Entre análisis y análisis, no puedo dejar de mirar por la
ventana, y comprobar que mi cabeza está tan agitada como las copas de las
jacarandas que mece el viento. Qué pocas cosas hay que me resulten tan
desapacibles como el viento. Supongo que de su mano, sufro una regresión a la
infancia y a los primeros miedos, cuando, en la soledad de mi habitación,
escuchaba bajo las sábanas la desgarrada voz de su lamento, prolongado y agudo,
como el aullido de un lobo tan cercano, que casi podía tocarse con la punta de
los dedos. Y es que el viento es un ser vivo, enfadado y violento, que grita
desesperado y se retuerce para escapar de su cautiverio sin muros.
Dicen que vivir bajo su influencia acaba trastornando a la
gente. Quizá se lleva con él nuestro último rastro de razón, arrancado pedazo a pedazo, con el zarpazo sonoro de sus
garras invisibles, dejando tras de si la devastadora huella de la pérdida y el
olvido.
Sin embargo, el viento siempre anuncia su llegada con una
elegancia delicadamente bella, y tanto en los amaneceres como en el crepúsculo
del día, el cielo se tiñe con un difuminado tono rojizo. Estas últimas tardes,
desde la ventana del despacho, veo los afilados esqueletos de los chopos recortarse
en ese cielo sonrosado, y una sensación de plácida melancolía me reconcilia
temporalmente con el mundo.
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
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