a paladear. Poco a poco, le envuelve un sopor espeso, como una borrachera. El aire parece volverse denso y las imágenes comienzan a desenfocarse, perdiendo su contorno. El cuerpo le pesa. Apenas puede mantenerse erguido. Apoya los brazos sobre la barra, dejando caer la cabeza sobre ellos. Lentamente, los sonidos se van apagando y todo cae en una profunda oscuridad.