noviembre 13, 2014

Tiempo y silencio


Conoces muy bien este camino. Lo has andado muchas veces, obstinadamente podría decirse, intentando recoger de él tanto como pueda ofrecerte y que ese torrente de naturaleza pacífica te inunde hasta desbordarte, arrastrando todo cuanto eres tú mismo hasta dejarte vacío. Siempre lo recorres de la misma manera, de un margen al otro, en interminables zigzagueos que siguen una trayectoria errática en apariencia, pero deliberadamente calculada para sortear los hoyos y piedras que imprimen a esta senda su carácter tan particular. Hay pocas ocasiones para el descanso; el sudor empapa tus cejas en las cuestas más pronunciadas y en los tramos en los que la pendiente se torna favorable, tensas los músculos para bajar con cautela. Tantas veces has ido y venido sobre su tierra, a tramos pedregosa, a veces blanda por la lluvia de agujas que caen de los pinos, que lo has convertido en un espacio propio en el que cada piedra tiene su nombre y tu cabeza obsesiva ha podido trazar el mapa exacto de los surcos abiertos en la tierra por la lluvia, como arrugas profundas dibujadas en una carne envejecida. También has visto aflorar, como espinas dorsales de extraños animales prehistóricos, los suaves lomos de las rocas que emergen de la tierra. Al alzar la vista al cielo, te has estremecido con los caprichosos prodigios de la luz, que colorean los vientres algodonosos de las nubes nacidos a borbotones, del oro al malva, cambiando imperceptiblemente con un soplo de brisa de un matiz anaranjado a un púrpura tenue. Otras veces, te has quedado quieto, con los brazos en jarra, escuchando un silencio que el tiempo no ha podido domesticar o la voz susurrante de los árboles que arañan el viento, como el tozudo oleaje de un mar invisible. Sólo es un camino que no lleva a ninguna parte, una franja de tierra enmarcada entre dos horizontes y tu soledad en medio, en el punto equidistante entre dos infinitos. A un lado el sol, al otro, los muros de los bancales, la faz cuarteada sobre la que se desliza tu sombra como única compañera, prolongación desproporcionada y silenciosa de ti mismo que no eres tú, aplastada contra la tierra, como un pedazo oscuro de piel en tinieblas que tiñe los matorrales polvorientos con una inquieta mancha de vida. Tras cada paso, queda el frágil trazo de una huella que un soplo de brisa ha de borrar para siempre. Tu única certeza es que de ti no quedará nada; ni los huesos, ni los ojos, ni el suave relieve de una huella en la arena ¿Dónde irá a parar tanto sufrimiento cuando el estrépito de tus pasos ya no estalle al pie de las montañas?

Por Jose Torres

No hay comentarios: