noviembre 25, 2012
noviembre 20, 2012
Angustia
Angustia
por Jose Torres
por Jose Torres
Nunca he sabido si la angustia llega, como llega al cuerpo un virus, o si por el contrario, siempre habita en él, agazapada, desde el primer llanto que nos trae a la vida, esperando el momento propicio para salir desde los más oscuros recovecos del alma para engullirlo todo como la niebla espesa engulle el paisaje en los valles profundos. Nada queda fuera de su alcance, todo lo ocupa, el tiempo y también el espacio. Más allá de los lindes de la propia tristeza no hay nada, el mundo eres tú y tu angustia. Te arrebata todo, lo que un día fue tuyo y aquello que pudo llegar a serlo; a cambio, es todo cuanto necesitas, tu único sustento. Con ella se desvanecen el resto de preocupaciones, porque en sus límites no existe el futuro. La vida, tu vida, se detiene. La angustia cae sobre tu cabeza como un aguacero de melancolía, te empapa y te aísla, abre a tu alrededor abismos como fauces de una bestia pavorosa con los puentes destruidos, te encierra con muros de silencio y soledad, que sólo devuelven el sonido de tu voz como un eco. Es algo mental, pero también físico. La sientes nacer en la boca del estómago, como la erupción de un volcán de electricidad que asciende en oleadas hasta la garganta, como una fuerza invisible que te arroja a una sima sin fondo, a un precipicio de miedo y dolor que oprime tu pecho hasta dejarte sin aliento. Con el paso de los días, esas oleadas se apaciguan como una tormenta que se aleja en el horizonte. El dolor es ya únicamente un vacío, una tristeza apática disimulada apenas en tus ojos sin brillo. El tiempo transcurre con matemática monotonía y un día te das cuenta de que estás distraído, pensando en cosas pequeñas, inconscientemente alejado de la angustia. Y sientes miedo. Ella lo ha sido todo, principio y fin, un refugio al fin y al cabo, y si te abandona, tendrás que enfrentarte de nuevo al futuro y sus incertidumbres, te verás obligado, otra vez, a volver a la vida.
noviembre 11, 2012
noviembre 10, 2012
noviembre 09, 2012
El Amigo Amargo
Todas las tardes a eso de las cuatro menos cuarto, si el
trabajo y el tiempo y sus inclemencias lo permiten, si me siento con ánimos de
verme rodeado de gente, bajo a la cafetería a tomarme un cortado.
Como casi todo en mi vida, a fuerza de observación y
monotonía, ha devenido en ritual que apenas varía. La chica de la caja, a la
que yo llamo la “erasmus” (alumno extranjero) por las dos simpáticas coletas
rubias que luce al más puro estilo vikingo, me saluda con su cordial “Hola”.
“Un cortado” le digo entregándole los 50 céntimos que rebusco en el fondo del
monedero. Con una sonrisa que nunca borra de sus labios se despide dándome el
ticket y las “Gracias”. Pienso entonces en cuántas veces repetirá esas dos
palabras al cabo del día, en una repetición monótona y compulsiva y en cómo
habrán perdido para ella todo su significado. ¿Saludará así a la gente en su
vida más allá de la caja del bar?, ¿será capaz de dar las gracias con un
“gracias”?.
Mientras pienso en su esclavitud a la caja y a esas dos
palabras, entrego en la barra el papelito, y el camarero, ya viejo conocido, me
pregunta: “¿Normal o descafeinado?”. Me lo pienso unos segundos y digo
“Descafeinado”, no quiero tentar a la suerte del insomnio, en una reflexión ya
sólo para mi. En un pequeño plato, pone un vasito de cristal lleno de leche
caliente y encima de él, un sobre de Nescafé. Al lado, una cucharilla y el
azúcar. En el sobre se lee un mensaje “Saca tiempo para hacer yoga” . No puedo
sino esbozar un tímida sonrisa en mis labios. Haciendo equilibrios con el vaso,
que tiembla temeroso sobre el plato, salgo fuera del pequeño local y busco
entre la gente una mesa vacía. Alrededor, terminan su comida los últimos
rezagados, devorando a toda prisa una pizza o un bocadillo, pensando en el poco
tiempo que les queda antes de la próxima clase. En otra mesa, un grupo de chicas
extranjeras se sientan de frente al sol, en un vano intento de ponerse morenas,
ya que empieza a hacerse patente un color rojo intenso en sus mejillas que se
irá extendiendo por toda su anatomía.
Lentamente abro el
sobrecillo de café y lo vierto con cuidado, sembrando la leche con una montaña
oscura y terrosa, que se va sumergiendo poco a poco, con la misma pausada
tranquilidad con la que el barco, tras la batalla, busca reposo en el fondo del
mar. Así, en su lento hundirse, cada granito de café va dejando tras de si una
estela de color marrón en el blanco del vaso, como si se tratase de una
estrella fugaz en una clara noche de verano. En la mesa de al lado, dos tipos
tienen una conversación acalorada, hablando mal de un tercero, responsable,
según parece, de todos los males de la humanidad.
Con toda delicadeza rasgo el extremo del sobre de azúcar y
lo dejo caer, formando ahora una blanca nevada sobre las tierras ya oscuras del
cortado y dejo que poco a poco se vaya yendo al fondo. Mientras tanto cojo el
sobre de azúcar y lo enrollo con cuidado hasta formar un pequeño “cigarrillo”
que llevo a mi boca, y creo por unos instantes que voy a fumar.
Con cada sorbo de café cierro los ojos y dejo que su dulce amargura inunde mi boca y agudice,
por un instante, todos mis sentidos. Las manecillas del reloj no entienden de
placeres y ya me indican con su tozudo avance que es hora de volver al trabajo,
a la vida más allá de la dulce compañía de mi amigo amargo. Un beso muy gran.
