Por Jose Torres
Las líneas que ahora escribo son el inicio de lo que el tiempo ha de convertir en mi diario de vida. Bien ha de saber el posible lector de estas notas, que no me empuja a su redacción ningún afán exhibicionista, pues hace mucho tiempo que renuncié a atender las opiniones del mundo. Son las especiales condiciones en que transcurre mi existencia,las que me aconsejan dejar testimonio del devenir de mis días. No habrá orden. Escribo desde el caos. Estas páginas serán mi testamento,el que ha de borrar cualquier rastro de duda sobre la persona que me acompaña si la muerte me sobreviene de manera inesperada.
No es
mi propósito hacer aquí un relato pormenorizado delas circunstancias vitales que
me llevaron a tomar la decisión de vivir apartado de la sociedad, en el espacio
que delimitan las cuatro paredes de esta habitación. No fue más que el proceso
natural de los acontecimientos. Hacía mucho tiempo que me venía yendo, que todo
me empujaba en esta dirección. Un día desperté y la vida me obligó a
enfrentarme a la imagen que devolvía el espejo. Había demorado ese momento
tanto como pude, consciente de lo que aquella visión podía depararme. Primero
eché mano de las medias verdades, después de las mentiras, no importaba lo
grotescas que pudieran llegar a ser, mientras me
permitieran seguir eludiendo el reflejo de mi propia realidad,
aferrado a la vaga esperanza de que el destino me tuviera reservado un futuro
más prometedor. Jamás sucedió. Todos mis miedos, los más insignificantes y los
más profundos se materializaron en aquella imagen devastada, apabullantemente
mediocre, soberbiamente vacía, sólida en apariencia, pero condenada sin remedio
a la ruina, como las casas viejas que apenas mantienen en pie unas vigas de
madera devoradas por la podredumbre. Cuando tomé conciencia de la sordidez
de mis limitaciones, simplemente, me aparté. No hubo lucha, porque no había
salvación; es imposible escapar de uno mismo. Había nacido así, como mi peor
enemigo, confundiendo las más de las veces el papel de víctima y el de verdugo.
Vivía, pensaba, existía a contracorriente, sin tregua, sin importar qué o quién
tuviera delante, tenaz y suicidamente en el lado de a los que siempre les toca
perder. Quizá todo acabó de estropearse la tarde en que los cuerpos encorvados
luchaban contra el viento. Buscaba una dirección, perdido en las calles de una
ciudad que nunca fue mía. Entonces algo se quebró contra el desprecio en los
ojos de una desconocida, haciéndose añicos bajo el peso de su brazo que alejaba
mis dedos como si estuvieran consumidos por la lepra.Sucedió después de la
muerte de mis padres; para entonces ya no había testigos, nadie a quien pudiera
importar las consecuencias de mis actos.El mundo quedó reducido a 30 metros
cuadrados; ahí debía caber todo; el bagaje del pasado, el hastío del presente y
la incertidumbre del futuro que pudiera quedar por delante.
Desde
que la casa quedó vacía, parecía otra. Lo era en realidad. Un silencio frío se
había adherido a las paredes, tragándose las voces y las sombras. Me había
convertido en un extraño que invade una intimidad ajena. Los objetos parecían
obstinadamente aferrados a la tristeza, congelados en su silencio, tan
huérfanos como yo mismo. Solo mi habitación la sentía como mía; aquí había sufrido
la soledad antes de percibir su amenaza tras el umbral de la puerta. Éste fue
el único lugar que no sucumbió a la desolación, porque ya no quedaba nada que
se mantuviera en pie. Con mis propias manos eché abajo la pared que separaba el
dormitorio del cuarto de baño, anexionándolo obligatoriamente para habilitar un
espacio donde satisfacerlas más básicas necesidades orgánicas y de higiene. Después
me aseguré de evitar cualquier influencia del exterior; tapié la única ventana
que daba al patio, dejando por toda iluminación, los 100 vatios del sol
artificial que pende solitario del techo. Supongo que ése es el motivo por el
que mi piel tiene este aspecto amarillento, como de enfermo de hospital.
También le hice un hueco al silencio, forrando todas las paredes con una gruesa
capa de corcho.La habitación se había convertido en un gran tablón de anuncios,
sin nada que anunciar. Ya solo quedaba una cosa más de la que prescindir, yo
mismo; minimizar mi propia presencia en este nuevo mundo. Por eso no dejé en el
cuarto ningún espejo, ni superficie pulida que pudiera reflejar mi imagen.Debo
de tener un aspecto extraño con los mechones de pelo cercenados a tijeretazos y
la barba recortada a rodales. Poco a poco voy olvidando mis facciones,
distanciándome de ese rostro que se vuelve irreal a fuerza de ser recordado.
