Todas las tardes a eso de las cuatro menos cuarto, si el
trabajo y el tiempo y sus inclemencias lo permiten, si me siento con ánimos de
verme rodeado de gente, bajo a la cafetería a tomarme un cortado.
Como casi todo en mi vida, a fuerza de observación y
monotonía, ha devenido en ritual que apenas varía. La chica de la caja, a la
que yo llamo la “erasmus” (alumno extranjero) por las dos simpáticas coletas
rubias que luce al más puro estilo vikingo, me saluda con su cordial “Hola”.
“Un cortado” le digo entregándole los 50 céntimos que rebusco en el fondo del
monedero. Con una sonrisa que nunca borra de sus labios se despide dándome el
ticket y las “Gracias”. Pienso entonces en cuántas veces repetirá esas dos
palabras al cabo del día, en una repetición monótona y compulsiva y en cómo
habrán perdido para ella todo su significado. ¿Saludará así a la gente en su
vida más allá de la caja del bar?, ¿será capaz de dar las gracias con un
“gracias”?.
Mientras pienso en su esclavitud a la caja y a esas dos
palabras, entrego en la barra el papelito, y el camarero, ya viejo conocido, me
pregunta: “¿Normal o descafeinado?”. Me lo pienso unos segundos y digo
“Descafeinado”, no quiero tentar a la suerte del insomnio, en una reflexión ya
sólo para mi. En un pequeño plato, pone un vasito de cristal lleno de leche
caliente y encima de él, un sobre de Nescafé. Al lado, una cucharilla y el
azúcar. En el sobre se lee un mensaje “Saca tiempo para hacer yoga” . No puedo
sino esbozar un tímida sonrisa en mis labios. Haciendo equilibrios con el vaso,
que tiembla temeroso sobre el plato, salgo fuera del pequeño local y busco
entre la gente una mesa vacía. Alrededor, terminan su comida los últimos
rezagados, devorando a toda prisa una pizza o un bocadillo, pensando en el poco
tiempo que les queda antes de la próxima clase. En otra mesa, un grupo de chicas
extranjeras se sientan de frente al sol, en un vano intento de ponerse morenas,
ya que empieza a hacerse patente un color rojo intenso en sus mejillas que se
irá extendiendo por toda su anatomía.
Lentamente abro el
sobrecillo de café y lo vierto con cuidado, sembrando la leche con una montaña
oscura y terrosa, que se va sumergiendo poco a poco, con la misma pausada
tranquilidad con la que el barco, tras la batalla, busca reposo en el fondo del
mar. Así, en su lento hundirse, cada granito de café va dejando tras de si una
estela de color marrón en el blanco del vaso, como si se tratase de una
estrella fugaz en una clara noche de verano. En la mesa de al lado, dos tipos
tienen una conversación acalorada, hablando mal de un tercero, responsable,
según parece, de todos los males de la humanidad.
Con toda delicadeza rasgo el extremo del sobre de azúcar y
lo dejo caer, formando ahora una blanca nevada sobre las tierras ya oscuras del
cortado y dejo que poco a poco se vaya yendo al fondo. Mientras tanto cojo el
sobre de azúcar y lo enrollo con cuidado hasta formar un pequeño “cigarrillo”
que llevo a mi boca, y creo por unos instantes que voy a fumar.
Con cada sorbo de café cierro los ojos y dejo que su dulce amargura inunde mi boca y agudice,
por un instante, todos mis sentidos. Las manecillas del reloj no entienden de
placeres y ya me indican con su tozudo avance que es hora de volver al trabajo,
a la vida más allá de la dulce compañía de mi amigo amargo. Un beso muy gran.
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
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