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
El Viento
Entre análisis y análisis, no puedo dejar de mirar por la
ventana, y comprobar que mi cabeza está tan agitada como las copas de las
jacarandas que mece el viento. Qué pocas cosas hay que me resulten tan
desapacibles como el viento. Supongo que de su mano, sufro una regresión a la
infancia y a los primeros miedos, cuando, en la soledad de mi habitación,
escuchaba bajo las sábanas la desgarrada voz de su lamento, prolongado y agudo,
como el aullido de un lobo tan cercano, que casi podía tocarse con la punta de
los dedos. Y es que el viento es un ser vivo, enfadado y violento, que grita
desesperado y se retuerce para escapar de su cautiverio sin muros.
Dicen que vivir bajo su influencia acaba trastornando a la
gente. Quizá se lleva con él nuestro último rastro de razón, arrancado pedazo a pedazo, con el zarpazo sonoro de sus
garras invisibles, dejando tras de si la devastadora huella de la pérdida y el
olvido.
Sin embargo, el viento siempre anuncia su llegada con una
elegancia delicadamente bella, y tanto en los amaneceres como en el crepúsculo
del día, el cielo se tiñe con un difuminado tono rojizo. Estas últimas tardes,
desde la ventana del despacho, veo los afilados esqueletos de los chopos recortarse
en ese cielo sonrosado, y una sensación de plácida melancolía me reconcilia
temporalmente con el mundo.
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
Noche
Tras las figuras irregulares y
oscurecidas de los edificios, el azul pálido del cielo corona los últimos rayos
de luz. Apenas unos minutos de penumbra azulada antes de que la noche caiga sobre la ciudad y un manto naranja lo envuelva
todo, difuminando cualquier atisbo de color.
La vida parece tomarse un descanso, se vuelve íntima y las calles quedan casi desiertas. El ir y venir de gente cotidiana deja paso a los espectros que deambulan sin rumbo, paseando su soledad en busca de la compañía silenciosa de quienes como ellos, intentan calmar el dolor que no les deja hallar reposo.
A través de las ventanas, se escapan señales luminosas de vidas anónimas, blancas o amarillentas, lúgubres o cálidas, muchas de ellas desparramadas a la oscuridad de las paredes con el parpadeo asincrónico de los televisores, convertidos en hogueras modernas, donde los hombres sentados a su alrededor se guarecen de su atávico miedo a la soledad.
La noche tiene en la voz un murmullo, calmado y casi imperceptible, ahogado por el sopor del sueño y del que sólo despierta con el fugaz destello de la vida latente e insomne. En la calle un perro ladra tozudamente a la luna y los pasos resuenan firmes mientras se alejan con indiferencia, dejando tras de si el misterio de toda vida desconocida. Bajo la penumbra, una pareja se susurra promesas de amor eterno, entrecortadas por risas apenas contenidas y besos de calidez espontánea.
En las noches que nacen con vocación de eternas, se cuela por la ventana la luz de miles de estrellas, lejanas e imperturbables para recordarnos hasta qué punto somos seres fortuitos y fugaces, perdidos en la inmensidad de un universo indiferente. El tiempo y el espacio se difuminan, y somos conscientes de nuestra propia existencia, cuajada de las mismas preguntas sin respuesta que ya se hicieron los hombres que nos precedieron, y que sentados en la oscuridad, contemplaron las mismas estrellas, que seguirán iluminando a los hombres que han de venir.
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
La vida parece tomarse un descanso, se vuelve íntima y las calles quedan casi desiertas. El ir y venir de gente cotidiana deja paso a los espectros que deambulan sin rumbo, paseando su soledad en busca de la compañía silenciosa de quienes como ellos, intentan calmar el dolor que no les deja hallar reposo.
A través de las ventanas, se escapan señales luminosas de vidas anónimas, blancas o amarillentas, lúgubres o cálidas, muchas de ellas desparramadas a la oscuridad de las paredes con el parpadeo asincrónico de los televisores, convertidos en hogueras modernas, donde los hombres sentados a su alrededor se guarecen de su atávico miedo a la soledad.
La noche tiene en la voz un murmullo, calmado y casi imperceptible, ahogado por el sopor del sueño y del que sólo despierta con el fugaz destello de la vida latente e insomne. En la calle un perro ladra tozudamente a la luna y los pasos resuenan firmes mientras se alejan con indiferencia, dejando tras de si el misterio de toda vida desconocida. Bajo la penumbra, una pareja se susurra promesas de amor eterno, entrecortadas por risas apenas contenidas y besos de calidez espontánea.
En las noches que nacen con vocación de eternas, se cuela por la ventana la luz de miles de estrellas, lejanas e imperturbables para recordarnos hasta qué punto somos seres fortuitos y fugaces, perdidos en la inmensidad de un universo indiferente. El tiempo y el espacio se difuminan, y somos conscientes de nuestra propia existencia, cuajada de las mismas preguntas sin respuesta que ya se hicieron los hombres que nos precedieron, y que sentados en la oscuridad, contemplaron las mismas estrellas, que seguirán iluminando a los hombres que han de venir.
Jose Torres
Montaje de Vídeo: Ingrid Stevens
noviembre 08, 2012
Náufrago
Náufrago entre tus palabras
sediento de emoción.
Deseoso de pasiones
que mueren en el colchón.
Náufrago poseído
por la fiebre del hard bop,
el caos de sus notas te envuelve;
librándote de la obsesión.
Náufrago arrepentido,
sumergido en la evocación;
en los recuerdos que encogen el alma
y te visten de luto y dolor
Mi náufrago solitario,
compañero de excursión.
Entre paisaje y paisaje,
eres ya parte de mi estación.
Autores: Ingrid Mabel y Jose Torres
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