Después
de todo, tengo cuanto necesito:un baño completo, con una taza, un lavabo -y el
cepillo de dientes permanentemente desemparejado- y una bañera en la que paso el tiempo tumbado, contemplando el leve balanceo de mis atributos en el agua. También
hay una cama modesta, una librería con una enciclopedia y los libros que releeré
hasta el fin, una mesa que he de compartir con “La Gioconda”, una silla y el
tocadiscos con una colección más o menos extensa de jazz; no hay armario, porque
toda mi vestimenta se limita a unas cuantas prendas de ropa interior y a un par
de pijamas que alternan mi cuerpo y la cuerda extendida en el baño que hace las
veces de tendedero. Ese espacio lo ocupa un televisor sin antena y un
reproductor de cds donde veo alguna de las películas que he traído conmigo. Las
paredes están casi vacías. Sobre la mesa cuelgan con mutua indiferencia un
reloj y una sola lámina, una cuadro en continuo cambio, en cuyos límites se
esconden miles de historias que esperan ser descubiertas. Es una composición
muy sencilla; a través del amplio cristal de una cafetería se observa a un
camarero afanado en su trabajo, a una pareja sentada en aparente silencio y a
otro cliente de espaldas, a la infinita distancia que media entre las vidas que
jamás entrarán en contacto. Muchos días, en los momentos en que el tiempo
parece detenerse, el misterioso encanto de esa escena ha venido a rescatarme del
hastío, concediéndome nuevas vidas para esos personajes.
Dos calles antes de llegar, ve la rotunda luz iluminando la
esquina. A través de los enormes cristales distingue al camarero que aparece
como una mancha lechosa tras la barra roja. Recorre el local vacío y escoge, de
entre todos los taburetes, el que le permite observar la puerta de entrada.
Pide un americano. El reloj que hay colgado sobre la pared está parado; le
parece un mal augurio. El tintineo de la puerta llama su atención. No es
Martín, sino una mujer pelirroja, con un elegante vestido, demasiado, para un
lugar tan modesto y solitario como aquél. La ve avanzar por el pasillo con paso
firme, mientras el sonido de sus tacones percute cadenciosamente en el
silencio. A pesar de que toda la barra está libre, se sienta a su lado. También
pide un café.Es una mujer muy atractiva, a la que habría invitado a una copa de
mediar otras circunstancias. Faltan cinco minutos para la hora acordada.
Yo mismo me encargo de lavar la poca ropa que uso y
mantener limpia la habitación. Me gusta barrer. Es una labor que puedo realizar
mientras pienso en otras cosas. Al final de la jornada guardo en una caja los
pelos que he ido perdiendo, de los que llevo un exhaustivo recuento. De
todo lo demás se ocupa Ingrid. Fue la primera que se presentó al anuncio del periódico.
Tenía más o menos mi edad, o eso me pareció. Era tímida y poco habladora, pero
su mirada irradiaba una fuerza que me hizo sentir seguro. No mostró ningún
asombro por las condiciones en las que iba a desarrollar su trabajo; me aseguró
que podía estar tranquilo. Traía consigo una pequeña bolsa de mano y me
preguntó si podía instalarse esa misma noche. Ella también estaba rompiendo con
el pasado. Eso terminó por convencerme.
También
aquí hay lugar para el aburrimiento y las horas que se estiran para no terminar
nunca. Ese tiempo se lo dedico a “La Gioconda”; la que se desgrana en tres mil pedazosy
un caos de colores y formas troqueladas. La primera vez que me enfrenté a ese rompecabezas
tuve la extraña premonición de que moriría al terminarlo. Tardé un tiempo en
decidir incrustar la última pieza. Aquel hueco oscuro en la frente llena de
luz, me atraía como un abismo. Me suplicaba con la fealdad de los puzles
incompletos. Cada día jugueteaba con el pequeño fragmento entre mis dedos, acariciando
sus hendiduras y salientes hasta memorizar su contorno, resistiendo el impulso
de echarlo por el retrete. Finalmente, llegó el momento en que me dieron igual
las consecuencias de una acción tan modesta. Estaba preparado para asumir la
muerte; no iba a encontrar un momento mejor, ahora que ésta había decidido
presentarse tras el enigma de la sonrisa más bella; pero nada sucedió. Hubo un
mañana, y a ése siguieron otros, tan vulgarmente parecidos a los anteriores,
que nadie podría haberlos distinguido. “La Gioconda” renació decenas de veces
de las brasas de aquella aprensión para ser una misma y diferente a la vez. En
ocasiones, empiezo por las partes oscuras del vestido, otras, por los pliegues
de las mangas. Las hay en que comienzo desde arriba, a veces desde abajo.
Primero la cara, luego las manos. Es como enfrentarse a una montaña por
distintas vertientes. “La Gioconda” es la excusa perfecta para poner uno de mis
discos. Nunca he sido capaz de escuchar música sin tener la cabeza ocupada en
alguna labor rutinaria que ayude a concentrarme. Cuando tomo asiento sin más
intención que la de escuchar, las espirales de notas se difuminan como una
columna de humo,huyendo para esconderse detrás de los libros, bajo la cama,
perdidas para siempre en los rincones más oscuros, engullidas con sigilo por el
corcho de las paredes. Con la ayuda de “La Gioconda” las siento flotar a
mi alrededor, como pequeños satélites de polvo que acaban sedimentando en mi
memoria. Creo que con la alegría explosiva de Dizzy Gillespie soy capaz de
encajar más piezas. Con Coltrane nunca estoy seguro; con él paso de la sutileza
al caos, del ruido a lo sublime en un solo compás.
Ingrid
cocina para los dos. A mí nunca se me dio bien. Poner tanto esfuerzo en algo
que acabará despedazado, triturado, no tiene sentido. Es bastante buena en eso,
aunque no comparto su especial predilección por las zanahorias. Nunca se lo he
dicho. No me gustaría ofenderla. Es el único precio que tengo que pagar por su
compañía. Tres veces al día, llama puntualmente a la puerta para traerme la
bandeja con la comida, y otras tres veces vuelve a llamar para llevársela. El
resto de las ocasiones nos comunicamos mediante notas. También se ocupa de
comprarme cuadernos y lápices, o cualquier cosa que necesite. Si tiene que
ausentarse por algún motivo, desliza una pequeña cuartilla por debajo de la
puerta, y si tengo que hacerle algún encargo, le dejo un trozo de papel sobre
los platos sucios. Encontrar a Ingrid fue una suerte. Es discreta y silenciosa,
una persona de la que me puedo fiar. Estoy completamente en sus manos. Le he
dado la tarjeta de crédito para que cobre su salario y compre todo lo necesario
para la casa. Vive aquí, en el cuarto que fue de mis padres.Desde el día en que
se instaló no hemos vuelto a hablar, más allá de los saludos de cortesía. Con
los años, ambos nos hemos acostumbrado a un silencio cómplice.Los pocos sonidos
que penetran en la habitación provienen de los trabajos que ella realiza
cotidianamente. Entonces la supongo inclinada sobre la ventana del patio, tendiendo
la ropa con una pinza entre los labios o quedándose absorta en el reflejo de su
propia imagen mientras saca brillo a los espejos. Cuando todo queda en reposo,
la imagino tranquilamente sentada en el sillón de la salita, el más cómodo (renuncié
a él por falta de espacio), tomando un café o leyendo uno de los libros de los
que no he traído conmigo ¿Le molestará encontrar pasajes subrayados? Con el
paso de los años, todo su cuerpo parece rezumar una especie de tranquila
resignación. Siempre he creído que ella será mi espejo, que en el reflejo de su
imagen encontraré la mía. A veces la descubro en un futuro incierto llamando a
mi puerta con el vigor menguado de sus dedos huesudos. Entonces asoma por la
abertura su cabellera encanecida y siento míos los surcos que el tiempo ha
labrado en la comisura de sus labios. Es mi propia piel la que ha abandonado
sus mejillas, la que pende temblorosa en el contorno de su cara. Son míos los
ojos velados por los años que lentamente se apagan en una mirada acuosa.
Hoy escribo de noche. Eso dice
el reloj. El insomnio es mal enemigo. Mañana me espera un amanecer de carne
derrotada y electricidad en los dientes. Mientras tanto, junto palabras.
También queda el sexo, como solución desesperada, como somnífero; no es lo
mismo que en los primeros días, cuando se expandía para ocupar el vacío de una
vida que había quedado atrás. Era una necesidad recurrente. Un antídoto. En mi
cabeza aparecían fragmentadas imágenes del pasado y otras de mi propia
invención: la ansiedad en la mirada, la piel reluciente que sabe a sudor y
perfume, las voces ahogadas en el placer, el calor húmedo en la yema de los
dedos. Recuerdos que se desprendieron de su esencia a fuerza de ser invocados.
Ahora solo queda la actividad terapéutica. Dos veces a la semana, el producto
de los instintos desgastados desaparece en la sombría oscuridad del sumidero,
arrastrado sin remedio por la vertiginosa espiral del efecto Coriolis.
Debemos
de estar ya en diciembre. Le escribiré a Ingrid para que me traiga la manta a
cuadros. Es la más cálida que he tenido nunca. La de años que debe de tener. Ya
la recuerdo de cuando era niño y mi madre la extendía en el suelo para que
jugara sobre ella sin enfriarme. Me encantaba el tacto de esa superficie
mullida, a veces un poco inestable para algunos muñecos. Convertir la manta en el espacio de mis juegos era todo
un acontecimiento; solo sucedía en navidad; en esos días de vacaciones podía
dejar montados los juguetes más aparatosos sin tener que recogerlos al
terminar; el resto del año tenía que conformarme con entretenimientos más
sencillos que no alteraran el orden de la casa. Luego, esas fiestas ya nunca
fueron lo mismo. Incluso las hubo malas, como el año que llamaron a mi madre
del colegio. Todavía no entiendo por qué tanto enfado. Supongo que ella era así, le gustaba tener todo bajo
control. Quizá me excedí llamando borregos a mis compañeros ¿De qué otra manera
podría referirme a ellos? Aquel juego del amigo invisible era una perfecta
estupidez. ¿Qué necesidad tenía yo de devanarme los sesos en buscar un regalo
para alguien que en el mejor de los casos me resultaba indiferente? Después
había que formar parte de aquella escenificación colectiva de ritos heredados,
de sorpresa fingida, de falsa alegría. Qué rechazo me provocaban sus risas. Por
eso me negué a participar. Elegí ser uno, estar al otro lado, frente a mis
cuarenta y dos compañeros, frente al profesor que me miraba con la incredulidad
de quien asiste a un fenómeno absurdo ¿Por
qué no quieres jugar?Porque no soy un borrego. Aquella frase estalló contra
las paredes con el mismo estrépito de un vidrio que se hace añicos, amenazando
con su onda expansiva la imperturbable solidez de reglas que nunca se han
escrito.Fue la primera navidad triste que recuerdo. Hace cada vez más frío.
Sé que una vez Ingrid estuvo a punto de
marcharse. Aún me angustia pensarlo. Fue unos meses después de instalarse,
cuando todavía era incapaz de asimilar la enorme fortuna que había tenido al
dar con ella; comencé a advertir en su aspecto, en la forma que tenía de
moverse y hasta en su respiración, pequeños cambios que me hicieron temer su
marcha.Aquellos días, los ojos le brillaban de una manera que nunca he vuelto a
ver, como si fueran espejos perfectos para cualquier punto de luz. Tenía
dibujada en los labios una sonrisa que no desaparecía ni al final de la
jornada, cuando llamaba a la puerta con cara de cansancio para llevarse los
platos de la cena. A veces liberaba un tenue suspiro mientras esperaba a que le
devolviera la bandeja, creyendo que yo no la oía. En alguna ocasión advertí que
se había pintado las uñas y porlas tardes, se ausentaba de casa con más
frecuencia, dejándome notas explicativas cuya caligrafía parecía mucho más
alegre. Este paréntesis en su vida duró unas pocas semanas. Una noche la
escuché llorar tras la puerta, y desde entonces, sus notas regresaron a su
escueto pragmatismo. Los círculos que coronaban las íes volvieron a desaparecer.
Vivir es aprender a renunciar;
saber que para seguir adelante algunas cosas han de quedar necesariamente atrás.
Hace ocho años que no escucho la lluvia, ni el sonido de mis pasos.Aquí dentro
están callados. El frío contacto de mis pies con el suelo está hecho de
silencio. Apenas un siseo. Eso echo de menos, el vigor de su voz cuando
recorría el camino junto al pueblo, el que no llevaba a ninguna parte; anduve
muchas ocasiones aquella senda, una franja de tierra enmarcada entre dos
horizontes y mi soledad en medio, en el punto equidistante entre dos infinitos.
En aquella distancia, la única certeza
es que de mí no iba a quedar nada; ni los huesos, ni los ojos, ni el suave
relieve de una huella en la arena. ¿Dónde habrá ido a parar el estrépito de los
pasos que ya no estallan al pie de las montañas?
Las
horas que señala el reloj colgado sobre la pared son lo único que todavía
comparto con el exterior. Me gusta ser disciplinado con los horarios. La rutina
ayuda a sobrellevar el paso del tiempo. Todas las mañanas me levanto a las
9:30. Antes lo hacía a las 8:00, pero, a veces, el día se hacía muy largo. La
primera ocupación es tomar un baño con agua tibia, incluso en invierno; ayuda a
estimular la circulación; me parece importante en alguien que lleva una vida
tan sedentaria como yo. A las 10:30 bebo un vaso de café con leche y me pongo a
escribir. Casi siempre historias que invento para los personajes del cuadro.
Últimamente suelen acabar de manera trágica. Otras veces me detengo más en los
detalles e intento descubrir qué es ese pequeño objeto verde, presumiblemente
comestible, que la mujer sentada frente a la barra sostiene en su mano derecha.